Hablan, cuentan, dicen y
quizá sueñan los viejos sabios de la tribu, que no ha mucho tiempo, en las
noches de plenilunio, cuando el bosque descansa y aparentemente duermen todos
sus moradores, en la espesura, en lo más recóndito e intrincado, suena -al
principio muy quedo, para convertirse después en un torrente inexplicable- el
son de unos extraños tambores que ninguna tribu posee, y que sin embargo, en
esas noches, inmensas y claras, el Tam, Tam, Tam, resuena en los confines más
remotos. Sube al cielo y también se adentra en el mundo subterráneo y en lo más
profundo de las aguas.
Nadie, nadie, sabe qué
es, pero lo cierto es que todos tienen miedo y quedan subyugados, inmóviles,
como las oscuras piedras, o tal vez intentan confundirse con el verde oscuro
de la vegetación, huyendo de las claras noches de luna.
Sin embargo, un miembro
de la tribu, cuando comienza el sonido persistente y agudo de los tambores,
lentamente, como si el sueño lo empujara, sale solo del poblado, sin armas,
con las manos a lo largo de su cuerpo y la mirada ardiente y alucinada, como
una mágica montaña cubierta de primavera. Los demás hombres del poblado,
incluyendo al mago sabio, y al piache conocedor de todo lo creado, no se
atreven siquiera a dejar su chinchorro y seguir al muchacho, que, insomne y
atrevido, va en busca del persistente Tam, Tam, Tam, nocturno.
Al amanecer, cuando las
estrellas corren a otros cielos o van en busca de sus grutas dejando limpios
los caminos de la bóveda celeste para que el sol lo ilumine todo, el hombre valiente
y temerario -al que llamaremos Warekarík- vuelve silencioso, con un brillo
diferente en los claros ojos, y en su piel lleva restos de blancas cenizas y
hojas verdes y tiernas, de no sé qué extraño o mágico arbusto.
Al parecer llega cansado,
y sin decir a nadie nada, busca su chinchorro, se tiende en él, y con los ojos
bien abiertos, mirando al cielo que dejan ver las enramadas, se pasa las horas.
El piache, extrañado y curioso, cargado de todos sus amuletos, sus vistosas
plumas, sus tiras de raras pieles y su varita de madera viva en la mano
derecha, se acercó al chinchorro donde descansaba Warekarík. Dio varias
vueltas alrededor, agitando su varita y musitando extrañas palabras. Levantaba
los ojos al cielo, para bajarlos después hacia la tierra como si buscara algo
transcendental y enigmático. Tres veces seis hacia la derecha y cuatro veces
siete a la izquierda, para quedarse inmóvil y esperar que lo extraordinario le
hablara, explicando qué sucedía en el alma de Warekarík.
Pero el conjuro, el
exorcismo o el tarem, la palabra mágica, el gesto insólito y de sabor antiguo,
no daban paso al milagro o al hecho concreto.
-¡Warekarík!,
¡Warekarík!, ¡Warekarík! Los abuelos de tus abuelos, los más lejanos, y acaso
más, mucho más allá de ellos, dirigen la voz de la sabiduría para que me
contestes y digas lo que sucede en tu alma, después de estar en el lugar de los
tambores.
Warekarík callaba. No
salía de su mutismo. Los ojos le brillaban y en el fondo de sus pupilas la
selva palpitaba en toda su grandeza. La noche le inundó de blancos rayos, y las
hojas de los milenarios arbustos ofrecieron su verdor primigenio.
Y de nuevo la voz del
piache se perdía entre los sonidos de la selva como una incansable jaculatoria.
Sus gestos eran poderosas órdenes que Warekarík despreciaba en su quietud y
con su silencio.
-¡¡Habla, habla,
Warekarík!! Es el espíritu de la selva quien te ha embrujado. Sólo diciendo la
única palabra te librarás del mal. El maleficio de la selva es muy peligroso.
¡Habla, habla!
Una y otra vez la voz del
piache sonó en todos los tonos y matices. Una y otra vez los gestos del
exorcismo trazaron círculos y rayas en el cristal limpio del aire, en el
devenir de las calladas horas. El sol paseó sus rayos por aquel lugar y vio la
cara de Warekarík, dispuesto a permanecer en el más absoluto de los silencios.
Sonrió y le envió un fuerte rayo para calentar y tonificar sus músculos. El
indio dio media vuelta en su chinchorro.
-¡¡Warekarík, Warekarík,
Warekarík!! ¿Qué pasó anoche? ¿De quién son los tambores? ¿Son amigos? ¿Son
enemigos?
Warekarík volvió su
cabeza y miró al piache como si no le conociera.
-¡¡Warekarík!!
-¡Los monos rojos!
-¡No es posible! ¿Qué
dices?
-¡Los monos rojos!
-¿Dónde están?
-¡Allá, allá!
Y señaló lo intrincado,
lo remoto, la frontera vegetal donde las huellas del hombre se borran a medida
que camina y donde la sombra desaparece.
El piache quedó sin saber
qué decir. De nuevó bailó alrededor del chinchorro, pronunciando quedas y
misteriosas palabras, al tiempo que agitaba nerviosamente su varita de madera
viva. Pero todo fue inútil. De los labios de Warekarík no volvió a salir una
palabra más.
Llegó de nuevo la noche. Las estrellas
tachonaron el cielo de blancura. La luna salió radiante iluminando el verdor de
los árboles, el espejo de las aguas y el sueño inquieto de los habitantes del
poblado.
De pronto, el silencio,
el sueño de la noche, fue turbado por el ruido entre suave y fuerte de los
lejanos tambores.
Warekarík bajó del
chinchorro y de nuevo, tranquilo y seguro con los brazos caídos a lo largo del
cuerpo, se adentró en la espesura.
-¡¡iTam, tam, tam, tam,
tam, tam!!!
El sonido del tambor era
una llamada incesante y precisa. Algo así como el clamor apremiante de algo urgente,
y que no admitía espera.
Warekarík corrió entre
los árboles. Saltó arroyos y matorrales. Buscó las escondidas trochas, hasta
llegar a un amplio calvero iluminado totalmente por la luna.
-¡¡iAaaaaaa, heeeeeee,
aejeüi!!!
Un corro de seres
gigantescos se abrió ante la llegada de Warekarík, quien saltó rápido y firme
al centro del extraño corro. Los tambores cambiaron de tono, como si dieran la
bienvenida al recién llegado. Los extraños seres inclinaron sus cabezas y, en
silencio, comenzaron a moverse en un enigmático baile. Parecía un fascinante
ritual portador de algo inaudito y desconocido.
Warekarík, en el centro
del corro, fue moviéndose hasta acom-pasarse al ritmo adecuado. Entonces los
tambores aumentaron y subieron su tono. Todos bailaban rítmicamente y con un
determinado compás.
¿Cuánto duró aquello? No
podemos decirlo, pero sí es cierto que los seres gigantescos, y que en realidad
eran monos de rojo pelaje, bailaban misteriosamente mientras golpeaban con
sus enormes manos los blancos vientres donde no se veía un solo pelo.
Warekarík bailó y se
abrazó con ellos cuando el movimiento lo requería. Miró sus ojos y pronunció
sus: "Aaaa, heee, aejüi". Y cuando la noche alcanzaba la mitad de su
carrera, todos dejaron de bailar y se sentaron en el suelo. De la espesura
salieron otros seres de igual pelambre, pero más pequeños. Eran los seres
femeninos, que llevaban en sus manos una especie de cesta con toda clase de
frutas tropicales. Todos comieron con apetito.
Warekarík se dirigió al
que parecía el jefe y dijo:
-El piache de mi tribu
está preocupado por mis ausencias y pregunta siempre qué vengo a hacer a la
espesura.
-¡No debes hablar! Es tu
secreto.
-¿Por qué no puedo hablar
de vosotros?
-Nos buscarán y nos
seguirán hasta nuestras madrigueras.
-¿Por qué?
-El hombre es así. Le
gustan nuestras pieles. Además, cree que somos peligrosos y dañinos.
-Pero no es verdad. Yo lo
sé y lo diría.
-Si tú hablas, nos iremos
para siempre y no podremos proteger a tu tribu.
-Les diré la verdad y...
-No te creerán.
-Sí... diré...
El mono miró a Warekarík
con una mirada triste e infinita. Con el dolor de algo grande e
incomprensible. Sabía muy bien quién era el hombre y también que, a pesar de
los siglos, no había cambiado absolutamente nada.
Las estrellas comenzaron
a ocultarse. La luna corrió por los senderos del cielo... La selva se
estremeció... Una lechuza se refugió en la copa más tupida de un soñoliento
árbol... Una gran rana, vestida de blanco y verde, comenzó a croar llamando a
los suyos... Una hoja cayó sobre las aguas borrando o escondiendo a la última
de las estrellas... El petirrojo lanzó su grito, guacamayos y loros jijearon
batiendo sus verdes y rojas alas. La cacatúa despertó sobresaltada, un águila
joven levantó su majestuoso vuelo... El lago, donde dormitaban los cocodrilos,
movió sus aguas concéntricamente, acusando la caída de un cuerpo desconocido y
toda la selva comenzó a respirar con pausa y suavidad.
-Tenemos que irnos,
Warekarík.
-¿Cuándo os veré?
-En el próximo
plenilunio.
-¿A tres lunas?
-Dos veces tres lunas.
¡Adiós!
Se levantaron los seres
rojos de blancos vientres. Sus grandes pies caminaron sobre las arenas y las
ramas caídas en busca de los árboles que forman la espesura infinita. Algunos
corrieron presu-rosos, pero todos, absolutamente todos, desaparecieron
velozmente sin dejar rastro alguno.
Warekarík quedó pensativo
y apesadumbrado, pero no pudo hacer nada para evitar su marcha. Sabía que se
trataba de los temidos monos rojos, que tenían fama de feroces y vengativos.
Pero él sabía muy bien que eran seres buenos, comprensivos, y que no hacían mal
a nadie. Los cazadores buscaban con ahínco esta especie, afortunadamente sin lograr
encontrarla. Veían sus huellas, el leve rastro que a veces dejan después de sus
reuniones en los plenilunios y aunque algunos han escuchado el sonar insistente
de sus tambores, siempre, siempre, el mono rojo se desvanece como si fuera un
ser irreal, una sombra, una imagen que sólo la mente del hombre de la selva
crea y es capaz de ver.
Warekarík dio media
vuelta para encaminarse a su poblado y vio, al lado de una gran piedra, uno de
los pequeños tambores que habían usado sus amigos, los monos rojos. Lo cogió y
sus dedos tocaron la extraña y rugosa superficie. Sintió deseos de golpearla,
pero cuando fue a hacerlo, escuchó una voz que decía:
-¡No lo hagas, Warekarík!
-¿Por qué?
-Llamarías al más sabio
de los monos rojos y deberá acudir interrumpiendo su sueño, que ha de ser muy
respetado.
-¿Es de él?
-¡Sí!
-¿Por qué lo dejó
olvidado?
-Para probar tu sabiduría.
Si esperas al nuevo plenilunio, te enseñarán todos los secretos de la selva y
te darán el mágico "Kumí".
-¿Es cierto eso?
-Podrás verlo y
comprobarlo, si eres discreto.
-Pero... ¿quién me habla?
¿quién eres tú?
-Soy el alma de la selva. No puedes verme
porque aún soy invisible a tus ojos.
-¡Quiero! ¡Necesito
verte!
-No puedes hacerlo.
Cuando seas Gran Jefe y sepas manejar el "Kumí", entonces... quizá
puedas.
-¿Qué he de hacer con el
tambor?
-Debes dármelo a mí -dijo
un gran tronco mostrando un hueco en sus raíces.
-¿A ti?
-Sí. Mira aquí abajo.
¿Ves ese hueco? Pues ahí debes dejarlo. Lo guardaré como he hecho muchas veces
y cuando ellos vengan, sabrán dónde encontrarlo.
-Está bien. Ahí tienes.
Dejó el pequeño tambor de
piel áspera y rugosa en el sitio que le habían indicado.
-Ahora puedes ir
tranquilo -dijo el árbol. Si necesitas algo, puedes venir a pedírmelo.
-¿Podrás complacerme?
-Creo que sí.
-¿En todo?
-Casi en todo.
-¡Está bien! ¡Adiós!
-Adiós, Warekarík. No
digas a nadie lo que viste y menos aún que bailaste con los monos rojos. Nadie
te creería.
-Así lo haré.
Buscó la más escondida
trocha que lo acercaba al poblado y corrió. Iba pensativo por lo que había
dicho el árbol y el alma de la selva. Comprendió que había sido elegido y sintió
la plenitud de la grandeza vegetal. Miró a su alrededor: todo se movía
suavemente como un sereno respirar en el infinito insomne de los días
luminosos. Sonrió al pensar que tendría en sus manos el mágico y maravilloso
"Kumí", capaz de hacer a un hombre invisible o transformarlo en
cualquier cosa, planta o animal. Una gran alegría invadió todo su ser. Pensó
que era la criatura más importante y más grande de toda la selva. Deseaba vivamente
que pasaran las tres lunas para reunirse de nuevo con sus amigos y protectores.
Los monos rojos eran buenos y sabían más que nadie, incluyendo la sabiduría de
todos los piaches conocidos. Él les iba a complacer satisfactoriamente,
aprendiendo cuanto le enseñaran; además les mostraría en forma adecuada su
fidelidad, para responder a su confianza.
Se sentía contento, muy
contento y más aún, satisfecho. Respiró profundo y dio un gran grito de alegría
que resonó y encontró eco en toda la umbría y quizá más allá, mucho más allá de
ella, al confín donde nadie había osado llegar.
Saltó sobre los
obstáculos que se oponían a su caminar. Abrazó a los árboles y acarició a las
flores que se inclinaban a su paso.
Corrió al poblado,
convencido y seguro de que de su boca no saldría una sola palabra que pudiera
revelar su secreto. Los monos rojos comprenderían que Warekarík siempre sería
su verdadero y fiel amigo.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
No hay comentarios:
Publicar un comentario