La selva se había
convertido en un horno inmenso y sobrecogedor. El calor desmayaba y ajaba las
plantas, y el tremendo vaho era una gigantesca túnica que cubría y sofocaba
todo.
Las aguas, hasta entonces
siempre frescas y cantarinas, también eran víctimas del impresionante calor
que, como una gruesa y descomunal plancha de plomo, caía sobre la selva
amenazando aplastarla.
Árboles descomunales,
flores extrañas y exhuberantes, grandes hojas e interminables ramas se iban
agotando irremisiblemente. Los pétalos caían abrasados por el sofocante calor.
Los habitantes de las aguas nadaban casi enloquecidos, levantando grandes
montañas que batían rompiéndose contra las ardientes orillas. Juncos y bejucos
doblegaban su verticalidad perfecta. Las verdes ranas y los sapos silbadores
saltaban de los turbios charcos a los verdes arbustos en busca del frescor del
líquido elemento. Croaban y silbaban desesperados y suplicando al viento que
se levantara y corriera un poco entre la espesura, para ahuyentar el sofocante
calor que se había adueñado de la selva entera. Todos temían que el terrible y
tremendo fuego apareciera de un momento a otro, seguido de las llamas, sus
traviesas hijas, que se divertían quemando y arruinando cuanto hallaban a su
paso.
Pero allá, en el fondo
apacible y acogedor de la montaña que alimentaba a los mejores y más orgullosos
árboles, vivía un indiecito gentil y bueno como el pan tierno de ese blanco
maíz surgido de la tierra como una bendición de los dioses.
Ese indiecito, según
contaban los sabios de las tribus, era el hijo predilecto de todos los dioses
de la selva o tal vez la conciencia y la bondad de ese ser primigenio que no
conocía la maldad.
¿Era niño? ¿Era hombre?
¿Era un pequeño dios? Nadie en la selva conocía su edad y menos aún su
procedencia; pero lo que sí se sabía era que vivía allá desde remotos tiempos,
o quizá antes. Siempre, siempre, descansaba y vivía en la gruta de la montaña
azul y plata que se reflejaba sobre el tranquilo lago, y sólo salía de ella
cuando era necesario o cuando un gran peligro amenazaba con destruir la selva.
Los piaches, brujos y
magos de todas las tribus conocidas y quizá también de aquellas que habitan en
otros lejanos lugares, afirmaban que la gruta constituía el corazón de la
montaña y que el indiecito era alimentado con las maravillosas y mágicas
comidas de los dioses de las selva. Todos coincidían y aseguraban que, cuando
ocurría algo grave, la totalidad de los dioses aparecía al lado del indiecito,
al que despertaban de su letargo de siglos, y salía de la enigmática cueva
para, en un solo instante, resolver el problema y conjurar el peligro. Cosa que
hacía con mover lenta y rítmicamente su mano derecha. Entonces, pájaros,
mariposas, pétalos y ramas, aire y nubes, dulces abejas y cristalinos néctares
se reunían formando un halo, un gran halo, una transparente torre, una diáfana
burbuja de irisados fulgores, que le cubrían para producir el mágico momento.
Una bella y extraña melodía se extendía por toda la umbría, originando un
movimiento, como una onda sonora, que se adentraba en la espesura e iba más,
mucho más allá de ella. Llegaba a las lejanas montañas y desde allí subía al
cielo en busca de las estrellas. Y también llegaba a la frontera de espuma y cielo
que forman esos mares y esos océanos que esconden las nacaradas caracolas,
vistosos peces de escamas de oro, así como las legendarias sirenas que seducen
a los humanos y los arrastran hasta sus transparentes palacios de agua y algas
dormidas.
En esta ocasión la
boscosidad y sus habitantes casi no podían respirar el sofocante aire. El
calor era abrasador y calenturiento.
Para que nada faltara,
apareció la sed, quien con su oscura vara de dura madera, comenzó a tocarlo
todo.
Aquello era todavía peor.
Los arroyos buscaron las subterráneas grutas y, adelgazándose como sutiles
hilillos o intangibles rayos de luna, se adentraron en los profundos caminos
de la tierra.
-¿Es que nadie puede
hacer nada? -preguntó una mariposa.
-¿Qué podemos hacer?
-dijo un abejorro de duras alas.
-Avisar a cualquier
poderoso mago -apuntó una débil voz.
-¿Dónde están? -inquirió
con un hilo de voz el oscuro zamuro.
-En el cielo o tal vez en
un lugar secreto -bisbiseó otra voz.
-Haced algo, ¡por favor!
Nos estamos muriendo. ¿Es que no lo veis? -dijo angustiosa una flor.
-Si alguna estrella
quisiera llevar un mensaje a "Corazón del Cielo", estaríamos
salvados.
-Pero "Corazón del
Cielo" está con el "Gran Padre".
-¡Mejor aún! -dijo
animadamente el grácil junco.
-Pero ¿quién irá a
buscarlos? -preguntó de nuevo la mariposa.
-El que tenga potentes
alas y pueda atravesar el cuerpo de este "calor" que se extiende
sobre nosotros.
-Eso es imposible -dijo
una pequeña rana.
-Entonces, gritemos al
mismo tiempo y el eco de nuestras voces llegará hasta ellos.
Efectivamente. Unieron
las voces y surgió el grito. Lo hicieron con todas las fuerzas de su alma y
prolongadamente. Pero el "calor" había formado un férreo techo y una
enorme muralla que las voces no pudieron atravesar.
Repitieron su grito de
angustia, una y otra vez. Una y otra vez intentaron romper el feroz cerco del
"calor", pero todo fue inútil.
Una tortuga soñolienta o
medio ciega, o quizá cargada de siglos, abrió cuanto pudo sus ojillos y levantó
la cabeza alargando segura su corto cuello. Miró asombrada a su alrededor y
preguntó a un llamativo lagarto azul qué era lo que pasaba.
-Que el "calor"
se ha detenido sobre la selva y nos está asfixiando.
-Eso ha ocurrido muchas
veces -dijo pausadamente la tortuga.
-Y ¿qué se hace en estos
casos?
-Sencillamente despertar
a Kerewikakí.
-¿Kerewikakí?
-preguntaron todos a una.
-¡Claro que sí! Él sabe
cómo resolver el problema -informó la tortuga con serenidad y suficiencia.
-¡Ah! -dijo la lechuza,
es el indiecito que vive y duerme en la cueva de la montaña azul y plata.
-¡Vayamos a buscarlo!
-gritaron todos.
-No podemos. El
"calor" y"la sed" no nos dejan. En cuanto comencemos a
caminar, caeremos para no levantarnos.
-Yo iré -dijo la tortuga.
Y estirando sus conchudas patitas, dio comienzo a su lento caminar.
-Pero no llegará nunca.
Es muy lenta -dijo un verde sapo.
-Ve tú entonces -apuntó
la mariposa.
-El suelo quema mis patas
y no podría llegar -aseguró el sapo.
-Entonces, calla y deja
que te ayude el que puede y quiere.
-¡Es verdad, es verdad!
-gritaron todos los habitantes, incluyendo árboles, arbustos, juncos, flores,
y hasta los casi agostados arroyos y ríos.
Llegó la tortuga a la
gruta de Kerewikakí. Descansó un momento en el umbral y entró decidida a
cumplir lo prometido.
Pronto sus ojillos se
adaptaron a la leve oscuridad. Se acercó al indiecito que, como siempre,
descansaba en un vistoso y fragante lecho de fresca hierba y aromáticos pétalos
de gigantescas flores. La tortuga miró atenta-mente al indiecito. Era la
primera vez en su longeva vida que le correspondía realizar aquel trabajo. Se
convenció de que dormía apaciblemente, y observó que los dedos de su mano
derecha estaban suavemente iluminados por una tenue luz blanca, pero muy
brillante.
-Nunca vi esto -se dijo a
sí misma. ¿Qué será?
Acercó su cabeza para ver
mejor y sintió un dulce bienestar que de inmediato la libró de su cansancio y
de su preocupación.
-¡Oh, qué bueno! -se dijo
para sus adentros. ¡Kerewikakí! El indiecito se movió ligeramente y cambió de
postura, pero no abrió los ojos.
-¡Eh, Kerewikakí! ¡Soy
yo, la tortuga Maurk-Kará!
Kerewikakí abrió sus ojos
y toda la cueva se iluminó como si los rayos del sol y de la luna juntos
hubieran entrado de golpe.
-¡Hola, tortuguita! ¿Qué
te trae por aquí?
-Algo muy grave y que
hace muchos, muchos años que no pasa.
-¿ Qué es ello?
-Que el horrible y feo
"calor" y también la agotadora "sed" se han adueñado de la
selva y todos están a punto de morir.
-¡No puede ser!
-Sí. Hasta los ríos se
han escondido y las plantas se están secando.
-¿Es posible?
-¡Claro que sí! Las aves
no pueden volar y las mariposas permanecen quietas en las ramas y en las
flores, y algunas ya han caído al suelo que también abrasa.
-¿Desde cuándo está
pasando eso?
-No lo sé muy bien. Yo
dormía y me despertaron. También han llamado a "Corazón del Cielo",
pero el "calor" ha formado una muralla y en ella se estrellan y se
rompen las palabras.
-¡Bueno!, salgamos sin
perder tiempo.
-¿No podría quedarme y
descansar aquí? Ya estoy muy torpe y he caminado mucho.
-¡Está bien! ¡Quédate,
pues! ¡Iré solo!
Y grácil y liviano como
un junco y veloz como la luz de las estrellas, el indiecito salió de su morada.
Un magnífico halo de suaves colores lo protegía. Se plantó en medio de la
trocha que llevaba a su cueva. La sombra de la montaña lo saludó con cariño, y
el Sol le sonrió con complacencia.
-¡Hola a todos! -dijo con
su voz cautivadora.
-¡Hola Kerewikakí!
La naturaleza entera
pareció sonreír. Era un gran acontecimiento que Kerewikakí saliera de su
gruta. El cielo intensificó su color azul y las nubes blancas y rosadas
salieron a su encuentro.
-¡Hola Kerewikakí!
-saludaron admirados por la gentileza del indiecito.
-¡Hola! Me alegro de
veros por aquí, porque tenemos que resolver un serio asunto.
-¿Cuál es? -preguntaron obsequiosas
las nubes.
-La selva ha sido tomada
por "el calor" y "la sed". Todos están cansados, caídos en
el suelo... sin fuerzas.
-¿Qué podemos hacer?
-¡Auxiliarles!
-Di cómo.
-Yo abriré un gran hueco
en ese techo y esa muralla que ha formado "el calor". Vosotras
dejaréis caer el agua en forma de lluvia muy fina para que todo se moje bien y
la "sed" y el "calor" huyan de una vez. ¿Entendido?
Sonrió graciosamente.
Levantó sus manos y, como si una fuerza oculta estuviera esperando su gesto, el
indiecito se elevó. Llegó al techo donde el "calor" se había
atrincherado y, con sus luminosos dedos, comenzó a abrir un gran hueco. En ese
preciso momento, las nubes llamaron a todas sus hermanas y rápidas dejaron
caer el agua en forma de finísimas gotas. También acudió el rocío y se hermanó
con el agua de las nubes. Las gotas caían rápidas y constantes. Las nubes iban
de un lado a otro distribuyendo su precioso cargamento.
Pronto la selva se vio
cubierta por una inmensa cortina de cristal y sueño. Las nubes saltaban y reían
colmando con el frescor de la joven lluvia todo lo que estaba a su alcance. Y
en un instante, la vegetación se convirtió en una transparente y fresca
blancura. Todo se humedeció y se llenó del blanco resplandor.
La selva y sus habitantes
recobraron su lozanía y belleza. Las aves volaban y cantaban en las tiernas
ramas. Los animalitos salían de sus madrigueras y los ríos comenzaron a surgir
de las entrañas de la tierra. Los peces nadaban jubilosos enseñando la
flexibilidad de sus ágiles cuerpecillos.
El "calor" y la
"sed" quisieron resistir y acabar con la selva, pero no pudieron. La
bondad y el saber de Kerewikakí y sus amigas las nubes habían trabajado duro,
sabían que vencerían la resistencia del "calor" y la
"sed".
Cuando la selva y sus habitantes
se vieron libres de los dos horribles azotes, gritaron de alegría, satisfacción
y agradecimiento.
-¡Gracias, muchas
gracias, Kerewikakí! Te estamos muy agra-decidos y siempre te querremos.
-Espero que nunca más
ocurra esto -dijo el indiecito.
Pero como no estaba muy
seguro de que el "calor" y la "sed" se hubieran ido para
siempre, llamó a las nubes y habló con ellas.
-Quiero -les dijo- que
permanezcáis atentas y vigilantes. Y que al pasar por la selva, os detengáis y
observéis lo que ocurre.
-Lo haremos, descuida
-dijeron las nubes.
-Aún no he terminado.
Quiero deciros que cuando las cosas no vayan bien aquí, dejéis caer un buen
aguacerito blanco como el de hoy. Estoy seguro, de que el "calor" y
la "sed" no lo resistirán y se marcharán corriendo en cuanto vean
caer el agua.
-Así lo haremos,
Kerewikakí. ¡Te lo prometemos!
Todo quedó tranquilo.
Kerewikakí se retiró a su cueva. Las nubes siempre andan vigilantes vagando
sobre el verdor de la
selva. Las plantas y los animalitos viven serenos, porque saben
muy bien que están protegidos y nada puede pasarles.
Y desde aquel entonces,
se formó el aguacerito blanco que, de vez en cuando y como una bendición, cae
sobre la selva y la gran sabana para refrescar y vivificar esa maravillosa
naturaleza que da color y vida al trópico.
El aguacerito blanco lo
formó el deseo del indiecito y desde entonces, siempre, siempre que un
aguacerito cae sobre la selva, en el horizonte y en el confín de la vista y los
sueños, no es raro ver la silueta de un joven indio que pasea por los caminos
del cielo contemplando el verdor inigualable de la selva y la mágica caída de
las blancas aguas.
Así me lo contaron mis
antepasados y así lo cuento y se lo contaré a mis descendientes para que ellos,
a su vez, lo cuenten siempre, siempre, siempre.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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