Blondina tenía ya siete años y Morenita tres. El
Rey había dado a Blondina un hermoso carrito del que tiraban dos avestruces. Lo
conducía un paje de diez años, sobrino de la nodriza de Blondina. El paje, que
se llamaba Glotoncito, tenía un terrible defecto: era tan laminero y le
gustaban tanto los dulces, que hubiera sido capaz de cometer una mala acción
por un paquete de bombones.
El jardín en que Blondina se paseaba en su
cochecito con el paje estaba separado por una verja de hierro de un magnífico
bosque llamado el bosque de las Lilas porque durante todo el año florecían en
él estas flores. Nadie iba a aquel bosque porque se sabía que el que entraba ya
no volvía a salir nunca más. La Reina Bribona empezó por hacerse amiga de
Glotoncito dándole cada día nuevas golosinas; cuando le hubo vuelto tan
laminero que ya no podía pasarse sin bombones, peladillas y pasteles, le hizo
venir y le dijo:
-¡Glotoncito, de ti depende el que tengas un baúl
lleno de bombones o bien que no puedas comer nunca más!
-¿No comer nunca más? ¡Ay, señora, me moriría de
pena! ¿Qué queréis que haga?
-Quiero -dijo la Reina mirándole fijamente -que conduzcas a la Princesa Blondina
hasta cerca del bosque de las Lilas.
-¡Imposible, señora, el Rey me lo ha prohibido!
-¡Ah! ¿Es imposible? Bueno, pues entonces adiós. No
te daré ningún dulce más y prohibiré a los demás que te den.
-¡Ah, señora -dijo Glotoncito llorando: dadme una
orden que yo pueda cumplir!
-Por última vez, ¿quieres llevar a Blondina cerca
del bosque encantado? Escoge: o un cofre lleno de bombones, los cuales iré
renovando cada mes, o nunca más verás un dulce.
-Sí... pero ¿cómo haré para que el Rey no me
castigue?
-No te preocupes por eso. Tan pronto como hayas
hecho entrar a Blondina en el bosque, ven a encontrarme; te daré lo convenido y
me encargaré de tu porvenir.
Glotoncito reflexionó durante unos momentos y al
fin resolvió sacrificar a su buena amita por unos kilos de bombones.
Al día siguiente, a las cuatro, Blondina pidió su
cochecito y, después de abrazar al Rey, subió en él prometiendo estar de vuelta
de su paseo antes de dos horas. El jardín era grande.
Cuando estuvieron tan lejos que ya no podían verles
desde el palacio, Glotoncito cambió de dirección y se encaminó hacia la verja
del bosque. Estaba triste y silencioso, pues el crimen que iba a cometer pesaba
sobre su corazón y su conciencia :
-¿Qué tienes, Glotoncito? ¿Estás enfermo?
-No, Princesa: estoy perfectamente.
-¡Qué pálido estás! ¡Dime lo que te pasa y haré los
posibles para contentarte!
Esta bondad de Blondina estuvo a punto de salvarla,
pero antes de que el paje pudiese responder estaba ya junto a la verja del
bosque encantado.
-¡Oh, qué hermosas lilas! -exclamó Blondina. iQué
perfume tan delicioso! ¡Quisiera hacer un ramo y llevárselo a papá! Baja,
Glotoncito, y cógeme unas cuantas ramas.
-No puedo, Princesa. Los avestruces podrían
marcharse mientras yo estuviera ausente y el Rey me reñiría.
-Es verdad -dijo Blondina. Me sabría mal que te
riñeran por mi causa.
Y diciendo estas palabras, la Princesa saltó de su
coche, atravesó la verja sin ningún trabajo, pues los barrotes estaban muy
separados unos de otros, y se puso a coger flores.
En aquel momento Glotoncito se arrepintió de su
mala acción y quiso repararla llamando a Blondina; pero aunque Blondina sólo
estaba a diez pasos de distancia y la veía perfectamente, ella no oía sus voces
y se adentraba cada vez más en el bosque encantado. Durante mucho rato la vió
cogiendo flores y al fin desapareció de su vista.
Glotoncito lloró un rato maldiciendo su glotonería,
pero al fin volvió a palacio procurando no ser visto. La Reina le estaba esperando.
Al verle pálido y con los ojos enrojecidos por las lágrimas adivinó que
Blondina estaba perdida.
-¡Ven! -le dijo. ¡Aquí está tu recompensa!
Y le enseñó un gran cofre lleno de toda clase de
bombones. Llamó a sus criados e hizo que cargasen el cofre sobre un mulo.
-En marcha, Glotoncito -le dijo, y vuelve a buscar
otro el mes que viene.
Al mismo tiempo le entregó una bolsa llena de oro.
Glotoncito espoleó a su mulo para alejarse cuanto antes, pero el mulo era malo
y tozudo. Impacientado por el peso del cofre, se encabritó y lo hizo de tal
manera que acabó por tirar al suelo el cofre y a su dueño, quien se abrió la
cabeza contra unas piedras y murio.
De este modo su crimen no le aprovechó, porque no
había tenido tiempo de gustar ni uno solo de los bombones que le había dado la Reina.
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