Cuentan, dicen y relatan
los indios, que allá, en muy lejanos tiempos, cuando comenzaron a habitar los
lugares más selváticos de Venezuela, existía una bella avispa a la que
llamaban Karnaiwá.
Pues bien, esta avispa se
pasaba los días volando entre los árboles, visitando las flores, cruzando los
ríos, hablando con los peces y, a veces, hasta se aventuraba a entrar en las
grandes grutas que encontraba en lo más profundo de los bosques y también en
las subterráneas viviendas de los conejos y topos.
Ella sabía mejor que
nadie dónde estaban las hermosas piedras que se habían formado con las escamas
de los enormes pescados abandonados por los indios Makunaima cuando se fueron
a regiones desconocidas.
Estas piedras hechas de
escamas brillaban al sol y en sus huequitos se alojaban, a menudo, diminutos
insectos fulgurantes que eran visitados por Kamaiwá.
Kamaiwá era muy buena y
se portaba muy bien con todo el mundo. Tan buena era, que su fama se extendió
por la selva y más allá de las montañas y los ríos. El sol, la luna y las estrellas,
amén de la bóveda celeste, también sabían de su bondad y sabiduría.
Tanta y tan grande era su
buena fama, que los piaches y magos de todas las tribus que habitaban por allá,
hasta en los más lejanos lugares, decidieron hablar con ella.
Y así fue. Una mañanita
de cristal rosado, cuando el aire se había vestido de transparentes celajes y
la selva respiraba y estallaba en una primavera maravillosa, llamaron a
Kamaiwá que, como siempre, andaba visitando a los muchos amigos que tenía en
todas partes.
Kamaiwá escuchó las voces
de quienes la llamaban. Se orientó y rápidamente voló al lugar donde estaban
reunidos los magos y piaches de todas las tribus. Ya sabéis que los magos y
piaches son esos hombres sabios de las tribus. Se les llama así por los
grandes conocimientos que tienen y además por el arte y la precisión con que
los administran en cada momento. Hay incluso quienes les llaman
"brujos", porque saben y conocen todos los remedios naturales para curar
enfermedades y males que también aquejan a los indios, pues son seres humanos
como nosotros, pero con distintas costumbres y culturas.
Pues bien, Kamaiwá llegó
luciendo sus bellas alas y su esbelto cuerpecillo que, por lo liviano, le
permitía volar con mucha rapidez.
-¿Sois vosotros los que
me llamáis -preguntó mientras se
posaba en una hermosa
hoja de un verde brillante.
-Así es -respondió el
piache más anciano.
-Bien, aquí estoy. ¿Qué
queréis de mí?
-Sabemos lo buena que
eres y todo lo que haces en la selva.
-Eso no tiene
importancia. Creo que debemos ayudarnos todos.
-Es verdad lo que dices.
Pero muy poca gente lo hace tan desinteresada-mente como tú.
-¡Oh! ¡Gracias, muchas
gracias por vuestras palabras!, pero insisto en que eso no tiene ninguna importancia.
-Sí la tiene -dijo el más
sabio piache, porque si todos fueramos así, la vida sería más grata y mucho más
fácil.
-¡Eso es verdad! -replicó
otro piache de lejanas tierras.
-Nunca se debería pelear.
El mundo es grande y hay selvas y tierras para todos.
-Sí, pero también están
los malos espíritus y por eso pasan malas cosas.
-Nosotros estamos
buscando la raíz o la hierba de la bondad, que sabemos existe, para esparcirla
por el mundo entero.
-Eso está bien -dijo
Kamaiwá, cuando la encontréis, llevaré en mis alas las semillas y las dejaré
caer en los lugares más convenientes.
-Aceptamos tu
ofreciminto, Kamaiwá.
-Pero no hemos venido a
eso -añadió un mago, muy pintado de oscuro.
-Entonces, ¿qué es lo que
queréis de mí? -preguntó la avispita.
-Una cosa muy sencilla.
Hemos acordado premiarte con nuestra sabiduría para que tengas parte de
nuestros poderes y puedas hacer aun mejores cosas.
-¡Ah! ¡Qué feliz me
siento y cuánto os lo agradezco!
-Verás, Kamaiwá. Durante
tres días y tres noches dormirás y descansarás en esta cama que hemos
preparado.
-Está formada -dijo otro
piache -por las raíces y parte de los frutos de los más ancianos y sabios
árboles de todas las selvas del mundo conocido. Los dioses del cielo y de todas
las tierras y también de las aguas, han dejado caer en ella el hálito y el
rocío de su sabiduría. Y el Gran Padre, el único Dios, que es el más sabio de
todos y el conocedor de lo creado y lo de aún sin crear, lo ha visto con
buenos ojos y su divina boca se ha adornado con la mejor de sus sonrisas.
-También el aire, lo
secreto y lo ignoto -dijo un mago pintado de blanco, han trasmitido la savia de
lo profundo y de lo oculto, para que sea perfecto.
-Sólo tienes que dormir y
descansar aquí.
Y diciendo esto, le
mostraron un pequeño nido donde olorosas y tiernas raíces estaban entretejidas
para sostener unas bellas hojas verdes y rosadas, y un gran pétalo de azucena
azul y blanco. Tan blanco como la nieve y tan azul como las estrellas que
viven en la casa de la luna.
-Te cuidaremos durante
esos tres días y tres noches que serán de un plenilunio total. Velaremos tu
sueño sin dejar un solo instante, y después, cuando despiertes, habrás adquirido
nuestros poderes y nuestra sabiduría.
-Pero únicamente los
emplearás -dijo el más venerable- en el bien, porque si no, los grandes males
caerían sobre ti y te destruirían para siempre.
-¡Descuidad! ¡Descuidad!
Siempre he querido y quiero el bien de todos.
-Entonces, es hora de
comenzar. El plenilunio está a punto de llegar. ¡Acuéstate, acuéstate!
Las manos oscuras del más
sabio piache levantaron la olorosa hoja de azucena, y Kamaiwá entró en el
nido. Acomodó sus trasparentes alas y dejó que la cubrieran con otras dos
perfumadas hojas.
Magos y piaches la
depositaron cuidadosamente sobre un pequeño montículo de arenas brillantes, y
todos cubiertos con sus vegetales mantos, rodearon el montículo formando un
cerrado círculo mágico. Se miraron profundamente a los ojos. Brillaron
sabiamente las miradas. Callaron y oraron
mentalmente. Se sumieron
en su oración de gracias al Creador único, y danzaron silenciosos y abstraídos
en torno a Kamaiwá. Después, quedaron quietos, inmóviles. Tan inmóviles que
parecían extrañas piedras labradas en la oscuridad.
Más tarde, soltaron sus
manos, y uno a uno, se fueron acercando el nido donde dormía plácidamente
Kamaiwá. Se inclinaron ante ella y con suavidad exquisita dejaron su aliento en
las livianas formas de la misteriosa palabra del poder y la sabiduría.
Así estuvieron tres días
y tres noches, al cabo de los cuales, la luna, el sol, las estrellas, el aire,
el perfume del bosque y la palabra viva de todos los habitantes, pronunciaron
tres, más tres veces más, el nombre de la avispita.
-¡¡iKamaiwá!!! ¡¡iKamaiwá!!!
¡¡¡Kamaiwá!!!
Piaches y magos danzaron
sigilosamente agitando en el aire sus flexibles varitas de madera sagrada,
mientras que el hálito del divino Creador único dejó la gracia de su palabra mágica
y su sabiduría infinita sobre el nido donde descansaba Kamaiwá.
Fue despertada. Los magos
y piaches recogieron el nido al salir ella. Lo envolvieron con las leves plumas
de una joven garza rosada y, pasándoselo de uno en uno, lo hicieron desaparecer,
entregándoselo al viento para que lo depositara en la secreta cueva del confín
del Universo.
-Hemos cumplido nuestra
promesa, Kamaiwá.
-¡Gracias, hermanos! ¡Os
aseguro que jamás tendréis que arrepentiros!
-Adiós pues. Que cumplas
bien tu promesa -dijeron los magos.
-Así lo haré -contestó
Kamaiwá agitando sus alitas, que ya brillaron mágicamente.
-Eso está bien.
-¿Nos volveremos a ver?
-preguntó cariñosa.
-Sólo en caso de peligro.
Nos invocarás pronunciando nuestros nombres y el viento nos hará llegar tu
palabra -dijo el más anciano de los piaches.
-¡Así lo haré! ¡Gracias
por vuestra deferencia y gentileza! ¡Adiós, adiós, adiós!
Desaparecieron piaches y
magos desvaneciéndose en la espesura, y sólo el suave movimiento de las más
tiernas hojas, denotó su sigiloso y leve paso.
Kamaiwá estaba radiante y
deseosa de probar sus poderes. Así es que se acercó a una linda flor que hacía
rato le estaba ofreciendo el néctar de su corola. Bebió en ella y rápidamente
levantó el vuelo y se adentró en la verde y tupida espesura.
Volaba tranquila y
sosegada, cuando de pronto escuchó el llanto desesperado de una criatura.
-¿Quién será?- se
preguntó inquieta.
Y con rapidez y premura
se dirigió al lugar de donde procedía el llanto. Sobre unos bejucos, había una
pequeña niña llorando y llorando desesperada-mente.
-¿Quién eres? -preguntó
Kamaiwá.
-¡Gua, gua, guaaaa!
-gemía la pequeña.
-Vamos, vamos. No te
asustes. Estoy aquí para ayudarte.
Dime quién eres, ¡por
favor!
-Soy la hija de
Chirikawai. ¡Ahhh, guaaa!
-¿Dónde está tu papá?
-Mi papá se fue a cazar
por los caminos del cielo.
-¿Y tu mamá?
-¡No sé dónde está!
-Y, ¿por qué te dejaron
sola?
-¡Aaay, no lo sé! ¡Guaaa,
guaaa...! -y seguía llorando desconsolada y asustada.
-Bueno, bueno. No llores
más. Tranquilízate que nadie te hará mal. Para eso estoy aquí.
Kamaiwá se puso a pensar
qué podía hacer con la
pequeña. En realidad, no podía cuidarla por mucho tiempo.
Tampoco podía llevársela porque no tenía alas y era muy difícil trasportarla por
los aires. Así es que quedó muy preocupada y pensativa.
Cuando más ensimismada
estaba en sus pensamientos, se acordó de los piaches. Ellos le habían dado
grandes poderes y aún no los había usado. Por lo tanto, decidió ponerlos en
práctica y ver hasta dónde podía llegar con lo que le habían transmitido.
-Si te dejo acá, morirás,
y eso no es justo.
-No tengo a nadie. Se
fueron y me dejaron solita -gimoteó la niña.
-Calla, calla. Te voy a
ayudar. Quédate tranquila. Creo que lo mejor es que sirvas para que tus
hermanos, los hijos de todos los indios de esta selva, sean buenos cazadores y
tú les hagas remedio.
-Pero, ¿cómo? ¡Soy tan
pequeña!
-Haré que con tu canto y
tu caminar, los indios sepan dónde se encuentran los venados, pavas, paujíes,
dantas, y toda clase de animales que les sirven de sustento.
-Bueno. Dime qué he de
hacer.
-Muy sencillo. Te
convertiré en Kunawá o Ampák.
-¿Eso es bueno?
-Creo que sí. Te subirás
a los huecos de los árboles y, desde allá, les dirás dónde está la caza.
-¡Gracias, Kamaiwá!
Y dicho y hecho. Kamiwá
dejó su aliento sobre la niña y, con los ojos cerrados y deseándolo mucho,
revoloteó a su alrededor, pronunciando las palabras mágicas y secretas.
De la tierra surgió una
clara y espesa niebla. Del cielo bajó una transparente nube y la hija del
indio Chirikawaí fue cubierta por la niebla y la nube, y quedó convertida en
una pequeña ranita de piel suave y hermosos colores.
Rápidamente se subió a
los árboles y aún está saltando de uno en otro con su eterno "enwá, enwá,
enwá", que es el llanto de la niña, hija del indio, convertido en dulce y
atractivo canto de ranitas, que indica a los indios de todas las selvas dónde
está la buena caza.
Y como siempre no sé si
será fantasía o verdad, pero así me lo contaron, y así lo cuento y lo contaré
yo.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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