Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Aguacerito blanco

La selva se había convertido en un horno inmenso y sobrecogedor. El calor desma­yaba y ajaba las plantas, y el tremendo va­ho era una gigantesca túnica que cubría y sofocaba todo.
Las aguas, hasta entonces siempre frescas y cantarinas, también eran víctimas del im­presionante calor que, como una gruesa y descomunal plan­cha de plomo, caía sobre la selva amenazando aplastarla.
Árboles descomunales, flores extrañas y exhuberantes, grandes hojas e interminables ramas se iban agotando irre­misiblemente. Los pétalos caían abrasados por el sofocante calor. Los habitantes de las aguas nadaban casi enloquecidos, levantando grandes montañas que batían rompiéndose con­tra las ardientes orillas. Juncos y bejucos doblegaban su ver­ticalidad perfecta. Las verdes ranas y los sapos silbadores saltaban de los turbios charcos a los verdes arbustos en bus­ca del frescor del líquido elemento. Croaban y silbaban de­sesperados y suplicando al viento que se levantara y corriera un poco entre la espesura, para ahuyentar el sofocante calor que se había adueñado de la selva entera. Todos temían que el terrible y tremendo fuego apareciera de un momento a otro, seguido de las llamas, sus traviesas hijas, que se divertían quemando y arruinando cuanto hallaban a su paso.
Pero allá, en el fondo apacible y acogedor de la montaña que alimentaba a los mejores y más orgullosos árboles, vivía un indiecito gentil y bueno como el pan tierno de ese blanco maíz surgido de la tierra como una bendición de los dioses.
Ese indiecito, según contaban los sabios de las tribus, era el hijo predilecto de todos los dioses de la selva o tal vez la conciencia y la bondad de ese ser primigenio que no cono­cía la maldad.
¿Era niño? ¿Era hombre? ¿Era un pequeño dios? Nadie en la selva conocía su edad y menos aún su procedencia; pero lo que sí se sabía era que vivía allá desde remotos tiempos, o qui­zá antes. Siempre, siempre, descansaba y vivía en la gruta de la montaña azul y plata que se reflejaba sobre el tranquilo la­go, y sólo salía de ella cuando era necesario o cuando un gran peligro amenazaba con destruir la selva.
Los piaches, brujos y magos de todas las tribus conoci­das y quizá también de aquellas que habitan en otros leja­nos lugares, afirmaban que la gruta constituía el corazón de la montaña y que el indiecito era alimentado con las maravillosas y mágicas comidas de los dioses de las selva. Todos coincidían y aseguraban que, cuando ocurría algo grave, la totalidad de los dioses aparecía al lado del indie­cito, al que despertaban de su letargo de siglos, y salía de la enigmática cueva para, en un solo instante, resolver el problema y conjurar el peligro. Cosa que hacía con mover lenta y rítmicamente su mano derecha. Entonces, pájaros, mariposas, pétalos y ramas, aire y nubes, dulces abejas y cristalinos néctares se reunían formando un halo, un gran halo, una transparente torre, una diáfana burbuja de irisa­dos fulgores, que le cubrían para producir el mágico mo­mento. Una bella y extraña melodía se extendía por toda la umbría, originando un movimiento, como una onda so­nora, que se adentraba en la espesura e iba más, mucho más allá de ella. Llegaba a las lejanas montañas y desde allí subía al cielo en busca de las estrellas. Y también llegaba a la frontera de espuma y cielo que forman esos mares y esos océanos que esconden las nacaradas caracolas, vistosos pe­ces de escamas de oro, así como las legendarias sirenas que seducen a los humanos y los arrastran hasta sus transpa­rentes palacios de agua y algas dormidas.
En esta ocasión la boscosidad y sus habitantes casi no po­dían respirar el sofocante aire. El calor era abrasador y ca­lenturiento.
Para que nada faltara, apareció la sed, quien con su oscu­ra vara de dura madera, comenzó a tocarlo todo.
Aquello era todavía peor. Los arroyos buscaron las subte­rráneas grutas y, adelgazándose como sutiles hilillos o intan­gibles rayos de luna, se adentraron en los profundos caminos de la tierra.
-¿Es que nadie puede hacer nada? -preguntó una mariposa.
-¿Qué podemos hacer? -dijo un abejorro de duras alas.
-Avisar a cualquier poderoso mago -apuntó una débil voz.
-¿Dónde están? -inquirió con un hilo de voz el oscuro zamuro.
-En el cielo o tal vez en un lugar secreto -bisbiseó otra voz.
-Haced algo, ¡por favor! Nos estamos muriendo. ¿Es que no lo veis? -dijo angustiosa una flor.
-Si alguna estrella quisiera llevar un mensaje a "Corazón del Cielo", estaríamos salvados.
-Pero "Corazón del Cielo" está con el "Gran Padre".
-¡Mejor aún! -dijo animadamente el grácil junco.
-Pero ¿quién irá a buscarlos? -preguntó de nuevo la ma­riposa.
-El que tenga potentes alas y pueda atravesar el cuerpo de este "calor" que se extiende sobre nosotros.
-Eso es imposible -dijo una pequeña rana.
-Entonces, gritemos al mismo tiempo y el eco de nuestras voces llegará hasta ellos.
Efectivamente. Unieron las voces y surgió el grito. Lo hi­cieron con todas las fuerzas de su alma y prolongadamente. Pero el "calor" había formado un férreo techo y una enorme muralla que las voces no pudieron atravesar.
Repitieron su grito de angustia, una y otra vez. Una y otra vez intentaron romper el feroz cerco del "calor", pero todo fue inútil.
Una tortuga soñolienta o medio ciega, o quizá cargada de siglos, abrió cuanto pudo sus ojillos y levantó la cabeza alar­gando segura su corto cuello. Miró asombrada a su alrededor y preguntó a un llamativo lagarto azul qué era lo que pasaba.
-Que el "calor" se ha detenido sobre la selva y nos está as­fixiando.
-Eso ha ocurrido muchas veces -dijo pausadamente la tortuga.
-Y ¿qué se hace en estos casos?
-Sencillamente despertar a Kerewikakí.
-¿Kerewikakí? -preguntaron todos a una.
-¡Claro que sí! Él sabe cómo resolver el problema -infor­mó la tortuga con serenidad y suficiencia.
-¡Ah! -dijo la lechuza, es el indiecito que vive y duerme en la cueva de la montaña azul y plata.
-¡Vayamos a buscarlo! -gritaron todos.
-No podemos. El "calor" y"la sed" no nos dejan. En cuan­to comencemos a caminar, caeremos para no levantarnos.
-Yo iré -dijo la tortuga. Y estirando sus conchudas pati­tas, dio comienzo a su lento caminar.
-Pero no llegará nunca. Es muy lenta -dijo un verde sapo.
-Ve tú entonces -apuntó la mariposa.
-El suelo quema mis patas y no podría llegar -aseguró el sapo.
-Entonces, calla y deja que te ayude el que puede y quiere.
-¡Es verdad, es verdad! -gritaron todos los habitantes, in­cluyendo árboles, arbustos, juncos, flores, y hasta los casi agostados arroyos y ríos.
Llegó la tortuga a la gruta de Kerewikakí. Descansó un momento en el umbral y entró decidida a cumplir lo pro­metido.
Pronto sus ojillos se adaptaron a la leve oscuridad. Se acer­có al indiecito que, como siempre, descansaba en un vistoso y fragante lecho de fresca hierba y aromáticos pétalos de gigan­tescas flores. La tortuga miró atenta-mente al indiecito. Era la primera vez en su longeva vida que le correspondía realizar aquel trabajo. Se convenció de que dormía apaciblemente, y observó que los dedos de su mano derecha estaban suavemen­te iluminados por una tenue luz blanca, pero muy brillante.
-Nunca vi esto -se dijo a sí misma. ¿Qué será?
Acercó su cabeza para ver mejor y sintió un dulce bienes­tar que de inmediato la libró de su cansancio y de su preo­cupación.
-¡Oh, qué bueno! -se dijo para sus adentros. ¡Kerewikakí! El indiecito se movió ligeramente y cambió de postura, pero no abrió los ojos.
-¡Eh, Kerewikakí! ¡Soy yo, la tortuga Maurk-Kará!
Kerewikakí abrió sus ojos y toda la cueva se iluminó co­mo si los rayos del sol y de la luna juntos hubieran entrado de golpe.
-¡Hola, tortuguita! ¿Qué te trae por aquí?
-Algo muy grave y que hace muchos, muchos años que no pasa.
-¿ Qué es ello?
-Que el horrible y feo "calor" y también la agotadora "sed" se han adueñado de la selva y todos están a punto de morir.
-¡No puede ser!
-Sí. Hasta los ríos se han escondido y las plantas se están secando.
-¿Es posible?
-¡Claro que sí! Las aves no pueden volar y las mariposas permanecen quietas en las ramas y en las flores, y algunas ya han caído al suelo que también abrasa.
-¿Desde cuándo está pasando eso?
-No lo sé muy bien. Yo dormía y me despertaron. También han llamado a "Corazón del Cielo", pero el "calor" ha forma­do una muralla y en ella se estrellan y se rompen las palabras.
-¡Bueno!, salgamos sin perder tiempo.
-¿No podría quedarme y descansar aquí? Ya estoy muy torpe y he caminado mucho.
-¡Está bien! ¡Quédate, pues! ¡Iré solo!
Y grácil y liviano como un junco y veloz como la luz de las estrellas, el indiecito salió de su morada. Un magnífico halo de suaves colores lo protegía. Se plantó en medio de la trocha que llevaba a su cueva. La sombra de la montaña lo saludó con cariño, y el Sol le sonrió con complacencia.
-¡Hola a todos! -dijo con su voz cautivadora.
-¡Hola Kerewikakí!
La naturaleza entera pareció sonreír. Era un gran aconte­cimiento que Kerewikakí saliera de su gruta. El cielo inten­sificó su color azul y las nubes blancas y rosadas salieron a su encuentro.
-¡Hola Kerewikakí! -saludaron admirados por la gentile­za del indiecito.
-¡Hola! Me alegro de veros por aquí, porque tenemos que resolver un serio asunto.
-¿Cuál es? -preguntaron obsequiosas las nubes.
-La selva ha sido tomada por "el calor" y "la sed". Todos están cansados, caídos en el suelo... sin fuerzas.
-¿Qué podemos hacer?
-¡Auxiliarles!
-Di cómo.
-Yo abriré un gran hueco en ese techo y esa muralla que ha formado "el calor". Vosotras dejaréis caer el agua en for­ma de lluvia muy fina para que todo se moje bien y la "sed" y el "calor" huyan de una vez. ¿Entendido?
Sonrió graciosamente. Levantó sus manos y, como si una fuerza oculta estuviera esperando su gesto, el indiecito se elevó. Llegó al techo donde el "calor" se había atrinchera­do y, con sus luminosos dedos, comenzó a abrir un gran hueco. En ese preciso momento, las nubes llamaron a to­das sus hermanas y rápidas dejaron caer el agua en forma de finísimas gotas. También acudió el rocío y se hermanó con el agua de las nubes. Las gotas caían rápidas y cons­tantes. Las nubes iban de un lado a otro distribuyendo su precioso cargamento.
Pronto la selva se vio cubierta por una inmensa cortina de cristal y sueño. Las nubes saltaban y reían colmando con el frescor de la joven lluvia todo lo que estaba a su alcance. Y en un instante, la vegetación se convirtió en una transparen­te y fresca blancura. Todo se humedeció y se llenó del blan­co resplandor.
La selva y sus habitantes recobraron su lozanía y belleza. Las aves volaban y cantaban en las tiernas ramas. Los ani­malitos salían de sus madrigueras y los ríos comenzaron a surgir de las entrañas de la tierra. Los peces nadaban jubilo­sos enseñando la flexibilidad de sus ágiles cuerpecillos.
El "calor" y la "sed" quisieron resistir y acabar con la sel­va, pero no pudieron. La bondad y el saber de Kerewikakí y sus amigas las nubes habían trabajado duro, sabían que ven­cerían la resistencia del "calor" y la "sed".
Cuando la selva y sus habitantes se vieron libres de los dos horribles azotes, gritaron de alegría, satisfacción y agradeci­miento.
-¡Gracias, muchas gracias, Kerewikakí! Te estamos muy agra-decidos y siempre te querremos.
-Espero que nunca más ocurra esto -dijo el indiecito.
Pero como no estaba muy seguro de que el "calor" y la "sed" se hubieran ido para siempre, llamó a las nubes y ha­bló con ellas.
-Quiero -les dijo- que permanezcáis atentas y vigilantes. Y que al pasar por la selva, os detengáis y observéis lo que ocurre.
-Lo haremos, descuida -dijeron las nubes.
-Aún no he terminado. Quiero deciros que cuando las cosas no vayan bien aquí, dejéis caer un buen aguacerito blanco como el de hoy. Estoy seguro, de que el "calor" y la "sed" no lo resistirán y se marcharán corriendo en cuanto vean caer el agua.
-Así lo haremos, Kerewikakí. ¡Te lo prometemos!
Todo quedó tranquilo. Kerewikakí se retiró a su cueva. Las nubes siempre andan vigilantes vagando sobre el ver­dor de la selva. Las plantas y los animalitos viven serenos, porque saben muy bien que están protegidos y nada pue­de pasarles.
Y desde aquel entonces, se formó el aguacerito blanco que, de vez en cuando y como una bendición, cae sobre la selva y la gran sabana para refrescar y vivificar esa maravillo­sa naturaleza que da color y vida al trópico.
El aguacerito blanco lo formó el deseo del indiecito y des­de entonces, siempre, siempre que un aguacerito cae sobre la selva, en el horizonte y en el confín de la vista y los sueños, no es raro ver la silueta de un joven indio que pasea por los caminos del cielo contemplando el verdor inigualable de la selva y la mágica caída de las blancas aguas.
Así me lo contaron mis antepasados y así lo cuento y se lo contaré a mis descendientes para que ellos, a su vez, lo cuen­ten siempre, siempre, siempre.

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