Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

La ratita gris - Cap IV. El arbol de la rotonda

Rosalía admiró mucho todas las flores; creía que el Príncipe iba a levantar o romper la tela de aquel árbol misterioso, pero vió que se disponía a marcharse sin haber hablado de ello.
-¿Qué es este árbol tan bien envuelto, Príncipe? -preguntó Rosalía.
-Éste es mi regalo de bodas; por eso no os lo enseñaré hasta que hayáis cumplido los quince años, Princesa -dijo Gracioso.
-Pero... ¿qué es lo que hay debajo de la tela? -insistió Rosalía.
-Dentro de pocos días lo sabréis. Y estoy seguro de que mi regalo os gustará.
-¿Y no puedo verlo antes?
-No, Rosalía. La Reina de las Hadas me lo ha prohibido.
Espero que me querréis lo suficiente para detener durante algunos días vuestra curiosidad.
Estas últimas palabras hicieron temblar a Rosalía, trayéndole a la memoria la rata gris y las desgracias que caerían sobre ella y sobre su padre si se dejaba arrastrar por la tentación. No habló, pues, más de la tela misteriosa y continuó su paseo. El día siguiente y los que siguieron se pasaron en fiestas, partidas de caza y paseos. El Príncipe y Rosalía veían acercarse alegremente el día de su casamiento; el Príncipe porque amaba ya tiernamente a su prima, y Rosalía porque quería al Príncipe, porque pronto vería a su padre y también.., porque deseaba ardientemente saber lo que era el bulto informe de la rotonda. Pensaba en ello sin cesar; por la noche tenía sueños en los que entraba la tela que cubría el árbol misterioso, y durante el día tenía que contenerse con toda su voluntad para no tratar de descubrir el misterio.
Por fin llegó el último día de espera; al día siguiente Rosalía cumplía los quince años. El Príncipe estaba muy ocupado en los preparativos de la boda, a la que iban a asistir todas las Hadas conocidas suyas y la Reina. Rosalía se halló, pues, completamente sola aquella mañana y fué a pasearse reflexionando acerca de la felicidad del día siguiente. Maquinalmente se dirigió al invernadero y entró en él pensativa y risueña. Poco después estaba ante la tela que cubría el tesoro.
-Mañana -dijo -sabré por fin el misterio que cubre esta tela... Si quisiera podría saberlo desde ahora, pues veo algunas aberturas por las que me sería fácil atisbar... ¿Y quién lo sabría?... Por mirar un poco... ¡Y además que, puesto que mañana será mío, bien puedo echarle hoy un vistazo!...
Miró en torno con disimulo y, no viendo a nadie por allí cerca, se olvidó por completo, en su deseo extremo de satisfacer su curiosidad, de las bondades del Príncipe y de los peligros que le amenazaban si cedía a la tentación. Metió uno de sus dedos en una de las minúsculas aberturas y tiró ligeramente para hacerla mayor.
En el mismo instante la tela se desgarró de arriba abajo con un ruido parecido al del trueno y ofreció a los ojos de Rosalía un árbol cuyo tronco era de coral y las hojas de esmeralda. Los frutos que estaban abundantemente repartidos por el árbol eran otras tantas perlas y piedras preciosas de todos los colores, tan grandes como los frutos que representaban.
Pero apenas había visto aquel árbol sin igual, cuando un ruido mayor que el anterior la sacó de su éxtasis. Rosalía se sintió levantar y transportar a una llanura desde la que vió como se derrumbaba el palacio del Príncipe su prometido. Gritos horrorosos salían de entre las ruinas y el Príncipe mismo salía de entre los escombros, ensangrentado y con las ropas hechas jirones. Se acercó y dijo a la joven tristemente:
-¡Rosalía, ingrata Rosalía, mira a qué estado me has reducido! Después de lo que acabas de hacer, ya no dudo que cederás por tercera vez a la curiosidad, consumando mi desgracia, la de tu padre y la tuya propia. ¡Adiós, Rosalía!
Una vez hubo dicho esto, se alejó.
Rosalía, puesta de rodillas e inundada de lágrimas, le llamaba; pero el joven desapareció sin querer volverse a contemplar su sincera desesperación.
Estaba a punto de desmayarse cuando oyó la risa crispadora de la rata gris.
-¡Dame las gracias, Rosalía, porque he sido yo quien te ha ayudado! De noche te enviaba aquellos sueños y de día no te dejaba en paz. Además fuí yo quien hizo los agujeros para que pudieses mirar. Creo que sin estas últimas astucias estabas completamente perdida para mí, lo mismo que tu padre. ¡Otro pecadillo más y serás mía para siempre!
Y la rata, en su alegría infernal, se puso a bailar en torno de la muchacha. Pero las palabras que había dicho su enemiga no la habían encolerizado.
-Esto sobreviene por mi culpa -se dijo la joven; sin mi fatal curiosidad y sin mi culpable ingratitud, la rata gris no hubiera logrado hacerme cometer esta indigna acción que ahora me toca expiar. Ya sólo quedan unas horas para que se cumpla el plazo y de mí dependen la felicidad de mi padre, la de mi querido Príncipe y la mía.
Rosalía no quiso moverse de frente a las ruinas del palacio de su primo, y la rata gris no pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacerla salir de aquel sitio.

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