Érase
una vez una familia. El hombre, que era el jefe de la ciudad, se había quedado
viudo y tenía un hijo que era un joven muy trabajador y muy bien parecido.
Decidió volverse a casar, con una muchacha joven y bella.
La
madrastra se enamoró en seguida del muchacho, pero éste no le hacía el menor
caso. El padre, debido a su trabajo, pasaba una noche en casa y otra fuera. La
noche en que estaba fuera, el muchacho se sentía como en una cárcel.
La
madrastra sentía por el muchacho a la vez amor y odio e intentaba conquistarlo
por todos los medios sin ningún resultado. Aprovechando una ausencia de su
marido se propuso seducirlo y le incitó para que hiciesen el amor juntos. El
muchacho la rechazó sin reparos y ella, furiosa, se abalanzó sobre él cuando
intentaba huir. Al cogerle de la camisa para retenerlo le arrancó un trozo de
tela.
El chico
logró escapar, rompiendo la puerta en su intento. Fue a refugiarse en casa de
un amigo, a quien le contó el hecho tan desa-gradable que acababa de ocurrirle.
Al
regresar el padre a su casa, la madrastra le explicó que su hijo había querido
violarla y que ella había tenido que defenderse con todas sus fuerzas. El
padre, ciego de ira, llamó a todos los mandatarios de la comarca y les dijo:
-Mi hijo
ha cometido una acción infame, un hecho repugnante. Ha manchado mi nombre y
eso merece un castigo. Tenemos que encontrarlo.
-Tienes
razón, te ayudaremos a encontrarlo y vengaremos la ofensa que te ha hecho
-asintieron sus amigos.
La noticia
fue corriendo y llegó a oídos del hijo, quien creyó que la única manera de
conseguir el perdón de su padre era presentarse ante él y explicarle lo
sucedido. Su amigo intentó por todos los medios disuadirle:
-No
vayas, tu padre está muy enfadado y no querrá escucharte. Te matará antes de
que hayas podido contarle nada.
-No me
queda más remedio. Si de veras me quiere, me escuchará, estoy seguro, y me
perdonará.
Y
seguidamente partió al encuentro de su padre. Al encontrarlo le dijo:
-Padre,
sé que te han envenenado contándote que yo cometí una acción infáme, pero no es
verdad. Si quieres demostrar la inocencia de tu hijo, si lo quieres de verdad,
debemos ir ante un juez. Proba-blemente él nos solucio-nará este problema.
El
padre, lleno de tristeza, escuchó atentamente aquellas palabras y, tras unos
momentos de reflexión, contestó:
-No hay
ningún problema si de veras sirve de algo.
Y se
fueron los dos en busca de un juez.
Al
encontrarlo le explicaron toda la historia y, al concluir, éste les dijo, después
de haber meditado un rato sobre ello:
-La
cuestión es muy simple. Si de veras el chico quiso violar a su madrastra, se
puede demostrar. Quiero saber si el pedazo de camisa arrancado pertenece a la
parte delantera o a la parte de atrás.
Mandó
traer el trozo de tela que aún estaba en poder de la ma-drastra, quien lo
entregó convencida de que sería la prueba definitiva para condenar al muchacho.
El juez
lo examinó con atención y le dijo al padre:
-Señor,
su hijo es inocente. Este pedazo de ropa pertenece a la parte trasera de la
camisa, y esto demuestra que se la rompieron cuando intentaba huir. Si por el
contrario la camisa estuviese rota por delante, podríamos creer que era el
muchacho quien atacaba a su madrastra. Su hijo es inocente porque huía de la mujer.
Tras
escuchar el veredicto del juez, el padre abrazó a su hijo llorando y,
pidiéndole perdón, le dijo:
-Hijo,
no sé cómo he podido pensar que eras capaz de hacer una acción semejante. Me
cegaron los celos y me dejé engañar por mi mujer. Perdóname.
-Yo sólo
quería demostrar la verdad. Te quiero mucho, padre, por ello es muy importante
que entre nosotros reine la paz y que tú estés orgulloso del hijo que lleva tu
nombre.
El
padre, después de recibir el perdón de su hijo, le propuso llevarlo delante
del consejo para que viesen que era inocente y que volviese a la jaima para seguir viviendo juntos, pero
el chico no aceptó:
-Padre,
yo deseo irme muy lejos, donde el nombre que llevo sea desconocido, para que no
lo vuelva a manchar.
El padre
insistió:
-No es
necesario, hijo, todo el mundo sabe que eres inocente. Quiero que permanezcas
conmigo. No aumentes mi pena con tu marcha.
El muchacho
le explicó a su padre que era preciso que se marchara, así podría conocer mundo
y hacer una nueva vida.
El
padre, tras esas palabras de su hijo, llenas de cariño, accedió a su petición,
le preparó caballos y comida y se despidieron.
El chico
estuvo cabalgando días y días sin rumbo fijo. Un día, cuando ya sólo le quedaba
un mendrugo de pan seco y muy poca agua, se sentó para comer y descansar un
poco. Al poco rato llegaron dos personas y le dijeron que él era quien debía
invitarlos, pues había llegado el primero y así se debía actuar según la
tradición.
-De
acuerdo -dijo el joven-, lo que tengo nos lo repartiremos entre los tres.
Comieron
y bebieron de lo que él tenía. Mientras, les contó su historia y el porqué
estaba allí. Como el nombre de su padre era muy famoso, se quedaron extrañados
de lo ocurrido y le invitaron a seguir el viaje en su compañía.
Siguieroñ
cabalgando y vieron una casa, último vestigio de una ciudad que había sido
asolada por un terremoto. Todos los habitantes habían muerto, excepto dos
hermanas que vivían en la casa. La mayor llevaba luto y estaba siempre encerrada
en su habitación, mientras que la pequeña miraba siempre por la ventana.
Al ver
llegar a los tres jinetes avisó a su hermana y ésta le dijo:
-No es
posible. ¿Quién quieres que venga a este lugar?
La
pequeña insisitió en que fuese a mirar por la ventana y, al asomarse, vio, en
efecto, aproximarse a los tres jinetes. Los recibie-ron con todos los honores y
los acogieron durante tres días y tres noches, como manda la hospitalidad de
los pueblos árabes.
Pasados
los tres días, las muchachas les pidieron que se quedasen a vivir con ellas.
Pero había un problema: los amigos eran tres y las muchachas sólo dos. El
muchacho les preguntó si conocían el nombre de su padre y, al responder
afirmativamente, decidió que debía seguir su camino para cumplir la promesa
que le había hecho.
Sus dos
amigos se casaron con las hermanas y todos juntos celebraron el
acontecimiento.
Al
despedirse, la hermana mayor le entregó un anillo y le dijo:
-Siempre
que quieras ver cumplidos tus deseos, debes darle la vuelta.
La más
joven le prometió:
-Yo no
te voy a dar nada, pero cuando te encuentres en un gran apuro, acudiré en tu
ayuda.
Reanudó
su viaje y tras unos días de camino encontró a un pastor que cuidaba un rebaño
de cabras. Quiso saber a quién pertenecía y él le contestó:
-Es
propiedad de una chica que tiene cuatro hermanos y dicen que quien se case con
ella volverá a ser joven.
El
muchacho se mostró incrédulo y le preguntó:
-¿Dónde
vive esa chica? ¿Y sus hermanos qué hacen?
-Vive en
aquella casa que se divisa a lo lejos. Ella siempre se queda en la casa, pero
sus hermanos salen a combatir. Cada día se enfrentan a cien hombres, los matan
a todos y vuelven victoriosos al anochecer.
-¿Por
dónde se llega hasta la casa? -continuó preguntando.
-Es
aconsejable que no vayas porque la chica tiene miedo a sus hermanos y no te
dejará entrar. Y si ellos te ven te matarán.
El
muchacho volvió a insistir hasta que el pastor le indicó el camino.
Aquella
noche se quedó acampado en las cercanías con la intención de visitar a la
muchacha al día siguiente.
La chica
tenía un libro muy antiguo, heredado de sus antepasa-dos, lleno de historias.
En una de ellas aparecía su propio nombre y la historia de su vida junto al
nombre y la historia del hombre con el que se casaría.
Cuando
vio por la ventana que un desconocido se acercaba a su casa, le gritó
enfadada:
-¿Quién
eres? ¿Qué quieres viniendo aquí?
El chico
le dijo su nombre y que quería hospedarse aquella noche en su casa. Ella le
contestó que era imposible y que se marchase. Pero al dar la vuelta para
entrar, recordó de repente el nombre del chico y optó, a pesar del miedo que
le inspiraban sus hermanos, por dejarlo pasar la noche en su casa.
Al
regresar los hermanos de su feroz lucha, vieron en la cuadra un caballo y una
silla de montar. Entraron apresuradamente a ver qué ocurría. La hermana les
contó que tenía un huésped esa noche y que venía de muy lejos. Ciegos de ira,
encerraron al muchacho en una habitación oscura y reprendieron a la chica,
diciéndole que no podía dejar entrar a nadie, que ya se lo habían dicho muchas
veces.
Cuando
sus hermanos estuvieron dormidos fue a ver al prisionero y le preguntó:
-¿Cómo
estás?
-Yo muy
bien. Hasta ahora nunca había encontrado una familia que tratase de este modo a
sus huéspedes. Para tenerme encarcelado hubiese sido mejor que no me ofrecieses
tu hospitalidad.
La
chica, afectada por las palabras del muchacho, fue a ver a sus hermanos y les
recriminó su forma de actuar, diciéndoles que era una vergüenza tratar a los
huéspedes de aquel modo.
Se
convencieron y dejaron al hombre en libertad. Le pidieron disculpas y le
invitaron a sentarse y a compartir la conversación con ellos. Quedaron todos
sorprendidos por la profundidad y la importancia de todo lo que decía.
Permaneció
en la casa algunos días más, pues la chica le había dicho que no podía partir
hasta que ella se lo dijera. Mientras, los hermanos seguían luchando durante el
día y volviendo a reponer fuerzas por la noche.
Una
mañana el chico quería acompañarlos, pero el hermano mayor objetó:
-Si tú
vienes, tendremos que luchar contra quinientos hombres en vez de cuatrocientos.
La chica
intercedió en su favor, diciendo que sólo las mujeres permanecían en casa, y
así, de paso, podría saber si era valiente su futuro marido, tal como predecían
las historias escritas.
Tras
unos momentos de vacilación, los hermanos optaron por llevarlo con ellos y
partieron juntos a pelear.
Nada más
llegar al campo de batalla vieron que, en efecto, aquel día había quinientos
hombres armados.
Cuando
los vio, dijo a los hermanos de la chica:
-Dejadme
a mí, yo solo lucharé contra ellos.
-Son
muchos, no podemos permitirlo -le contestaron.
Insistió
tanto, que llegó a convencerlos y accedieron no sin sentir temor. Pero muy
pronto se tranquilizaron al ver que iba ganando terreno a sus adversarios y los
vencía uno tras otro, hasta acabar con todos.
Uno de
los hermanos regresó a la casa. La chica, al verlo, le riñó:
-Eres un
cobarde. Has dejado a tus hermanos y a nuestro hués-ped solos ante el enemigo.
¡Quizá hayan muerto!
Él,
sonriendo, le contestó:
-No es
cierto. Hoy, nosotros no hemos luchado. Al llegar al campo de batalla, nuestro
huésped insistió en luchar solo contra el enemigo, y la batalla está
finalizando a su favor.
Estuvo
luchando hasta que no quedó ni uno vivo y regresó donde estaban sus amigos
sentados, contemplando el combate:
-Buena
batalla hemos visto hoy. No sabíamos que fueses tan buen guerrero. Volvamos
ya.
-No voy
a regresar aún. Permaneceré un rato aquí y vendré más tarde.
Cuando
llegaron solos, la hermana los reprendió muy enfadada:
-¿Qué le
ha ocurrido a nuestro huésped? ¿Cómo no viene con vosostros?
Aceptó
la explicación algo recelosa y empezó a preparar la comida.
Una vez
solo, el muchacho apoyó su espalda sobre una roca y se quedó pensativo mirando
los cadáveres esparcidos aquí y allá. De repente surgió de entre ellos un viejo
con una larga barba blanca, que pasando entre ellos hacía que se levantaran,
arreglaran sus vestiduras y se prepararan para partir de nuevo.
Se
dirigió rápido hacia él, le llamó y le preguntó:
-¿Qué es
lo que haces?
-Les doy
a beber un agua que hace resucitar a los muertos.
Comprendió
inmediatamente por qué sus amigos luchaban día tras día con el mismo número de
hombres, entendió de dónde sacaba el enemigo tantos guerreros.
Mató al
viejo y a todos los que ya habían vuelto a la vida y pensó: «Ahora sí que se
acabó definitivamente.»
Regresó
a la vivienda donde le esperaban sus amigos, conversaron, comieron y se
retiraron a dormir.
Al día
siguiente los hermanos se levantaron temprano y se prepararon como de costumbre.
Cuando llegaron al campo de batalla, lo encontraron lleno de cadáveres.
Esperaron un buen rato, pero nadie se presentó para combatir aquel día.
Decidieron
volverse a casa. La hermana, sorprendida de verlos llegar tan pronto, les
preguntó la causa. Ellos le contaron lo que habían visto y le pidieron a su
huésped si sabía algo de lo ocurrido. Éste les contó toda la historia del viejo
y de los soldados que resucitaban y volvían a enfrentarse al día siguiente
con ellos.
Junto a
un sentimiento de admiración se despertó un sentimiento de envidia hacia este
muchacho tan valiente.
La chica
estaba cada día más interesada en él, hasta que un día le dijo que quería
casarse, pero el muchacho le respondió que no podía ser a causa de la envidia
de sus hermanos. Ella insistió, porque se acordaba de la historia que había
visto escrita y creía que podría convencerlos.
Les
expuso sus intenciones y, tal como pensaba, le contestaron que no lo
aprobarían nunca. No insistió y se retiró ciega de ira. Por la noche, cuando
todos dormían, se levantó y los mató con su propia espada.
Al día
siguiente le contó al muchacho lo ocurrido, diciéndole que no tenía otra
opción porque no habían tenido en cuenta sus sentimientos hacia él.
Éste,
aterrorizado, montó en cólera, la riñó muchísimo y se dispuso a marcharse. Pero
ella lo retuvo, convenciéndole de que no podía haber hecho otra cosa porque
estaba escrito que ellos dos tenían que casarse. Y le mostró el libro con las
historias escritas.
Ya que
lo hecho hecho está y nadie puede cambiar el rumbo de la vida, aceptó a
regañadientes.
Se
casaron y vivieron felices mucho tiempo. Él se dedicaba a la caza y ella al
hogar. Pero el rey de aquel lugar, que siempre se había interesado por aquella
muchacha tan hermosa y nunca se había atrevido a acercarse a ella por miedo a
los hermanos, cuando se enteró de que éstos habían muerto decidió conquistar a
la chica.
Se
enteró de que su marido dedicaba todo el día a cazar y que podía ser fácil
quitarlo de en medio. Envió unos soldados para asesinarlo, pero el muchacho
los ganó y, en vez de matarlos, les fue cortando a uno la nariz, a otro la
lengua, a otro un brazo... y los mandó volver a su señor. Éste insistió,
mandándole un grupo más numeroso de soldados, a los que también derrotó.
La mujer
estaba muy inquieta por estos hechos. Un día, antes de que su marido abandonase
la casa, vio por la ventana a numerosos soldados que la estaban rodeando.
Éstos le gritaron que venían a llevárselo por orden del rey para ir a la
guerra.
Él se
puso a reír, salió, los mató a todos menos a uno, a quien envió al rey para que
le contara lo ocurrido. Después salió tranquilamente a cazar como cada día.
El rey,
cada vez más furioso, no sabía qué hacer, hasta que se le ocurrió consultar a
una vieja. Le explicó sus planes y ella le dijo que no mandase más soldados a
morir, que los reservase para cuando fueran necesarios. Tenía un plan mejor,
bien estudiado, que ella misma llevaría a cabo. Le pidió solamente dos hombres,
unas cuantas joyas y que tuviera paciencia.
Esperó a
que el marido saliera a cazar y aprovechó para hacerle una visita a la mujer y
enseñarle las joyas que traía. Ella, como nunca recibía visitas, la dejó pasar
sin recelar nada y quedó entusiasmada con las joyas que le ofrecía la vieja.
Esta le explicó que vivía allí cerca y que se ganaba la vida vendiendo joyas a
las señoras. También le preguntó a qué se dedicaban ella y su marido, con el
fin de ganarse su confianza.
Volvió
al día siguiente y también al otro, siempre aprovechando las ausencias del
marido. Hablaban y hablaban y empezaron a hacer-se confiden-cias. La vieja le
sugirió que debería conocer mejor a su marido, que podían explicarse secretos
mutuamente. La muchacha pensó que tenía razón, puesto que, aunque eran muy
felices, no llevaban mucho tiempo casados y se conocían poco.
Por la
noche le dijo:
-Creo
que deberíamos saber más cosas el uno del otro. Podríamos contarnos nuestros
secretos. Primero empiezo yo y luego sigues tú.
La mujer
empezó a hacerle confidencias y el hombre le explicó:
-A mí,
lo que más me horroriza es perder un sequin
que llevo escondido en la espalda, que me da toda la fuerza que tengo. Si
llegara a ocurrir eso me quedaría inmóvil hasta morir.
Continuaron
hablando y le explicó que también tenía un anillo que al darle la vuelta hacía
que se cumpliesen todos sus deseos.
Cierto
día, mientras limpiaba una gacela en el río, se dio cuenta de que había perdido
el anillo. Pero no le dio demasiada importancia.
Mientras
tanto, las visitas de la vieja continuaban y la confianza entre las dos
mujeres aumentaba. Un buen día le preguntó:
-¿Tu
marido trae siempre alguna pieza cuando sale a cazar?
-Algunas
veces sí y otras no. Depende de lo que encuentre o pueda coger -respondió.
La vieja
permaneció silenciosa un rato y añadió que ella sabía que los días que no traía
nada visitaba a una mujer muy bella que vivía en las cercanías. Añadió que no
pretendía sembrar la discordia entre ellos, sino que viviesen más felices y si
le decía aquello era para que no se dejase engañar por él.
La mujer
se quedó muy inquieta y empezó a sentir celos.
Al día
siguiente la vieja, que ya sabía que el marido había perdido su anillo, le
preguntó a la chica si sabía dónde estaba éste. Al responderle negativa-mente,
añadió:
-Se lo
ha regalado a esa hermosa mujer que visita. Si quieres yo puedo exorcizarlo
para que deje de quererla y vuelva a ti.
Muy
preocupada y triste, la mujer aceptó la propuesta de la vieja, quien empezó a
darle instrucciones:
-Debemos
esperar a que duerma profundamente para quitarle el sequin, y cuando esté inmóvil, cerraremos bien puertas y ventanas.
Me dejas sola en la habitación con él, quemaré incienso y leeré algo para
librarlo del hechizo de esa mujer.
La
muchacha aceptó encantada.
Esperó
impaciente el regreso de su marido. Por la noche cuando dormía le quitó el sequin y al acto su marido quedó sin
sentido, completamente inmóvil. Llamó a la vieja y le dijo:
-Aquí
está mi marido. Confío en ti para que lo libres de su mal.
La vieja
hizo lo que habían acordado y salió de la habitación. Le comentó a la mujer,
que esperaba impaciente, que no debía entrar, pues todavía tenían que salir los
males del cuerpo de su marido. Ella así lo hizo, esperando su prontacuración.
Se
marchó la vieja llevando consigo el sequin que le había quitado al hombre y lo
entregó a uno de los soldados que aguardaban escondidos junto al camino. Al
pasar junto al mar lo tiró al fondo y quedó clavado en una roca.
La vieja
se fue a ver al rey y le explicó que el hombre a quien temía yacía indefenso en
su cama. Era el momento de mandar a alguien a buscar a la mujer deseada.
Ordenó a
unos hombres que la trajesen inmediatamente y anunció a las gentes de la
comarca que se casaría en seguida con ella, pues, según la leyenda, quería
volverse joven.
La
mujer, al conocer las intenciones del rey, le dijo que no era posible, que
debía guardar luto por la muerte de su marido y que habría que aplazar la
boda. Al rey no le quedó más remedio que aceptar y dijo a todo el mundo que al
cabo de tres meses se casarían.
Mientras
tanto, el marido, que seguía inmóvil en su cama, vio cómo llegaban los amigos
que había dejado en la ciudad destruida con sus respectivas mujeres.
Aparecieron cuando se encontraba en apuros, tal como le había prometido la hermana
menor. Éste se tiró al fondo del mar, recogió el sequin y se lo volvió a
colocar en la espalda.
Se
recuperó, preguntó qué había ocurrido y dónde estaba su mujer. Sus amigos le
informaron de todo y decidió ir a buscarla. Recogió sus vestidos y sus joyas y
dejó a sus amigos la casa y todo lo que en ella había.
Partió
hacia la ciudad y al llegar cerca se disfrazó con las ropas de su esposa para
poder buscarla mejor.
Deambulando
por las calles encontró a una mujer muy pobre rodeada de sus hijos. Estaba
preparando la cena, como cada día, en una cacerola con agua puesta al fuego
sobre piedras. Al preguntarle por qué lo hacía, ella le respondió que era para
entretener el hambre de sus niños, a quienes decía:
-Dormid,
niños, que pronto estará preparada la cena.
Apenado,
se fue a comprar alimentos y ropa para esa familia tan pobre y se hizo amigo
de ella. Se quedó con ellos un tiempo y un día les contó su historia. La mujer
le dijo que su esposa estaba en casa del rey, sin poder salir porque estaba de
luto y sin poder hablar más que con mujeres.
Elaboraron
un plan para visitarla:
-Yo he
traído conmigo las ropas y las joyas de mi esposa. Tú intentarás entrar en la
casa del rey con la intención de vendérselas a su futura esposa. Aunque al
principio desconfíe, quizá llegue a acceder para contentarla.
Así lo
hicieron. La mujer pobre llegó hasta la puerta y habló con los guardianes para
que la dejasen pasar. Estos fueron a consultarlo con el rey y, mientras tanto,
su futura esposa, que ya se había enterado de la presencia de aquella mujer,
mandó llamarla.
Una vez
estuvo ante su presencia le contó toda la historia de su marido y que estaba
allí, muy cerca, para liberarla en el momento oportuno. Acordaron que al día
siguiente vendrían los dos, con muchos vestidos y joyas para escoger los más
apropiados para la ceremonia.
Cuando
estuvieron juntos, la mujer se mostró muy emocionada y feliz. Le pidió que
perdonase su debilidad al creer las patrañas de aquella vieja y confiar en
ella, pues su única intención era recuperar su amor y así vivir juntos y
felices.
El
marido la perdonó de todo corazón y le dijo que a partir de los errores se
podía aprender y empezar de nuevo. Y se dispusieron a planearlo todo para salir
de la situación en la que se encontraban.
Como
faltaba poco tiempo para que se acabase el luto y se celebrase la boda, fueron
cada día a ver a la mujer para prepararle un bonito ajuar, a lo que el rey no
se opuso.
El día
señalado, la muchacha, después de la ceremonia, se retiró a sus habitaciones,
en las que le estaba aguardando su marido.
La
fiesta fue un gran acontecimiento. Todo el mundo comió y bailó hasta muy
tarde. El rey se había casado por fin con la muchacha y recuperaría su
juventud.
Cuando
fue al encuentro de su esposa, el marido, que le esperaba escondido, lo mató.
Le cortó la cabeza y lo enterró.
Pasaron
juntos la noche y al día siguiente se vistió con las ropas del rey y se
presentó ante su gente. Todos creyeron que se había cumplido la leyenda.
Juntos
gobernaron aquel país durante muchos años, con gran sabiduría y justicia. Fueron
muy felices y tuvieron muchos hijos.