Allá, en las grandes
selvas de ese maravilloso y sorpresivo continente llamado América, en la
extensión que forma Venezuela, nacieron los Makuna-inas.
Según cuentan ellos muy
seriamente, son hijos del Sol y de una mujer que creó un dios indígena,
habitante de las aguas, y que respondía al nombre de Tuenkarón.
El Sol y su mujer
tuvieron cuatro hijos. Al mayor, le llamaron Meriwaré; al segundo que fue una
niña, Chiwadapuen. La tercera también fue una niña y recibió el nombre de Aradakarí,
y al más pequeño, le llamaron Chiké.
Crecieron, y aunque no
habían alcanzado la adolescencia, Meriwaré y Chiké, empezaron a explorar los
alrededores de su casa para conocer lo que les rodeaba. Y así se dieron cuenta
de los muchos árboles y plantas que formaban la selva. Descubrieron también
los ríos y arroyos, las escondidas y claras fuentes, y algunas cuevas que
servían de vivienda a animales que aún no conocían y largos caminos que no
sabían dónde terminaban, ni a qué lugares conducían.
De esta forma iban
adquiriendo los conocimientos necesarios y suficientes para defenderse y saber
andar por la selva, solos y sin perderse. Les gustaba mucho su mundo y cada
día descubrían algo nuevo que les asombraba o les llenaba de temor, hasta
saber qué era.
Meriwaré era fuerte y
despierto, pero Chiké era astuto e inteligente, aunque de menor tamaño y edad.
Chiké se fijaba en todo y sabía más que su hermano.
Un buen día el bosque
amaneció muy frío y lluvioso. La niebla y el agua estaban por todas partes y
por más que se refugiaban entre los árboles y se tapaban con las grandes hojas
de las plantas, el frío siempre les alcanzaba y no les dejaba en paz. Meriwaré
y Chiké se dieron cuenta de que necesitaban algo que calentase sus cuerpos, ya
que siempre iban desnudos. De sobra sabían que existía el fuego, porque
algunas veces lo habían visto de lejos, pero no sabían dónde estaba, ni cómo
se hacía.
El hermano mayor, esto
es, Meriwaré, casi tiritando de frío, dijo a su hermano Chiké:
-Hermanito, si nos frotamos
las manos mucho se nos calientan ¿no?
-¡Claro que sí! -contestó
Chiké, casi ofendido por la pregunta.
-Pues si ponemos unas
conchitas de palo entre la piel y nos las frotamos mucho, mucho, quizá salte el
fuego y podremos calen-tarnos.
-¿Tú crees? -inquirió
dudoso Chiké.
-¡Claro que sí!
¡Probemos!
A Chiké no le pareció muy
bien, porque eso de meterse astillitas de palo en la piel no le hacía mucha
gracia, pero como lo decía su hermano mayor, lo aceptó, y ambos se pusieron
entre la piel unas finas astillitas y se frotaron las manos con toda la fuerza
de que eran capaces. Pero por desgracia, lo único que sacaron en limpio fue que
sus manos se enfermaron produciéndoles bastantes dolores.
El frío aumentaba y, por
más que hacían, no lograban quitárselo. Comprendieron que sólo el fuego sería
capaz de hacerles sentirse bien. Chiké se quedó mirando fijamente a su hermano
y dijo:
-Aquí, el único que tiene
fuego, es el pájaro Mutuk.
-Pero no te lo dará
porque es muy egoísta.
-Pero yo puedo
conseguirlo, hermanito.
-¿Cómo? -preguntó
Meriwaré.
-Entrando en su casa.
-¿Te dejará?
-Seguramente no.
-¿Entonces?
-Me convertiré en grillo
y entraré sin que nadie me vea.
-Pero sus hijos podrán
verte. Querrán jugar contigo y a lo peor te matan con sus grandes picos.
-No te preocupes,
hermanito. Me defenderé.
-¿Y si te quieren comer?
-No tengas cuidado. Sé
defenderme bien.
-Tengo mucho miedo por
ti, Chiké.
-No te preocupes,
hermanito. Escóndete en ese árbol y espérame.
Dicho y hecho. Chiké miró
a su alrededor, pronunció las palabras mágicas en voz baja y al momento se
convirtió en un hermoso grillo de alas negras y brillantes. Sin pensarlo dos
veces, comenzó a saltar y así entró en casa del pájaro Mutuk. Cuando los
pequeños hijos del pájaro vieron al hermoso grillo, enseguida corrieron hacia
él y se pusieron a jugar queriéndolo atrapar. Pero Chiké saltaba de un lado a
otro para evitar que sus grandes y fuertes picos le hicieran daño o le
volvieran a la forma primitiva. Y al mismo tiempo que se defendía, y saltaba
de un lado a otro, observaba a Mutuk. Una de las veces que saltó para evitar
ser atrapado, vio que el pájaro se disponía a hacer fuego. Entonces, corrió
hasta el fogón y se escondió detrás de una tablita y una pequeña rendija. Era
un buen escondrijo para observarlo todo sin ser visto por nadie. Así pues, se
quedó muy quieto y mirando fijamente cuanto el pájaro hacía.
Mutuk iba de un lado a
otro amontonando pedacitos de leña rajada, que es la que mejor arde. Y una vez
la tuvo bien preparada, puso su cabeza sobre ella y comenzó a emitir un ruido
extraño como si tosiera. Lo repitió varias veces, hasta que, en una de ellas,
saltó una brillante chispa que, al caer sobre los pedacitos de leña rajada, los
encendió levantando una larga llama. Los pedacitos de madera rompieron a arder
alegremente mientras calentaban toda la casa haciendo que el frío se alejase.
Luego, el fuego fue achicándose para formar las ardientes brasas, que aún
proporcionaban más calor que las altas llamas.
Chiké salió de su
escondrijo después de haber aprendido cómo debía hacer el fuego, pero no estaba
seguro de que su garganta fuese capaz de producir la chispa. Sin embargo, sabía
muy bien que las brasas sí eran capaces de provocar una nueva llama. Se acercó
a ellas y se puso a mirarlas con atención, pero los hijos del pájaro Mutuk
seguían buscándole, y al verle, quisieron capturarlo y comenzaron a caminar
tras él. Pero Chiké saltaba de un lado a otro defendiéndose y, al mismo
tiempo, observando atento lo que le interesaba, porque sabía que era la única
forma de que él y su hermano y los demás componentes de la tribu podrían
quitarse el frío, cocinar sus alimentos y tener el fuego para siempre.
Uno de los saltos no fue
lo suficientemente alto para escapar, y uno de los pequeños pájaros le agarró
fuerte y lo sujetó. Riéndose, cogió unas brasitas y las depositó sobre la
espalda del grillito, quien al sentirla sobre las alas, las aferró con vigor y,
dando un buen salto, salió de la casa y corrió al encuentro de su hermano que
le esperaba al pie del árbol donde se había convertido en grillo.
Meriwaré se sentía
verdaderamente asustado temiendo por la vida de su hermano, así que cuando vio
llegar al grillo que llevaba dos brasitas sobre su espalda se alegró mucho,
porque comprendió que era Chiké que había conseguido su propósito.
Efectivamente, el grillito se paró delante de Meriwaré y recobró su verdadera
forma. Tomó las brasitas y las puso sobre un montoncito de leña rajada, y
soplando suavemente, sin emitir ningún ruido como hacía la garganta de Mutuk,
levantó la llama y enseguida pudieron calentarse y combatir el frío.
Más tarde, llevaron las
brasas donde estaban todos los suyos y, de esta manera, los Makunaimas
consiguieron el fuego para siempre.
Y dicen los más ancianos
de la tribu que los abuelos de sus abuelos, y mucho más allá de ellos, les
contaron que, en memoria de la hazaña de Chiké y desde entonces, todos los
grillitos tienen en su espalda dos manchitas blancas, que son las quemaduras
que le hicieron las brasas del fuego del pájaro Mutuk.
Al parecer así fue y así
me lo contaron los que me antecedieron. Así se lo contaré a mis descendientes
para que éstos a su vez lo transmitan a los suyos, y la hazaña de Chiké, el
más pequeño de los hijos del Sol y de Tuenkaron, se sepa y sea admirada por
todos los que de él descendieron y desciendan a través de los siglos y los
espacios.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
No hay comentarios:
Publicar un comentario