Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 25 de mayo de 2012

El zorro y el erizo

Estaba el zorro caminando y vio una camella. El erizo, que estaba a su lado, le dijo:
-Vamos a echar una carrera. Quien de los dos llegue pri­mero se quedará con ella.
El zorro fue el más rápido y cuando llegó se montó enci­ma de la camella. El erizo, dolido, le dijo a su amigo el zorro que le dejase montar con él, y éste respondió:
-Cuando me recites un gaaf [1].
En tono solemne el erizo empezó:

Quien pasó la noche andando
 detrás de una bonita mujer...

-Sube, ponte en la parte de atrás y recítame otro poema -ordenó el zorro.
Subió rápido el erizo y le contestó:
-Lo recitaré si me dejas sentar en la parte delantera.
Y empezaron a pelearse, a darse empujones para ver quién podía ir sentado delante, mientras la camella continuaba an­dando apaciblemente. Se cayó el zorro y se quedó montado el erizo.
El zorro decidió ir a ver a un juez y plantearle el problema. Le contó lo sucedido y dijo el juez:
-Voy a darle la camella a quien de vosotros me traiga un caracol lleno con su propio sudor.
Se marcharon los dos para hacer lo que les había encar­gado el juez.
Estuvo el zorro todo el día corriendo, pero cuanto sudaba se lo secaba el viento. El erizo se sentó bajo una guerba y apro­vechó su goteo hasta que se llenaron todas sus espinas de agua. Después, se sacudió hasta llenar el caracol y se presen­tó ante el juez.
El zorro empezó a explicarse:
-Yo estuve corriendo todo el día, pero no pude recoger nada porque todo lo que sudé se lo llevó el viento.
Mostró el erizo su caracol lleno y el juez sentenció:
-La camella la consiguió el erizo con su sudor.
El zorro no quedó convencido con esta sentencia y le dijo al erizo:
-Tenemos que ir a otro juez más justo.
El erizo accedió a regañadientes y cuando estuvieron ante el nuevo juez éste les dijo:
-Cada uno cogerá un rebaño de ovejas y lo llevará al pas­to. Quien de vosotros dos traiga el ganado mejor alimentado será el dueño de la camella.
El zorro se llevó su rebaño a un lugar donde había abun­dante hierba y estuvo todo el día trabajando hasta que todas las ovejas estuvieron hartas. Al ponerse el sol las devolvió al redil.
El erizo, en cambio, hizo correr todo el día el rebaño alre­dedor del redil sin dejarlas comer ni beber nada. Al llegar la noche las ovejas estaban agotadas y cayeron rendidas en un profundo sueño.
Durante la noche, al subir la luna, las ovejas del zorro em­pezaron a despertarse y a balar, mientras que las del erizo no podían abrir los ojos de cansancio.
El juez, al ver el comportamiento de los dos rebaños, dijo:
-Está bien claro que las ovejas del zorro tienen hambre y, al contrario, las del erizo están tan hartas que no pueden ni moverse. Para él será la camella.
Volvió el zorro a protestar por esta decisión y el juez acce­dió a otra prueba. Les dijo:
-Mañana, al amanecer, cada uno saldrá con un saco va­cío y deberá traerlo al anochecer lleno de n'big.
Al día siguiente, salió el zorro de madrugada y estuvo recolectando n'big durante todo el día. Al llegar la noche regre­só muy cansado y cayó rendido por el sueño.
Mientras, el erizo, que había estado durmiendo y descan­sando tranquila-mente durante todo el día, esperaba escondi­do la llegada del zorro. Y, cuando lo vio profundamente dor­mido, cogió el saco lleno de n'big y lo vació en el suyo. Lue­go fue a buscar excrementos de cabra y llenó con ellos el saco del zorro.
Al día siguiente se presentaron ambos ante el juez y mos­traron el contenido de sus sacos. De nuevo, el juez otorgó la camella al erizo ante la desesperación del zorro, que no con­seguía entender lo que había ocurrido.

051 Anónimo (saharaui)

[1] Gaaf: Poema corto.

El viaje de shertat y su mujer

Una vez, Shertat fue con su mujer a ver a su familia y, nada más llegar, sus suegros les obsequiaron matando una cabra.
A la mañana siguiente, cuando Shertat y su mujer iban a despe-dirse de sus suegros, el primero comentó a su mujer:
-Yo prefiero ir a buscar nuestra jaima para instalarnos cer­ca de esta gente que tiene cabras.
Y contestó la mujer:
-Soy de la misma opinión.
De regreso a su jaima empezaron a hacer el equipaje y al día siguiente por la mañana cargaron sus camellos con sus pertenencias y con la jaima. Emprendieron el camino hacia donde vivían los suegros de Shertat y éstos, al verlos llegar, fueron a recibirlos para ayudarlos a descargar. Shertat se apre­suró a decir:
-¡No, no! Haced sólo lo que la gente hace cuando recibe a sus huéspedes.
Un familiar preguntó:
-¿Qué es lo que debemos hacer?
Y Shertat respondió:
-Id donde está el ganado, buscad la mejor pieza, traedla y degolladla.


051 Anónimo (saharaui)

El viaje de shertat y su madre

Una vez, Shertat y su madre se fueron de viaje. Pasaron dos días cruzando el desierto sin comer nada y Shertat estaba muy hambriento. De repente, le dijo a su madre:
-De ahora en adelante, cuando yo cace una gacela, tie­nes que traer tu gadhat [1] para recoger su sangre, pues la per­demos siempre y ahora nos vamos a morir de hambre si no lo aprovechamos todo.
Al cabo de un rato, cuando ya había oscurecido, pasó tro­tando el león. Shertat vio su silueta y creyó que era una gace­la. Corrió detrás de él. Cuando le dio alcance se abalanzó so­bre el león y éste, furioso, se revolvió contra él y lo cogió por la garganta con intención de estrangularlo. Apretó tan fuerte, tan fuerte, que Shertat explotó por detrás.
La madre, que esperaba atentamente con su gadhat a pun­to, fue corriendo y la puso debajo para recoger lo que ella creía sangre, hasta que se llenó y volvió al lugar donde estaban acampados. Empezó a encender el fuego para preparar la cena.
El león no dejó a Shertat hasta que se desmayó. Cuando recobró el conocimiento se fue hacia donde estaba su madre. La encontró muy ocupada trabajando y le preguntó:
-¿Qué estás haciendo?
-Estoy preparando la cena con la sangre de la gacela que has cogido.
-¡Que te vuelvas! [2], -exclamó furioso Shertat-. ¿Siem­pre que ves a dos jugando tienes que venir con tu gadhat? Lo que tú has visto era un juego entre el león y yo.

051 Anónimo (saharaui)


[1] Gadhat: Cuenco de madera para beber leche.
[2] Expresión popular que significa «¡lárgate!».

El pescador y el ifrit

Había una vez un pescador con una familia muy numero­sa, que se mantenía únicamente con lo que el buen hombre podía lograr en su continua lucha diaria con las marejadas y los fuertes vientos de la mar.
Su vida transcurría sin muchas novedades, hasta que un buen día su mujer dio a luz y trajo así una nueva boca a la que alimentar. El pescador quiso obsequiar a su esposa ha­ciéndole un plato especial y salió de su casa deambulando has­ta llegar a la panadería. Entró saludando al panadero y le ex­plicó la situación, pidiéndole que le fiara unos panes y que le pagaría cuando pudiera. El panadero le entregó dos panes, pues conocía bien al buen hombre.
Al amanecer del día siguiente el pescador se dirigió al mar como de costumbre. Estuvo todo el tiempo intentando pes­car algo, pero fueron vanos todos sus esfuerzos, pasó todo el día enfrentado a las olas y las vicisitudes del mar sin lograr un solo pez.
Lleno de frío, tembloroso y fatigado, fue y se sentó sobre una roca pensativo y triste. De repente brotó ante sí un ifrit, que le preguntó:
-¿Por qué estás triste, buen pescador?
-Soy el cabeza de una numerosa familia cuyo único sus­tento es lo que pueda traer con el esfuerzo de mi trabajo y, como ves, hoy he estado todo el día intentando coger algún pez, sin que ni uno solo picara mi anzuelo.
-Yo te ayudaré, pero a cambio tienes que traerme ver­dura fresca del mercado.
El pescador aceptó el acuerdo lleno de alegría. De no se sabe dónde, el ifrit sacó una bolsa llena de oro y se la tendió.
Jovial y contento, el pescador salió corriendo hasta llegar a la panadería, pagando todo lo que le debía al panadero y com­prando además todo lo que pudiese necesitar su familia.
Fue luego al mercado y compró una gran cantidad de fru­tas y verduras, que llevó al día siguiente junto al mar, donde le estaba esperando su amigo, quien a cambio de las verdu­ras le obsequió con más oro.
En aquel entonces fue robada una gran cantidad de oro a la hija del shej, y como había corrido la voz de que el pesca­dor tenía mucho oro fue llamado a su presencia.
El buen hombre mantuvo la calma y ante las preguntas del shej les dijo si conocían la clase y el color del oro robado, y les enseñó las piezas que él poseía, que no eran las roba­das. La princesa, avergon-zada y muy agradecida, le pidió perdón y mandó que fuese recom-pensado.
Pasaron los días, los meses y los años, y el pescador se enriquecía más y más sin olvidar nunca a su buen amigo el ifrit. Un buen día le dijo que quería peregrinar a La Meca y que deseaba que le acom-pañara. El ifrit estuvo de acuerdo y empezaron los preparativos para el largo viaje.
A la aurora siguiente se pusieron en camino hacia La Meca. A su paso por un poblado vieron un entierro y todos los que lo acom-pañaban tocaban tambores y reían contentos. Extra­ñado, el pescador preguntó:
-¿Cómo es posible que a un muerto se le acompañe con tanta alegría y jolgorio en vez de tristeza y lágrimas?
-Así despedimos a nuestros muertos -aclaró el ifrit. Siguiendo su largo peregrinar, encontraron una familia que se deshacía en llanto y dolor ante un recién nacido.
-¿Cómo es posible que estén tan tristes habiendo traído al mundo un nuevo ser? -preguntó atónito el pescador.
-¿Cómo celebráis vosotros los nacimientos? -dijo el ifrit.
-Nosotros nos alegramos cuando nace alguien y, al con­trario, nos entristece la muerte.
-Ésta es una diferencia entre tú y yo.
Y, devolviéndole a su tierra, se despidieron para siempre.

0.051.0 saharahui



[1] Ifrit: Ser fantástico, especie de diablo, aunque no tan malvado como el yinn.

El pastor y el búho

Había una vez un hombre saharaui que, como era cos­tumbre, llevaba su rebaño para venderlo en el zoco junto con otros pastores. Viajaban juntos, pero como el rebaño de este hombre era muy grande, avanzaban despacio. Un día sus com­pañeros de viaje le dijeron:
-Mientras lleves tantos corderos no podremos viajar jun­tos, no llegaremos nunca.
Cogió su camello y su rebaño y se fue. Anduvo y anduvo hasta que llegó a un lugar que no estaba muy lejos de donde había partido. Atardecía ya y apareció un búho gritando y sal­tando a su alrededor y el hombre le dijo:
-¿Quieres comprarme estos corderos?
El búho dio un grito y se calló.
-¿A qué precio los vas a comprar?
El búho respondió con otro grito.
-De acuerdo, te los vendo por este precio.
De nuevo el búho contestó con un grito.
-Vendré a verte dentro de un mes.
Dio un grito por última vez y el búho se alejó volando.
El hombre pasó la noche allí y al día siguiente regresó don­de estaban sus amigos, quienes al verlo le preguntaron:
-¿Dónde está tu rebaño? ¿Qué has hecho con él?
-Se lo vendí todo a un búho que me encontré -explicó.
-¿Qué? -insistieron sus sorprendidos amigos.
-Pues sí, se lo he vendido a un búho.
Los amigos no creyeron nada de lo que el hombre les con­taba y decidieron ir en busca del rebaño.
-¿Dónde vais? -les preguntó-. No encontraréis nada, ya os he dicho que se lo vendí a un búho.
Sus amigos no hicieron caso y fueron a buscar el rebaño.
Al llegar donde estaba el búho sólo vieron los huesos y la lana. No quedaba ni un cordero vivo y regresaron.
El día en que se cumplía un mes de la venta, montó el hombre en su camello y partió en busca del búho.
Lo encontró en el lugar acordado y le preguntó:
-¿Has preparado lo que me debes?
El búho gritó y empezó a volar. El hombre salió cabalgan­do detrás de él. Cada vez que lo alcanzaba, levantaba el vuelo y volvía a esperar que lo alcanzase. De este modo llegaron ante una recóndita cueva y el búho penetró en ella. El hom­bre descabalgó para seguirle y lo encontró posado encima de una piedra grande y plana. Al acercarse vio por una rendija que debajo había una tinaja llena de monedas de oro.
El hombre la cogió y el búho se marchó volando. Empezó a contar las monedas hasta que reunió la cantidad acordada con el búho por el rebaño. Luego, volvió a dejar la tinaja con el resto de las monedas debajo de la piedra y se marchó.
Al llegar junto a su familia, ésta se quedó sorprendida y quiso saber dónde estaba la cueva. El hombre les dijo:
-Yo tengo el dinero que me debía el búho. Nunca os en­señaré el lugar donde lo encontré.
Sin embargo, no le hicieron ningún caso y, movidos por la ambición, salieron en su busca. Pero no encontraron ni rastro de la cueva ni de la tinaja.
-¡Qué tontos habéis sido! -les recriminó-. Aunque removierais el cielo y la tierra jamás encontraríais ese lugar.


051 Anónimo (saharaui)

El león, la hiena y el zorro

Érase una vez un león, una hiena y un zorro que fueron juntos a cazar y consiguieron tres buenas piezas: una gacela, una liebre y una cabra montés. En el momento de hacer el reparto, el león preguntó:
-¿Quién hará la partición?
-¡Yo, yo, majestad! -precipitóse la hiena-. La cabra montés es para su majestad, la gacela para mí y la liebre para el zorro.
Al oír esto el león saltó sobre la hiena y de un zarpazo la hirió mortalmente. Irguiéndose majestuosamente le ordenó al zorro:
-Haz tú el reparto.
Temblando, el zorro avanzó unos pasos y dijo:
-Majestad, la cabra montés es para vuestro almuerzo. La gacela será vuestra cena y la liebre servirá para que vuestra majestad no se quede sin desayuno.
El león lo miró con agrado e irguiéndose jovial preguntó al zorro:
-¿Quién te enseñó la lección?
-La leí en la cara de la hiena -repuso el zorro.


051 Anónimo (saharaui)

El león, el erizo y el mono

Una vez, los animales se reunieron para elegir un nuevo jefe.
Algunos de ellos proponían que fuese la hiena, pero otros decían que no, puesto que un día se los podría comer. Otros propusieron al león, pero había quienes no lo aceptaban por la misma razón.
Mientras discutían, uno dijo:
-Vayamos a consultar al erizo, que es el más inteligente, y que él decida quién debe ser el nuevo jefe.
Fueron a verlo y le dijeron que iban en su busca para que fuera su jefe.
-Es imposible -les contestó-, vosotros sois mis ene­migos.
-Pues danos un consejo -le pidieron.
-Hacedlo a suertes y el que salga elegido será vuestro jefe.
Así lo hicieron y le tocó al mono.
Después de ser nombrado jefe de los animales, el mono les dijo:
-Para mí es suficiente que me hagáis reír. Cantad, bai­lad... hasta hacer que me ría.
De nuevo los animales se pusieron a discutir para ver quién sería el primero en cantar y bailar.
Como no lograban ponerse de acuerdo, alguno de los ani­males propuso ir otra vez a ver al erizo para que los acon­sejara nuevamente.
-Hacedlo a suertes y el que salga deberá cantar y bailar en primer lugar -les contestó.
Esta vez el elegido fue el león, que empezó a cantar su canción:

Da al tiempo su vuelta [1]
Da al mono su reinado.

Después empezó a bailar y en uno de sus pasos dio con su zarpa al mono y lo mató.
A partir de aquel momento, jamás gobernó un mono.

051 Anónimo (saharaui)

[1] Expresión que significa «reconocer los errores y saber esperar que la ocasión sea propicia».

El león en el oasis

En las proximidades de un oasis vivía un león que no de­jaba que nadie, ni persona ni animal, se acercase a beber su agua.
No muy lejos de allí acampó un frig en el que había un hombre, ya mayor, muy conocido por su gran puntería.
Unos días después unos cien jinetes se dirigieron hacia el frig, y cuando llegaron a la jaima de este hombre le encon­traron solamente en compañía de su hijo pequeño. Le pi­dieron que los acompañara a matar al león, pero éste les contestó:
-Hijos míos, no puedo ir con vosotros porque me siento viejo y cansado. No tenemos más que esta yegua que acaba de dar a luz y esta camella que ordeñamos para dar leche a la potranca. Pero irá con vosotros mi hijo.
Los hombres del gazi se pusieron a reír cuando vieron que el niño aún tenía el mechón [1].
Éste no hizo ningún caso de sus burlas, llamó a su criada Mbarca y le ordenó:
-Ensilla mi caballo. Voy a acompañar a estos hombres. Así lo hizo la mujer. Y el niño partió con los cien jinetes en busca del león.
Se dirigió al charco, y cuando llegaron y lo vieron se es­condieron muertos de miedo.
El niño se quedó solo luchando contra el león y la leona hasta que los mató.
Cortó sus cabezas y las puso en las alforjas de su caballo. Después fue al encuentro de los hombres del gazi.
Mientras, éstos habían regresado al frig para presentarle al viejo sus condolencias por la muerte del niño. Le dijeron que no lo habían encontrado por ninguna parte y que supo­nían que el león lo había devorado.
-Muy bien -les contestó el viejo-. Los hombres valien­tes son los que se quedan en el campo de batalla. Pero si no habéis encontrado a mi hijo muerto es que aún está vivo.
Los hombres del gazi se fueron y dejaron solo al viejo.
Al poco rato llegó el niño con una herida en el codo y le dijo a la criada:
-Puedes desensillar mi caballo y decir a todos los del frig que ya pueden ir a por agua al oasis sin ningún temor.
Mbarca empezó a hacer yu-yús [2] e informó a todo el mundo.
El niño fue a ver a su padre, quien le preguntó:
-¿Qué te ha ocurrido en el codo?
-Anoche tuve que dormir sin comer. Y esta herida me la hice con la silla al ponerme debajo del caballo cuando me atacaban los leones ó al cargar las alforjas -respondió.
Todos los habitantes del frig vieron que los leones estaban muertos, y de cada jaima trajeron una camella con su cría para la familia del niño.
Y así fue cómo esta familia fúe famosa, distinguida por su valentía y heroísmo y reinó la paz en aquellos contornos.

051 Anónimo (saharaui)


[1] Expresión que significa «llevar toda la cabeza rapada, excepto un pequeño mechón». Se solía hacer así con los niños, hasta que llegaban a la adolescencia.
[2] Yu-yús: Grito agudo que producen las mujeres árabes mediante vibración continuada de la lengua. Sirve, normalmente, para expresar alegría en las fiestas y celebraciones.

El joven valiente

Había una vez un joven muy valiente que se fue con una caravana y estuvo ausente del frig, donde había vivido du­rante mucho tiempo.
El frig al que pertenecía el muchacho tenía muchos ani­males, caballos, camellos, cabras... que pasaban el día pas­tando en los prados y por la noche eran encerrados en la sriba [1].
Empezó a merodear por allí un enorme león que cada no­che atacaba a los animales y se llevaba una pieza. Un día era un caballo, otro una cabra y así un día tras otro hasta que casi acabó con los rebaños.
Volvió al fin el joven valiente y trajo consigo un fusil que había comprado en su viaje.
Al explicar a la gente del frig para qué servía el arma, le contaron la historia del león que estaba a punto de dejarlos en la miseria.
-¿Tantos hombres y no habéis podido matar al animalito que se os come el ganado? ¿Podéis decirme dónde vive? -les respondió.
Acordaron que al día siguiente, después del amanecer, par­tirían en su busca.
Así lo hicieron y, después de un rato de camino, divisa­ron desde lo alto de una colina un gran bosque del que sobre­salía un enorme árbol.
-¿Ves aquel árbol más alto? -le indicaron-. El león an­dará por los alrede-dores.
-Si quieres ir a su encuentro, sólo puedes pasar por los senderos -añadieron.
El joven entró en el bosque con su fusil y se fue hacia el árbol que le habían indicado. Al llegar, se subió a una rama para ver si divisaba al león. Lo vio no muy lejos de donde se encontraba y le entró tal miedo que decidió desaparecer rápidamente.
Al bajarse del árbol se le enredó la correa del fusil entre sus ramas, pero el terror que sentía le impidió recuperarlo y salió corriendo hacia el frig.
La gente estaba esperando su llegada, y cuando le vieron apare-cer fueron a su encuentro y le preguntaron:
-¿Encontraste al león?
-Sí -contestó.
-¿Lo has matado?
-No. Saltó sobre mí de improviso y me arrebató el fusil. No pude hacerlo.
-¡Vaya una calamidad! -respondieron enojados-. Si el león nos ha causado tantos desastres sin fusil, ¿qué nos espe­ra ahora que está armado?


051 Anónimo (saharaui)

[1] Sriba: Establo al aire libre, hecho con ramas de taljo, para guardar el rebaño durante la noche.

El hombre y el león

Érase una vez una familia que vivía en un uad y que es­taba compuesta por siete hijas, una de las cuales se hallaba en estado.
Un buen día, vino un gazi y se llevó todo su ganado, pero una camella pudo escaparse y volvió a donde estaban las mu­chachas.
Decidieron hacer una carrera para ver quién llegaba pri­mera y se quedaba con la camella. La muchacha que estaba encinta, como no podía correr, se apartó de sus hermanas y se adentró en la selva.
Estuvo andando, andando, hasta que le vinieron los do­lores de parto. Vio una cueva y entró en ella. Había dos ca­chorros de león, pero ella dio a luz allí. Los cachorros le preguntaron su nombre y ella respondió que se llamaba «Entre­nosotros».
La madre y el niño continuaron en la cueva alimentándo­se de lo que la leona cazaba para sus cachorros.
Cuando la muchacha cogía un pedazo de carne los ca­chorros empezaban a lloriquear y a vociferar. La leona les preguntaba qué les ocurría y ellos contestaban: «Es Entre­nosotros».
Entonces ella les decía que, si era entre ellos, ella no po­día hacer nada.
Pasaron muchos días y los cachorros crecieron. La mu­chacha les pidió que no los descubrieran a la leona porque tenía miedo a que los devorase. Uno de los cachorros res­pondió:
-No tengáis miedo, yo estaré con vosotros y os voy a ayu­dar en todo. Le contaré a mi madre vuestra historia.
Así lo hizo y le pidió que tuviera piedad de ellos y no los comiese. La leona respondió:
-Está bien, pueden quedarse entre nosotros.
Y cada vez que salía traía comida para todos y juntos la com-partían.
Hasta que un buen día empezó a escasear el ganado en la selva y la leona le pidió a la mujer que la acompañase en sus cacerías para ayudarla y hacerle compañía.
La chica accedió y al día siguiente salieron juntas a cazar. Al hallarse a una cierta distancia de la cueva la leona la devo­ró y sólo dejó de ella los senos, que llevó a la cueva. El hijo de la mujer los vio y se los enseñó a su amigo el león.
-Déjala, déjala hacer el mal, yo os he prometido cobijo; cuando llegue el momento yo vengaré a tu madre -le res­pondió.
Cuando llegó la leona la mató y el chico y el león siguie­ron juntos.
El león cazaba y lo compartía todo con el muchacho y así fueron creciendo juntos hasta llegar a la adolescencia.
Un día llegaron a las cercanías de un poblado y dijo el león:
-Vete con los tuyos. Córtate el pelo y aséate. Nos en­contraremos aquí de nuevo.
El muchacho se fue al poblado y al entrar fue rodeado por muchos de sus habitantes, que se lo llevaron con ellos. Lo lle­varon a la presencia del shej [1], quien escuchó con atención su historia. Después lo lavaron, le cortaron el pelo y le pusie­ron ropas limpias.
Le preguntó el shej cómo se había comportado el león du­rante este tiempo, a lo que contestó el muchacho:
-Su trato fue excelente, se comportaba como si fuese mi hermano. Pero despedía un hedor nauseabundo por la boca.
Pasado un tiempo regresó en busca de. su amigo el león. Cuando lo encontró, éste le suplicó que le hiriera con su na­vaja. Sorprendido, el muchacho le contestó que nunca podría hacer semejante cosa, puesto que él era su amigo.
Mas el león insistió y volvió a insistir, alegando que se enfadaría con él si no hacía lo que le pedía. El chico accedió al final y con su navaja hizo un corte al león.
Éste fue curándose la herida hasta que desapareció com­pletamente la cicatriz y le dijo entonces a su compañero que buscase la señal del corte. El muchacho no pudo encontrar nada y el león sentenció:
-Se cura y se cicatriza la herida, no olvidándose jamás la ofensa.

051 Anónimo (saharaui)

[1] Shej: Jefe de un poblado, frig o ciudad.

El genio y el humano

Érase una vez un genio y un humano con sus espectivas mujeres. Hablando, dijo un día el genio:
-Mi trabajo es introducirme en los cuerpos de los seres humanos; los domino y los vuelvo locos. Tú puedes exorci­zarlos, yo salgo y así podemos ganarnos bien la vida.
Sus mujeres oyeron esta conversación y decidieron robarles la idea y llevar a cabo sus proyectos.
Los dos hombres lo perdieron todo y se quedaron sin nada que hacer. El humano le dijo al genio:
-Las mujeres nos han dejado sin trabajó. Ahora no tenemos más remedio que salir a ganarnos el sustento.
Decidieron ir a la ciudad y andando, andando, encontra­ron una en donde había un alcalde cuya hija era la más her­mosa de todas las muchachas que allí había. Cuando entra­ban, dijo el genio:
-Lo que haga uno debe, respetarlo el otro, ¿de acuerdo?
Partió el genio y se introdujo dentro del cuerpo de la hija del alcalde y, ésta se volvió loca.
La noticia llegó a oídos del humano; quien se presentó: ante el alcalde y le dijo que él conocía la manera de sanar a su hija. Al intentar exorcizar a la muchacha para echar al ge­nio de su cuerpo, éste se negó a salir y le espetó:
-Déjame tranquilo, no quieró marcharme; estoy muy bien dentro del cuerpo de la chica. ¡Vete!
Al cabo de un tiempo, viendo que su hija estaba cada día más enferma, el alcalde mandó llamar al exorcista.
-Quiero que cures a mi hija. Si no lo haces te voy a cor­tar la cabeza.
El pobre humano no sabía cómo resolver la cuestión por un lado el genio no quería salir y por el otro su cabeza estaba en juego. ¡Vaya un dilema!
Meditando cómo salir del atolladero en que le había metido el genio vio, en medio del bullicio del mercado de las calles principales de la ciudad, a dos mujeres muy parecidas a las suyas. Sin pensarlo dos veces las llamó y las contrató:
-Venid conmigo, os invito a visitar esta casa.
Cuando llegó ante la puerta de la casa del alcalde el guar­dia les impidió el paso.
-Voy a visitar a la hija del alcalde, me está esperando -explicó el humano.
Y el guardia le abrió la puerta.
Cuando estuvo delante de ella, salió el genio enfadado:
-¿No te he dicho que me dejes en paz? ¡No pienso irme de este cuerpo! ¡Ya te puedes marchar!
-¡Pssst! ¡Oye! -dijo el humano en voz baja-. No he ve­nido a molestarte, sólo quiero que sepas que nuestras muje­res están aquí.
Con un gesto incrédulo el genio se asomó, las vio y salió volando de miedo.


051 Anónimo (saharaui)

El gato hash y el ratón

Buscó el gato al jefe de los ratones y le dijo:
-Haz una reunión con todos tus ratones y les explicas que acabo de regresar de mi peregrinaje a La Meca y he reafirma­do ante Dios mis creencias religiosas. Por ello, nunca más vol­veré a comer ratones, podéis vivir en paz desde este momen­to. Convoca una reunión y yo mismo les hablaré de mi pere­grinaje, de mis nuevos propósitos, me solidarizaré con ellos y seré su amigo.
El jefe de los ratones los convocó a una prudencial distan­cia de donde se encontraba el gato y, mientras iban llegando, observaba sus gestos. Antes de que éste empezase a hablar, dijo:
-Espera, Hash, gato peregrino, quiero decir algo.
-Adelante -contestó el gato.
Y el jefe de los ratones continuó:
-Amigos, el gato Hash ha regresado recientemente de La Meca. Una de las señales de su viaje es el extraño temblor de sus bigotes. El que tenga un agujero debe meterse en él, y el que no lo tenga debe buscarse uno inmediatamente.
En un instante empezaron a saltar ratones desde todas par­tes por encima de la cabeza del gato, quien se quedó sorpren­dido y buscando con la mirada en todas direcciones.

051. Saharaui, 



[1] Hash: Peregrino.

El erizo, el zorro y la hiena

Una vez iban andando juntos por un sendero un zorro, un erizo y una hiena. El zorro caminaba delante y descubrió un cepo medio escondido bajo tierra. Y, dirigiéndose humil­demente a la hiena, le dijo:
-¿Por qué no me has abofeteado? ¿Cómo consientes que yo vaya en cabeza del grupo si tú, por tus grandes cualida­des, deberías ser el jefe de todos nosotros?
La hiena, halagada por las palabras del zorro pasó delan­te de éste y quedó apresada en el cepo.
-¡Qué rabia! -exclamó.
-La rabia vas a sentirla cuando lleguen los dueños del cepo -dijo el erizo.


051 Anónimo (saharaui)

El destino (1)

Érase una vez una familia. El hombre, que era el jefe de la ciudad, se había quedado viudo y tenía un hijo que era un joven muy trabajador y muy bien parecido. Decidió volverse a casar, con una muchacha joven y bella.
La madrastra se enamoró en seguida del muchacho, pero éste no le hacía el menor caso. El padre, debido a su trabajo, pasaba una noche en casa y otra fuera. La noche en que es­taba fuera, el muchacho se sentía como en una cárcel.
La madrastra sentía por el muchacho a la vez amor y odio e intentaba conquistarlo por todos los medios sin ningún re­sultado. Aprovechando una ausencia de su marido se propu­so seducirlo y le incitó para que hiciesen el amor juntos. El muchacho la rechazó sin reparos y ella, furiosa, se abalanzó sobre él cuando intentaba huir. Al cogerle de la camisa para retenerlo le arrancó un trozo de tela.
El chico logró escapar, rompiendo la puerta en su inten­to. Fue a refugiarse en casa de un amigo, a quien le contó el hecho tan desa-gradable que acababa de ocurrirle.
Al regresar el padre a su casa, la madrastra le explicó que su hijo había querido violarla y que ella había tenido que de­fenderse con todas sus fuerzas. El padre, ciego de ira, llamó a todos los mandatarios de la comarca y les dijo:
-Mi hijo ha cometido una acción infame, un hecho re­pugnante. Ha manchado mi nombre y eso merece un castigo. Tenemos que encontrarlo.
-Tienes razón, te ayudaremos a encontrarlo y vengare­mos la ofensa que te ha hecho -asintieron sus amigos.
La noticia fue corriendo y llegó a oídos del hijo, quien creyó que la única manera de conseguir el perdón de su padre era presentarse ante él y explicarle lo sucedido. Su amigo intentó por todos los medios disuadirle:
-No vayas, tu padre está muy enfadado y no querrá es­cucharte. Te matará antes de que hayas podido contarle nada.
-No me queda más remedio. Si de veras me quiere, me escuchará, estoy seguro, y me perdonará.
Y seguidamente partió al encuentro de su padre. Al en­contrarlo le dijo:
-Padre, sé que te han envenenado contándote que yo cometí una acción infáme, pero no es verdad. Si quieres de­mostrar la inocencia de tu hijo, si lo quieres de verdad, debe­mos ir ante un juez. Proba-blemente él nos solucio-nará este problema.
El padre, lleno de tristeza, escuchó atentamente aquellas palabras y, tras unos momentos de reflexión, contestó:
-No hay ningún problema si de veras sirve de algo.
Y se fueron los dos en busca de un juez.
Al encontrarlo le explicaron toda la historia y, al concluir, éste les dijo, después de haber meditado un rato sobre ello:
-La cuestión es muy simple. Si de veras el chico quiso violar a su madrastra, se puede demostrar. Quiero saber si el pedazo de camisa arrancado pertenece a la parte delantera o a la parte de atrás.
Mandó traer el trozo de tela que aún estaba en poder de la ma-drastra, quien lo entregó convencida de que sería la prueba definitiva para condenar al muchacho.
El juez lo examinó con atención y le dijo al padre:
-Señor, su hijo es inocente. Este pedazo de ropa perte­nece a la parte trasera de la camisa, y esto demuestra que se la rompieron cuando intentaba huir. Si por el contrario la ca­misa estuviese rota por delante, podríamos creer que era el muchacho quien atacaba a su madrastra. Su hijo es inocente porque huía de la mujer.
Tras escuchar el veredicto del juez, el padre abrazó a su hijo llorando y, pidiéndole perdón, le dijo:
-Hijo, no sé cómo he podido pensar que eras capaz de hacer una acción semejante. Me cegaron los celos y me dejé engañar por mi mujer. Perdóname.
-Yo sólo quería demostrar la verdad. Te quiero mucho, padre, por ello es muy importante que entre nosotros reine la paz y que tú estés orgulloso del hijo que lleva tu nombre.
El padre, después de recibir el perdón de su hijo, le pro­puso llevarlo delante del consejo para que viesen que era ino­cente y que volviese a la jaima para seguir viviendo juntos, pero el chico no aceptó:
-Padre, yo deseo irme muy lejos, donde el nombre que llevo sea desconocido, para que no lo vuelva a manchar.
El padre insistió:
-No es necesario, hijo, todo el mundo sabe que eres ino­cente. Quiero que permanezcas conmigo. No aumentes mi pena con tu marcha.
El muchacho le explicó a su padre que era preciso que se marchara, así podría conocer mundo y hacer una nueva vida.
El padre, tras esas palabras de su hijo, llenas de cariño, accedió a su petición, le preparó caballos y comida y se des­pidieron.
El chico estuvo cabalgando días y días sin rumbo fijo. Un día, cuando ya sólo le quedaba un mendrugo de pan seco y muy poca agua, se sentó para comer y descansar un poco. Al poco rato llegaron dos personas y le dijeron que él era quien debía invitarlos, pues había llegado el primero y así se debía actuar según la tradición.
-De acuerdo -dijo el joven-, lo que tengo nos lo re­partiremos entre los tres.
Comieron y bebieron de lo que él tenía. Mientras, les contó su historia y el porqué estaba allí. Como el nombre de su pa­dre era muy famoso, se quedaron extrañados de lo ocurrido y le invitaron a seguir el viaje en su compañía.
Siguieroñ cabalgando y vieron una casa, último vestigio de una ciudad que había sido asolada por un terremoto. Todos los habitantes habían muerto, excepto dos hermanas que vi­vían en la casa. La mayor llevaba luto y estaba siempre encerrada en su habitación, mientras que la pequeña miraba siempre por la ventana.
Al ver llegar a los tres jinetes avisó a su hermana y ésta le dijo:
-No es posible. ¿Quién quieres que venga a este lugar?
La pequeña insisitió en que fuese a mirar por la ventana y, al asomarse, vio, en efecto, aproximarse a los tres jinetes. Los recibie-ron con todos los honores y los acogieron durante tres días y tres noches, como manda la hospitalidad de los pue­blos árabes.
Pasados los tres días, las muchachas les pidieron que se quedasen a vivir con ellas. Pero había un problema: los amigos eran tres y las muchachas sólo dos. El muchacho les pregun­tó si conocían el nombre de su padre y, al responder afirmati­vamente, decidió que debía seguir su camino para cumplir la promesa que le había hecho.
Sus dos amigos se casaron con las hermanas y todos jun­tos celebraron el acontecimiento.
Al despedirse, la hermana mayor le entregó un anillo y le dijo:
-Siempre que quieras ver cumplidos tus deseos, debes darle la vuelta.
La más joven le prometió:
-Yo no te voy a dar nada, pero cuando te encuentres en un gran apuro, acudiré en tu ayuda.
Reanudó su viaje y tras unos días de camino encontró a un pastor que cuidaba un rebaño de cabras. Quiso saber a quién pertenecía y él le contestó:
-Es propiedad de una chica que tiene cuatro hermanos y dicen que quien se case con ella volverá a ser joven.
El muchacho se mostró incrédulo y le preguntó:
-¿Dónde vive esa chica? ¿Y sus hermanos qué hacen?
-Vive en aquella casa que se divisa a lo lejos. Ella siem­pre se queda en la casa, pero sus hermanos salen a combatir. Cada día se enfrentan a cien hombres, los matan a todos y vuelven victoriosos al anochecer.
-¿Por dónde se llega hasta la casa? -continuó pregun­tando.
-Es aconsejable que no vayas porque la chica tiene mie­do a sus hermanos y no te dejará entrar. Y si ellos te ven te matarán.
El muchacho volvió a insistir hasta que el pastor le indicó el camino.
Aquella noche se quedó acampado en las cercanías con la intención de visitar a la muchacha al día siguiente.
La chica tenía un libro muy antiguo, heredado de sus an­tepasa-dos, lleno de historias. En una de ellas aparecía su propio nombre y la historia de su vida junto al nombre y la historia del hombre con el que se casaría.
Cuando vio por la ventana que un desconocido se acer­caba a su casa, le gritó enfadada:
-¿Quién eres? ¿Qué quieres viniendo aquí?
El chico le dijo su nombre y que quería hospedarse aque­lla noche en su casa. Ella le contestó que era imposible y que se marchase. Pero al dar la vuelta para entrar, recordó de re­pente el nombre del chico y optó, a pesar del miedo que le inspiraban sus hermanos, por dejarlo pasar la noche en su casa.
Al regresar los hermanos de su feroz lucha, vieron en la cuadra un caballo y una silla de montar. Entraron apresura­damente a ver qué ocurría. La hermana les contó que tenía un huésped esa noche y que venía de muy lejos. Ciegos de ira, encerraron al muchacho en una habitación oscura y re­prendieron a la chica, diciéndole que no podía dejar entrar a nadie, que ya se lo habían dicho muchas veces.
Cuando sus hermanos estuvieron dormidos fue a ver al prisionero y le preguntó:
-¿Cómo estás?
-Yo muy bien. Hasta ahora nunca había encontrado una familia que tratase de este modo a sus huéspedes. Para te­nerme encarcelado hubiese sido mejor que no me ofrecieses tu hospitalidad.
La chica, afectada por las palabras del muchacho, fue a ver a sus hermanos y les recriminó su forma de actuar, dicién­doles que era una vergüenza tratar a los huéspedes de aquel modo.
Se convencieron y dejaron al hombre en libertad. Le pi­dieron disculpas y le invitaron a sentarse y a compartir la conversación con ellos. Quedaron todos sorprendidos por la profundidad y la importancia de todo lo que decía.
Permaneció en la casa algunos días más, pues la chica le había dicho que no podía partir hasta que ella se lo dijera. Mientras, los hermanos seguían luchando durante el día y vol­viendo a reponer fuerzas por la noche.
Una mañana el chico quería acompañarlos, pero el her­mano mayor objetó:
-Si tú vienes, tendremos que luchar contra quinientos hombres en vez de cuatrocientos.
La chica intercedió en su favor, diciendo que sólo las mu­jeres permanecían en casa, y así, de paso, podría saber si era valiente su futuro marido, tal como predecían las historias es­critas.
Tras unos momentos de vacilación, los hermanos opta­ron por llevarlo con ellos y partieron juntos a pelear.
Nada más llegar al campo de batalla vieron que, en efec­to, aquel día había quinientos hombres armados.
Cuando los vio, dijo a los hermanos de la chica:
-Dejadme a mí, yo solo lucharé contra ellos.
-Son muchos, no podemos permitirlo -le contestaron.
Insistió tanto, que llegó a convencerlos y accedieron no sin sentir temor. Pero muy pronto se tranquilizaron al ver que iba ganando terreno a sus adversarios y los vencía uno tras otro, hasta acabar con todos.
Uno de los hermanos regresó a la casa. La chica, al verlo, le riñó:
-Eres un cobarde. Has dejado a tus hermanos y a nues­tro hués-ped solos ante el enemigo. ¡Quizá hayan muerto!
Él, sonriendo, le contestó:
-No es cierto. Hoy, nosotros no hemos luchado. Al lle­gar al campo de batalla, nuestro huésped insistió en luchar solo contra el enemigo, y la batalla está finalizando a su favor.
Estuvo luchando hasta que no quedó ni uno vivo y regre­só donde estaban sus amigos sentados, contemplando el combate:
-Buena batalla hemos visto hoy. No sabíamos que fue­ses tan buen guerrero. Volvamos ya.
-No voy a regresar aún. Permaneceré un rato aquí y ven­dré más tarde.
Cuando llegaron solos, la hermana los reprendió muy en­fadada:
-¿Qué le ha ocurrido a nuestro huésped? ¿Cómo no vie­ne con vosostros?
Aceptó la explicación algo recelosa y empezó a preparar la comida.
Una vez solo, el muchacho apoyó su espalda sobre una roca y se quedó pensativo mirando los cadáveres esparcidos aquí y allá. De repente surgió de entre ellos un viejo con una larga barba blanca, que pasando entre ellos hacía que se le­vantaran, arreglaran sus vestiduras y se prepararan para par­tir de nuevo.
Se dirigió rápido hacia él, le llamó y le preguntó:
-¿Qué es lo que haces?
-Les doy a beber un agua que hace resucitar a los muertos.
Comprendió inmediatamente por qué sus amigos lucha­ban día tras día con el mismo número de hombres, entendió de dónde sacaba el enemigo tantos guerreros.
Mató al viejo y a todos los que ya habían vuelto a la vida y pensó: «Ahora sí que se acabó definitivamente.»
Regresó a la vivienda donde le esperaban sus amigos, con­versaron, comieron y se retiraron a dormir.
Al día siguiente los hermanos se levantaron temprano y se prepararon como de costumbre. Cuando llegaron al cam­po de batalla, lo encontraron lleno de cadáveres. Esperaron un buen rato, pero nadie se presentó para combatir aquel día.
Decidieron volverse a casa. La hermana, sorprendida de verlos llegar tan pronto, les preguntó la causa. Ellos le conta­ron lo que habían visto y le pidieron a su huésped si sabía algo de lo ocurrido. Éste les contó toda la historia del viejo y de los soldados que resucitaban y volvían a enfrentarse al día si­guiente con ellos.
Junto a un sentimiento de admiración se despertó un sen­timiento de envidia hacia este muchacho tan valiente.
La chica estaba cada día más interesada en él, hasta que un día le dijo que quería casarse, pero el muchacho le res­pondió que no podía ser a causa de la envidia de sus herma­nos. Ella insistió, porque se acordaba de la historia que había visto escrita y creía que podría convencerlos.
Les expuso sus intenciones y, tal como pensaba, le con­testaron que no lo aprobarían nunca. No insistió y se retiró ciega de ira. Por la noche, cuando todos dormían, se levantó y los mató con su propia espada.
Al día siguiente le contó al muchacho lo ocurrido, dicién­dole que no tenía otra opción porque no habían tenido en cuenta sus sentimientos hacia él.
Éste, aterrorizado, montó en cólera, la riñó muchísimo y se dispuso a marcharse. Pero ella lo retuvo, convenciéndole de que no podía haber hecho otra cosa porque estaba escrito que ellos dos tenían que casarse. Y le mostró el libro con las historias escritas.
Ya que lo hecho hecho está y nadie puede cambiar el rum­bo de la vida, aceptó a regañadientes.
Se casaron y vivieron felices mucho tiempo. Él se dedica­ba a la caza y ella al hogar. Pero el rey de aquel lugar, que siempre se había interesado por aquella muchacha tan her­mosa y nunca se había atrevido a acercarse a ella por miedo a los hermanos, cuando se enteró de que éstos habían muer­to decidió conquistar a la chica.
Se enteró de que su marido dedicaba todo el día a cazar y que podía ser fácil quitarlo de en medio. Envió unos solda­dos para asesinarlo, pero el muchacho los ganó y, en vez de matarlos, les fue cortando a uno la nariz, a otro la lengua, a otro un brazo... y los mandó volver a su señor. Éste insistió, mandándole un grupo más numeroso de soldados, a los que también derrotó.
La mujer estaba muy inquieta por estos hechos. Un día, antes de que su marido abandonase la casa, vio por la venta­na a numerosos soldados que la estaban rodeando. Éstos le gritaron que venían a llevárselo por orden del rey para ir a la guerra.
Él se puso a reír, salió, los mató a todos menos a uno, a quien envió al rey para que le contara lo ocurrido. Después salió tranquilamente a cazar como cada día.
El rey, cada vez más furioso, no sabía qué hacer, hasta que se le ocurrió consultar a una vieja. Le explicó sus planes y ella le dijo que no mandase más soldados a morir, que los reservase para cuando fueran necesarios. Tenía un plan me­jor, bien estudiado, que ella misma llevaría a cabo. Le pidió solamente dos hombres, unas cuantas joyas y que tuviera paciencia.
Esperó a que el marido saliera a cazar y aprovechó para hacerle una visita a la mujer y enseñarle las joyas que traía. Ella, como nunca recibía visitas, la dejó pasar sin recelar nada y quedó entusiasmada con las joyas que le ofrecía la vieja. Esta le explicó que vivía allí cerca y que se ganaba la vida ven­diendo joyas a las señoras. También le preguntó a qué se de­dicaban ella y su marido, con el fin de ganarse su confianza.
Volvió al día siguiente y también al otro, siempre aprove­chando las ausencias del marido. Hablaban y hablaban y em­pezaron a hacer-se confiden-cias. La vieja le sugirió que debería conocer mejor a su marido, que podían explicarse secretos mutuamente. La muchacha pensó que tenía razón, puesto que, aunque eran muy felices, no llevaban mucho tiempo ca­sados y se conocían poco.
Por la noche le dijo:
-Creo que deberíamos saber más cosas el uno del otro. Podríamos contarnos nuestros secretos. Primero empiezo yo y luego sigues tú.
La mujer empezó a hacerle confidencias y el hombre le explicó:
-A mí, lo que más me horroriza es perder un sequin [1] que llevo escondido en la espalda, que me da toda la fuer­za que tengo. Si llegara a ocurrir eso me quedaría inmóvil hasta morir.
Continuaron hablando y le explicó que también tenía un anillo que al darle la vuelta hacía que se cumpliesen todos sus deseos.
Cierto día, mientras limpiaba una gacela en el río, se dio cuenta de que había perdido el anillo. Pero no le dio dema­siada importancia.
Mientras tanto, las visitas de la vieja continuaban y la con­fianza entre las dos mujeres aumentaba. Un buen día le pre­guntó:
-¿Tu marido trae siempre alguna pieza cuando sale a cazar?
-Algunas veces sí y otras no. Depende de lo que encuen­tre o pueda coger -respondió.
La vieja permaneció silenciosa un rato y añadió que ella sabía que los días que no traía nada visitaba a una mujer muy bella que vivía en las cercanías. Añadió que no pretendía sem­brar la discordia entre ellos, sino que viviesen más felices y si le decía aquello era para que no se dejase engañar por él.
La mujer se quedó muy inquieta y empezó a sentir celos.
Al día siguiente la vieja, que ya sabía que el marido había perdido su anillo, le preguntó a la chica si sabía dónde estaba éste. Al responderle negativa-mente, añadió:
-Se lo ha regalado a esa hermosa mujer que visita. Si quieres yo puedo exorcizarlo para que deje de quererla y vuel­va a ti.
Muy preocupada y triste, la mujer aceptó la propuesta de la vieja, quien empezó a darle instrucciones:
-Debemos esperar a que duerma profundamente para quitarle el sequin, y cuando esté inmóvil, cerraremos bien puer­tas y ventanas. Me dejas sola en la habitación con él, quema­ré incienso y leeré algo para librarlo del hechizo de esa mujer.
La muchacha aceptó encantada.
Esperó impaciente el regreso de su marido. Por la noche cuando dormía le quitó el sequin y al acto su marido quedó sin sentido, completamente inmóvil. Llamó a la vieja y le dijo:
-Aquí está mi marido. Confío en ti para que lo libres de su mal.
La vieja hizo lo que habían acordado y salió de la habitación. Le comentó a la mujer, que esperaba impaciente, que no debía entrar, pues todavía tenían que salir los males del cuerpo de su marido. Ella así lo hizo, esperando su prontacuración.
Se marchó la vieja llevando consigo el sequin que le ha­bía quitado al hombre y lo entregó a uno de los soldados que aguardaban escondidos junto al camino. Al pasar junto al mar lo tiró al fondo y quedó clavado en una roca.
La vieja se fue a ver al rey y le explicó que el hombre a quien temía yacía indefenso en su cama. Era el momento de mandar a alguien a buscar a la mujer deseada.
Ordenó a unos hombres que la trajesen inmediatamente y anunció a las gentes de la comarca que se casaría en segui­da con ella, pues, según la leyenda, quería volverse joven.
La mujer, al conocer las intenciones del rey, le dijo que no era posible, que debía guardar luto por la muerte de su mari­do y que habría que aplazar la boda. Al rey no le quedó más remedio que aceptar y dijo a todo el mundo que al cabo de tres meses se casarían.
Mientras tanto, el marido, que seguía inmóvil en su cama, vio cómo llegaban los amigos que había dejado en la ciudad destruida con sus respectivas mujeres. Aparecieron cuando se encontraba en apuros, tal como le había prometido la her­mana menor. Éste se tiró al fondo del mar, recogió el sequin y se lo volvió a colocar en la espalda.
Se recuperó, preguntó qué había ocurrido y dónde esta­ba su mujer. Sus amigos le informaron de todo y decidió ir a buscarla. Recogió sus vestidos y sus joyas y dejó a sus ami­gos la casa y todo lo que en ella había.
Partió hacia la ciudad y al llegar cerca se disfrazó con las ropas de su esposa para poder buscarla mejor.
Deambulando por las calles encontró a una mujer muy po­bre rodeada de sus hijos. Estaba preparando la cena, como cada día, en una cacerola con agua puesta al fuego sobre pie­dras. Al preguntarle por qué lo hacía, ella le respondió que era para entretener el hambre de sus niños, a quienes decía:
-Dormid, niños, que pronto estará preparada la cena.
Apenado, se fue a comprar alimentos y ropa para esa fa­milia tan pobre y se hizo amigo de ella. Se quedó con ellos un tiempo y un día les contó su historia. La mujer le dijo que su esposa estaba en casa del rey, sin poder salir porque esta­ba de luto y sin poder hablar más que con mujeres.
Elaboraron un plan para visitarla:
-Yo he traído conmigo las ropas y las joyas de mi espo­sa. Tú intentarás entrar en la casa del rey con la intención de vendérselas a su futura esposa. Aunque al principio descon­fíe, quizá llegue a acceder para contentarla.
Así lo hicieron. La mujer pobre llegó hasta la puerta y ha­bló con los guardianes para que la dejasen pasar. Estos fueron a consultarlo con el rey y, mientras tanto, su futura esposa, que ya se había enterado de la presencia de aquella mujer, mandó llamarla.
Una vez estuvo ante su presencia le contó toda la historia de su marido y que estaba allí, muy cerca, para liberarla en el momento oportuno. Acordaron que al día siguiente ven­drían los dos, con muchos vestidos y joyas para escoger los más apropiados para la ceremonia.
Cuando estuvieron juntos, la mujer se mostró muy emo­cionada y feliz. Le pidió que perdonase su debilidad al creer las patrañas de aquella vieja y confiar en ella, pues su única intención era recuperar su amor y así vivir juntos y felices.
El marido la perdonó de todo corazón y le dijo que a par­tir de los errores se podía aprender y empezar de nuevo. Y se dispusieron a planearlo todo para salir de la situación en la que se encontraban.
Como faltaba poco tiempo para que se acabase el luto y se celebrase la boda, fueron cada día a ver a la mujer para prepararle un bonito ajuar, a lo que el rey no se opuso.
El día señalado, la muchacha, después de la ceremonia, se retiró a sus habitaciones, en las que le estaba aguardando su marido.
La fiesta fue un gran acontecimiento. Todo el mundo co­mió y bailó hasta muy tarde. El rey se había casado por fin con la muchacha y recuperaría su juventud.
Cuando fue al encuentro de su esposa, el marido, que le esperaba escondido, lo mató. Le cortó la cabeza y lo enterró.
Pasaron juntos la noche y al día siguiente se vistió con las ropas del rey y se presentó ante su gente. Todos creyeron que se había cumplido la leyenda.
Juntos gobernaron aquel país durante muchos años, con gran sabiduría y justicia. Fueron muy felices y tuvieron mu­chos hijos.

051 Anónimo (saharaui)

[1] Sequin: Cuchillo pequeño.