Rosalía admiró mucho todas las flores; creía que el
Príncipe iba a levantar o romper la tela de aquel árbol misterioso, pero vió
que se disponía a marcharse sin haber hablado de ello.
-¿Qué es este árbol tan bien envuelto, Príncipe? -preguntó
Rosalía.
-Éste es mi regalo de bodas; por eso no os lo
enseñaré hasta que hayáis cumplido los quince años, Princesa -dijo Gracioso.
-Pero... ¿qué es lo que hay debajo de la tela? -insistió
Rosalía.
-Dentro de pocos días lo sabréis. Y estoy seguro de
que mi regalo os gustará.
-¿Y no puedo verlo antes?
-No, Rosalía. La Reina de las Hadas me lo ha prohibido.
Espero que me querréis lo suficiente para detener
durante algunos días vuestra curiosidad.
Estas últimas palabras hicieron temblar a Rosalía,
trayéndole a la memoria la rata gris y las desgracias que caerían sobre ella y
sobre su padre si se dejaba arrastrar por la tentación. No habló,
pues, más de la tela misteriosa y continuó su paseo. El día siguiente y los que
siguieron se pasaron en fiestas, partidas de caza y paseos. El Príncipe y
Rosalía veían acercarse alegremente el día de su casamiento; el Príncipe porque
amaba ya tiernamente a su prima, y Rosalía porque quería al Príncipe, porque pronto
vería a su padre y también.., porque deseaba ardientemente saber lo que era el
bulto informe de la
rotonda. Pensaba en ello sin cesar; por la noche tenía sueños
en los que entraba la tela que cubría el árbol misterioso, y durante el día
tenía que contenerse con toda su voluntad para no tratar de descubrir el
misterio.
Por fin llegó el último día de espera; al día
siguiente Rosalía cumplía los quince años. El Príncipe estaba muy ocupado en
los preparativos de la boda, a la que iban a asistir todas las Hadas conocidas
suyas y la Reina.
Rosalía se halló, pues, completamente sola aquella mañana y
fué a pasearse reflexionando acerca de la felicidad del día siguiente.
Maquinalmente se dirigió al invernadero y entró en él pensativa y risueña. Poco
después estaba ante la tela que cubría el tesoro.
-Mañana -dijo -sabré por fin el misterio que cubre
esta tela... Si quisiera podría saberlo desde ahora, pues veo algunas aberturas
por las que me sería fácil atisbar... ¿Y quién lo sabría?... Por mirar un
poco... ¡Y además que, puesto que mañana será mío, bien puedo echarle hoy un
vistazo!...
Miró en torno con disimulo y, no viendo a nadie por
allí cerca, se olvidó por completo, en su deseo extremo de satisfacer su
curiosidad, de las bondades del Príncipe y de los peligros que le amenazaban si
cedía a la tentación.
Metió uno de sus dedos en una de las minúsculas aberturas y
tiró ligeramente para hacerla mayor.
En el mismo instante la tela se desgarró de arriba
abajo con un ruido parecido al del trueno y ofreció a los ojos de Rosalía un
árbol cuyo tronco era de coral y las hojas de esmeralda. Los frutos que estaban
abundantemente repartidos por el árbol eran otras tantas perlas y piedras
preciosas de todos los colores, tan grandes como los frutos que representaban.
Pero apenas había visto aquel árbol sin igual,
cuando un ruido mayor que el anterior la sacó de su éxtasis. Rosalía se sintió
levantar y transportar a una llanura desde la que vió como se derrumbaba el
palacio del Príncipe su prometido. Gritos horrorosos salían de entre las ruinas
y el Príncipe mismo salía de entre los escombros, ensangrentado y con las
ropas hechas jirones. Se acercó y dijo a la joven tristemente:
-¡Rosalía, ingrata Rosalía, mira a qué estado me
has reducido! Después de lo que acabas de hacer, ya no dudo que cederás por
tercera vez a la curiosidad, consumando mi desgracia, la de tu padre y la tuya
propia. ¡Adiós, Rosalía!
Una vez hubo dicho esto, se alejó.
Rosalía, puesta de rodillas e inundada de lágrimas,
le llamaba; pero el joven desapareció sin querer volverse a contemplar su
sincera desesperación.
Estaba a punto de desmayarse cuando oyó la risa
crispadora de la rata gris.
-¡Dame las gracias, Rosalía, porque he sido yo
quien te ha ayudado! De noche te enviaba aquellos sueños y de día no te dejaba
en paz. Además fuí yo quien hizo los agujeros para que pudieses mirar. Creo que
sin estas últimas astucias estabas completamente perdida para mí, lo mismo que
tu padre. ¡Otro pecadillo más y serás mía para siempre!
Y la rata, en su alegría infernal, se puso a bailar
en torno de la
muchacha. Pero las palabras que había dicho su enemiga no la
habían encolerizado.
-Esto sobreviene por mi culpa -se dijo la joven;
sin mi fatal curiosidad y sin mi culpable ingratitud, la rata gris no hubiera
logrado hacerme cometer esta indigna acción que ahora me toca expiar. Ya sólo
quedan unas horas para que se cumpla el plazo y de mí dependen la felicidad de
mi padre, la de mi querido Príncipe y la mía.
Rosalía no quiso moverse de frente a las ruinas del
palacio de su primo, y la rata gris no pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacerla
salir de aquel sitio.
0.012.1 anonimo (alemania) - 066
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