Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Kenewó

Allá, en lo más profundo de la espesura, donde habita el puma, el ocelote y también esa laboriosa araña que consume el día te­jiendo su fuerte tela para deslumbrar y atrapar a cualquier insecto que se le ocurra pasar por sus dominios, existía una cómo­da y agradable gruta que, durante el día, era tan fresca como el aire que producen los frondosos árbo­les y las heladas aguas de los caudalosos y susurrantes ríos. En la noche resultaba calentica y tibia, como las doradas y suaves arenas de las playas por donde se pasea el sol.
A esta gruta llegó un joven indio que andaba a la caza de la danta, porque tenía necesidad de conseguir reserva de co­mida. Entró en silencio por si estaba habitada, pero vio que no había nada y decidió quedarse en ella.
Hizo unos agujeros en la pared y en ellos introdujo unos fuertes trozos de rama gruesa. Cuando comprobó que eran seguros y resistentes, colgó su chinchorro y, aprovechando unas rugosidades de las paredes de la cueva, colocó su totu­ma y también sus flechas y su cerbatana. Una vez que dejó todo acomodado, salió para conocer bien aquellos lugares y ver si había algún río o arroyo cuyas aguas le sirvieran para beber y bañarse.
Exploró detenidamente todos sus alrededores y se dio cuenta de que había encontrado un buen sitio para vivir y cazar cómodamente. También podría pescar, porque a juzgar por el cariz que presentaban las aguas, debían habitarlas mu­chos buenos peces.
El indiecito se sentía muy feliz por su hallazgo. Así fue có­mo olvidó su cansancio y los malos ratos que había pasado durante los días que anduvo caminando por trochas y cami­nos de la selva. Aquel era un lindo lugar, donde al parecer te­nía de todo: buena caza, buena pesca, hermosas y jugosas frutas y frescas raíces, y sobre todo la acogedora gruta donde se iba a alojar por un tiempito.
Satisfecho y contento, se dio una buena zambullida en el río y nadó un gran rato. Después cogió unas cuantas frutas, las comió y se adentró en su nueva vivienda a des­cansar. Se sentía tan a gusto que se durmió tranquilito. Pe­ro su sueño fue interrumpido por un crujir de ramas y un ruido profundo, como si fuera la respiración de un gran animal.
Su primera idea fue saltar del chinchorro y descubrir qué o quién producía el extraño ruido. Pero observó que era no­che cerrada y decidió quedarse quieto en su chinchorro y es­perar a que llegase el alba para poder ver bien y con seguridad qué era aquello.
Cuando los primeros rayos del sol iluminaron el interior de la cueva, el indiecito miró atento a su alrededor y pudo comprobar que no había animal ni alimaña que pudiera ha­cerle daño antes de alcanzar sus armas. Así pues, saltó de su chinchorro, cogió sus flechas y su cerbatana, y con cuidado y más precaución, salió al exterior.
Un sol espléndido disipaba la niebla nocturna que aún a rachas se había quedado enredada en la frondosidad de los árboles y que como sutil cortina era recogida por manos in­visibles.
Las hojas de los arbustos y de los árboles, los oscuros tron­cos y todo el verdor de la umbría, parecían el delirio de una inmensa esmeralda convertida en frondosa y húmeda vegeta­ción. Cantos de pájaros, voces de animales, que aún descono­cía el indiecito, rumores de pequeños animalitos que corrían sobre las caídas hojas, y susurro de aguas desperezándose, eran los sonidos que vibraban en la calidez de la boscosidad. La ara­ña seguía tejiendo su llamativa tela, y el paují comenzaba a de­jar el eco de su voz que buscaba caminos entre las enramadas. El cristofué lanzaba su jubiloso grito, y los loros y los guaca­mayos jijeaban formando una gran algarabía al descubrir a la pereza que abría sus luminosos ojillos lentamente, mirando en qué rama iba a realizar su lento acomodo.
El indiecito, al que llamaremos Kenewó, estaba muy asombrado de cuanto iba descubriendo. Todo le encantaba. Miraba las altas copas de los árboles y veía el revolotear de las aves multicolores, en una orgía de luz, movimiento y gri­to. El rocío se deslizaba suave y'con gran elegancia de las ho­jas, para caer en la ávida tierra que lo apresaba entre avara y cariñosa. Todo era como un hermoso sueño, una bendición, un despertar maravilloso y único, en el que hasta lo más mí­nimo sonreía y de los que brotaba esa paz de lo creado en el momento sublime de concebir la mágica idea de una exis­tencia única y amable.
Sí. Aquello le gustaba y, seguramente, cuando consiguie­ra más provisiones, y bien acondicionada y protegida su cue­va, iría en busca de los suyos para que vivieran y disfrutaran de tan idílicos lugares.
Con los ojos bien abiertos y sin pereza alguna, comenzó a internarse en la intrincada selva, buscando las huellas de los distintos animales que por allá habitaban. Vio el rastro de la pavita, que es una especie de gallina salvaje muy apreciada por el grato sabor de su carne, el del puma, y un poco más lejos, el de la danta sobre las bajas enramadas y el blando suelo.
Kenewó estudió detenidamente todas las huellas y las si­guió un buen rato para comprender su rumbo. Se detuvo en medio de los árboles, escuchando los miles de ruidos que lle­naban el paraje. Volvió sobre sus pasos y en medio del cami­no pudo cazar una pavita para su comida.
Al llegar a la gruta, dejó las flechas y la cerbatana al al­cance de su mano, por si de pronto surgía un animal del que hubiera que defenderse. Asó la pavita y comió con buen ape­tito. Luego, por otro camino, exploró cuanto pudo, para sa­ber cómo podía salir o permanecer en la cueva hasta que el peligro pasara o lo resolviera de alguna manera.
Kenewó, después de estar allá unos cuantos días, se sen­tía más feliz aún que cuando llegó. Además, en su gruta vi­vía con mucha seguridad, y tenía cuanto podía necesitar. Le sobraba caza y pesca, y también frutos. Así es que decidió marchar en busca de los suyos. Esperaría a que llegara la lu­na nueva para ver bien los caminos, ya que la selva es mucho más segura de noche que de día.
Pero hete aquí que uno de los atardeceres, cuando des­cansaba junto a un floreado araguaney de hojas intensamen­te moradas, vio avanzar a un enorme puma de brillantes ojos. Kenewó quedó más quieto de lo que estaba, pues sabía muy bien que en aquel momento llevaba las de perder, por­que ni siquiera disponía de una flecha para ahuyentar al ani­mal. Lo observaba con atención y no lo perdía de vista. El puma iba de un lado a otro, olfateando y levantando la ca­beza, seguro de que por allá había un buen bocado para su hambriento estómago. Pero sin saber por qué, silenciosa­mente, casi igual que había llegado, se perdió en la espesura, estremeciendo las hojas caídas con sus sigilosos pasos.
Kenewó comprendió que debía permanecer muy alerta y enseguida se fue a su gruta. Como ya era casi de noche, se subió a su chinchorro y se acostó. Pero antes de hacerlo, en­cendió un fuego sin llama, extendiéndolo a la entrada de la cueva, para evitar el paso de cualquier alimaña.
Al día siguiente, preparó su comida y decidió esperar al puma junto al río, en su orilla. Durante el día, afiló bien sus flechitas, limpió su cerbatana y eligió un buen sitio en el borde de las aguas, por donde podría huir con rapidez en ca­so de mucho peligro.
Al anochecer volvió nuevamente a la orilla y, en la más ab­soluta quietud, esperó.
La selva se fue quedando en silencio porque todos los ha­bitantes se iban retirando a sus nidos o a sus madrigueras dis­puestos, como una noche más, a dormir tranquilos. Los pájaros nocturnos abrieron sus grandes ojotes. Volaron de un árbol a otro para estirar sus alas y lanzaron su grito de alerta, que resonó en la espesura, y quizá más allá de sus confines.
El indiecito quedó atento a la menor señal de la aparición del puma y esperó. Las horas pasaban y el animal no llega­ba. Así las cosas, decidió comerse una tortita de casabe que había hecho. La sacó de su bolsa de lianas que él mismo ha­bía tejido, y comenzó a comer. Pero no había dado más que el primer bocado, cuando vio la sombra del puma muy cer­ca de él. Como en esos tiempos remotos los animales habla­ban y a veces se llevaban muy bien con los seres humanos, el puma dijo:
-¿Qué comes?
-Como lo que saqué del agua. Eso -y señaló la luna que se reflejaba en el agua del río.
Y sin hacerle más caso, siguió comiendo despacito para que el puma viera que no le tenía miedo.
-Y.. ¿cómo lo sacaste?
-Muy sencillo, mi hermano. Me zambullí en el agua y corté un buen pedazote.
-El caso es -dijo el puma- que yo también tengo hambre.
-Nadie te impide coger lo que te guste.
-Así es. Tú hablas bien. Me zambulliré para tomar un buen trozo.
El indiecito no dijo nada y siguió comiendo su torta. Vio que el puma no se atrevía a meterse en el agua. Entonces, se levantó y dijo:
-Mira, mi hermano, cómo es de fácil hacerlo.
Y tras estas palabras, se zambulló en el río, llevando es­condido en su mano un pedacito de torta. Al adentrarse en el agua se movió el reflejo de la luna, y el puma creyó a pies juntillas que, verdadera-mente, aquello era de lo que comía el indiecito, que salió del agua y dirigiéndose al animal le ofre­ció el pedacito diciendo:
-Aquí tienes. Prueba a ver si te gusta.
-Es muy sabroso -dijo el puma engullendo lo que Kene­wó le daba. Ahora bajaré al fondo a coger un buen pedazo­te, porque tengo mucha, mucha hambre.
Y diciendo eso, comenzó a meterse en el río, pero las aguas estaban bien frías y es bien sabido que al puma no le gusta el agua fría más que para beber.
-¡Oh, vamos! -dijo el indiecito. Tú lo que quieres es que yo te ayude, ¿no es así? ¡Pues ven acá!
Sumiso y agradecido, el puma se acercó a Kenewó que se fue derecho a una gran piedra y se la puso al cuello atada con una fuerte liana.
-Con esto -le dijo- llegarás enseguida al fondo. Pero eli­ge bien y sube pronto, para que puedas comer tranquilo.
-Así lo haré. ¡Gracias por tu ayuda! -dijo el puma.
Caminó casi hasta el centro del río. Kenewó le acompaña­ba, llevando la piedra que le había atado al cuello. Al llegar donde comenzaba la profundidad, el indiecito arrojó con fuer­za la piedra, que tiró del puma y lo arrastró al fondo del río.
Como es lógico y natural, el puma quedó para siempre en el fondo y Kenewó se libró de él.
Una vez más, la razón y la inteligencia, además de la pru­dencia, se manifestaron por encima del peligro y la maldad. No sé si será verdad o no, pero lo cierto es que así me lo contaron y así lo cuento y lo contaré yo.

0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070

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