Allá, en lo más profundo
de la espesura, donde habita el puma, el ocelote y también esa laboriosa araña
que consume el día tejiendo su fuerte tela para deslumbrar y atrapar a
cualquier insecto que se le ocurra pasar por sus dominios, existía una cómoda
y agradable gruta que, durante el día, era tan fresca como el aire que producen
los frondosos árboles y las heladas aguas de los caudalosos y susurrantes
ríos. En la noche resultaba calentica y tibia, como las doradas y suaves arenas
de las playas por donde se pasea el sol.
A esta gruta llegó un
joven indio que andaba a la caza de la danta, porque tenía necesidad de
conseguir reserva de comida. Entró en silencio por si estaba habitada, pero
vio que no había nada y decidió quedarse en ella.
Hizo unos agujeros en la
pared y en ellos introdujo unos fuertes trozos de rama gruesa. Cuando comprobó
que eran seguros y resistentes, colgó su chinchorro y, aprovechando unas
rugosidades de las paredes de la cueva, colocó su totuma y también sus flechas
y su cerbatana. Una vez que dejó todo acomodado, salió para conocer bien
aquellos lugares y ver si había algún río o arroyo cuyas aguas le sirvieran
para beber y bañarse.
Exploró detenidamente
todos sus alrededores y se dio cuenta de que había encontrado un buen sitio
para vivir y cazar cómodamente. También podría pescar, porque a juzgar por el
cariz que presentaban las aguas, debían habitarlas muchos buenos peces.
El indiecito se sentía
muy feliz por su hallazgo. Así fue cómo olvidó su cansancio y los malos ratos
que había pasado durante los días que anduvo caminando por trochas y caminos
de la selva. Aquel era un lindo lugar, donde al parecer tenía de todo: buena
caza, buena pesca, hermosas y jugosas frutas y frescas raíces, y sobre todo la
acogedora gruta donde se iba a alojar por un tiempito.
Satisfecho y contento, se
dio una buena zambullida en el río y nadó un gran rato. Después cogió unas
cuantas frutas, las comió y se adentró en su nueva vivienda a descansar. Se
sentía tan a gusto que se durmió tranquilito. Pero su sueño fue interrumpido
por un crujir de ramas y un ruido profundo, como si fuera la respiración de un
gran animal.
Su primera idea fue
saltar del chinchorro y descubrir qué o quién producía el extraño ruido. Pero
observó que era noche cerrada y decidió quedarse quieto en su chinchorro y esperar
a que llegase el alba para poder ver bien y con seguridad qué era aquello.
Cuando los primeros rayos
del sol iluminaron el interior de la cueva, el indiecito miró atento a su alrededor
y pudo comprobar que no había animal ni alimaña que pudiera hacerle daño antes
de alcanzar sus armas. Así pues, saltó de su chinchorro, cogió sus flechas y su
cerbatana, y con cuidado y más precaución, salió al exterior.
Un sol espléndido
disipaba la niebla nocturna que aún a rachas se había quedado enredada en la
frondosidad de los árboles y que como sutil cortina era recogida por manos invisibles.
Las hojas de los arbustos
y de los árboles, los oscuros troncos y todo el verdor de la umbría, parecían
el delirio de una inmensa esmeralda convertida en frondosa y húmeda vegetación.
Cantos de pájaros, voces de animales, que aún desconocía el indiecito, rumores
de pequeños animalitos que corrían sobre las caídas hojas, y susurro de aguas
desperezándose, eran los sonidos que vibraban en la calidez de la boscosidad.
La araña seguía tejiendo su llamativa tela, y el paují comenzaba a dejar el
eco de su voz que buscaba caminos entre las enramadas. El cristofué lanzaba su
jubiloso grito, y los loros y los guacamayos jijeaban formando una gran
algarabía al descubrir a la pereza que abría sus luminosos ojillos lentamente,
mirando en qué rama iba a realizar su lento acomodo.
El indiecito, al que
llamaremos Kenewó, estaba muy asombrado de cuanto iba descubriendo. Todo le
encantaba. Miraba las altas copas de los árboles y veía el revolotear de las
aves multicolores, en una orgía de luz, movimiento y grito. El rocío se
deslizaba suave y'con gran elegancia de las hojas, para caer en la ávida
tierra que lo apresaba entre avara y cariñosa. Todo era como un hermoso sueño,
una bendición, un despertar maravilloso y único, en el que hasta lo más mínimo
sonreía y de los que brotaba esa paz de lo creado en el momento sublime de
concebir la mágica idea de una existencia única y amable.
Sí. Aquello le gustaba y,
seguramente, cuando consiguiera más provisiones, y bien acondicionada y
protegida su cueva, iría en busca de los suyos para que vivieran y disfrutaran
de tan idílicos lugares.
Con los ojos bien
abiertos y sin pereza alguna, comenzó a internarse en la intrincada selva,
buscando las huellas de los distintos animales que por allá habitaban. Vio el
rastro de la pavita, que es una especie de gallina salvaje muy apreciada por el
grato sabor de su carne, el del puma, y un poco más lejos, el de la danta sobre
las bajas enramadas y el blando suelo.
Kenewó estudió
detenidamente todas las huellas y las siguió un buen rato para comprender su
rumbo. Se detuvo en medio de los árboles, escuchando los miles de ruidos que
llenaban el paraje. Volvió sobre sus pasos y en medio del camino pudo cazar
una pavita para su comida.
Al llegar a la gruta,
dejó las flechas y la cerbatana al alcance de su mano, por si de pronto surgía
un animal del que hubiera que defenderse. Asó la pavita y comió con buen apetito.
Luego, por otro camino, exploró cuanto pudo, para saber cómo podía salir o
permanecer en la cueva hasta que el peligro pasara o lo resolviera de alguna
manera.
Kenewó, después de estar
allá unos cuantos días, se sentía más feliz aún que cuando llegó. Además, en
su gruta vivía con mucha seguridad, y tenía cuanto podía necesitar. Le sobraba
caza y pesca, y también frutos. Así es que decidió marchar en busca de los
suyos. Esperaría a que llegara la luna nueva para ver bien los caminos, ya que
la selva es mucho más segura de noche que de día.
Pero hete aquí que uno de
los atardeceres, cuando descansaba junto a un floreado araguaney de hojas
intensamente moradas, vio avanzar a un enorme puma de brillantes ojos. Kenewó
quedó más quieto de lo que estaba, pues sabía muy bien que en aquel momento
llevaba las de perder, porque ni siquiera disponía de una flecha para
ahuyentar al animal. Lo observaba con atención y no lo perdía de vista. El puma
iba de un lado a otro, olfateando y levantando la cabeza, seguro de que por
allá había un buen bocado para su hambriento estómago. Pero sin saber por qué,
silenciosamente, casi igual que había llegado, se perdió en la espesura,
estremeciendo las hojas caídas con sus sigilosos pasos.
Kenewó comprendió que
debía permanecer muy alerta y enseguida se fue a su gruta. Como ya era casi de
noche, se subió a su chinchorro y se acostó. Pero antes de hacerlo, encendió
un fuego sin llama, extendiéndolo a la entrada de la cueva, para evitar el paso
de cualquier alimaña.
Al día siguiente, preparó
su comida y decidió esperar al puma junto al río, en su orilla. Durante el día,
afiló bien sus flechitas, limpió su cerbatana y eligió un buen sitio en el
borde de las aguas, por donde podría huir con rapidez en caso de mucho
peligro.
Al anochecer volvió
nuevamente a la orilla y, en la más absoluta quietud, esperó.
La selva se fue quedando
en silencio porque todos los habitantes se iban retirando a sus nidos o a sus
madrigueras dispuestos, como una noche más, a dormir tranquilos. Los pájaros
nocturnos abrieron sus grandes ojotes. Volaron de un árbol a otro para estirar
sus alas y lanzaron su grito de alerta, que resonó en la espesura, y quizá más
allá de sus confines.
El indiecito quedó atento
a la menor señal de la aparición del puma y esperó. Las horas pasaban y el
animal no llegaba. Así las cosas, decidió comerse una tortita de casabe que
había hecho. La sacó de su bolsa de lianas que él mismo había tejido, y
comenzó a comer. Pero no había dado más que el primer bocado, cuando vio la
sombra del puma muy cerca de él. Como en esos tiempos remotos los animales
hablaban y a veces se llevaban muy bien con los seres humanos, el puma dijo:
-¿Qué comes?
-Como lo que saqué del
agua. Eso -y señaló la luna que se reflejaba en el agua del río.
Y sin hacerle más caso,
siguió comiendo despacito para que el puma viera que no le tenía miedo.
-Y.. ¿cómo lo sacaste?
-Muy sencillo, mi
hermano. Me zambullí en el agua y corté un buen pedazote.
-El caso es -dijo el
puma- que yo también tengo hambre.
-Nadie te impide coger lo
que te guste.
-Así es. Tú hablas bien.
Me zambulliré para tomar un buen trozo.
El indiecito no dijo nada
y siguió comiendo su torta. Vio que el puma no se atrevía a meterse en el agua.
Entonces, se levantó y dijo:
-Mira, mi hermano, cómo
es de fácil hacerlo.
Y tras estas palabras, se
zambulló en el río, llevando escondido en su mano un pedacito de torta. Al
adentrarse en el agua se movió el reflejo de la luna, y el puma creyó a pies
juntillas que, verdadera-mente, aquello era de lo que comía el indiecito, que
salió del agua y dirigiéndose al animal le ofreció el pedacito diciendo:
-Aquí tienes. Prueba a
ver si te gusta.
-Es muy sabroso -dijo el
puma engullendo lo que Kenewó le daba. Ahora bajaré al fondo a coger un buen
pedazote, porque tengo mucha, mucha hambre.
Y diciendo eso, comenzó a
meterse en el río, pero las aguas estaban bien frías y es bien sabido que al
puma no le gusta el agua fría más que para beber.
-¡Oh, vamos! -dijo el
indiecito. Tú lo que quieres es que yo te ayude, ¿no es así? ¡Pues ven acá!
Sumiso y agradecido, el
puma se acercó a Kenewó que se fue derecho a una gran piedra y se la puso al
cuello atada con una fuerte liana.
-Con esto -le dijo-
llegarás enseguida al fondo. Pero elige bien y sube pronto, para que puedas
comer tranquilo.
-Así lo haré. ¡Gracias
por tu ayuda! -dijo el puma.
Caminó casi hasta el
centro del río. Kenewó le acompañaba, llevando la piedra que le había atado al
cuello. Al llegar donde comenzaba la profundidad, el indiecito arrojó con fuerza
la piedra, que tiró del puma y lo arrastró al fondo del río.
Como es lógico y natural,
el puma quedó para siempre en el fondo y Kenewó se libró de él.
Una vez más, la razón y
la inteligencia, además de la prudencia, se manifestaron por encima del
peligro y la maldad. No
sé si será verdad o no, pero lo cierto es que así me lo contaron y así lo
cuento y lo contaré yo.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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