A niebla era densa como
una tupida y espesa vegetación. La selva se sumergía en la bruma tratando de
esconderse.
Se escuchaban los gritos
de los animales que viven en la espesura y también el susurro de las hojas y
el movimiento de las aguas que corrían por el lecho claro del río.
Todo tomaba proporciones
fantásticas, y los árboles y los arbustos aparecían y desaparecían en el seno
de la niebla que se movía cautelosa, como una gigantesca serpiente que se arrollaba
queriendo abrazarlo todo.
El graznido de un oscuro
zamuro dejó una estridencia temblorosa en la quietud del aire inmóvil. Aire
denso y asfixiante que quemaba los pulmones y escocía en los ojos. Otro grito
contestó presuroso. Después otro, y otro, y otro. Parecía que toda la fauna
animal se disponía a lanzar su algarabía por algún motivo especial. Quizá algún
animal enemigo había aparecido de repente, sembrando la general alarma.
Quedé quieto y
expectante. Ante mí, la espesura cerraba los caminos como una poderosa puerta
viva. Árboles, lianas, inmensas ramas se cruzaban entrelazándose formando una barrera
vegetal que era muy difícil vencer. No obstante, saqué el machete y comencé a
destruir cuanto se oponía a mi paso. Algunos arbustos al ser cortados, lanzaban
sobre mí su pegajosa savia, como si fuera una densa y antigua saliva misteriosa.
Sonreí al limpiarme,
porque pensé que cualquier nativo de los que poblaban aquel paraje, enseguida
hubiera pensado en lo sorpren-dente y mágico del hecho. El machete cortaba y
el arbusto enfurecido lanzaba su secrección. Sonreí y seguí cortando lianas y
arbustos y toda esa maraña de ramas y hojas que forman la tremenda barrera
vegetal.
Era lenta, muy lenta, la
penetración en la selva, pero tenía que hacerlo y buscar un sitio adecuado al
abrigo de las alimañas y bichos venenosos que habitaban por aquellos rumbos.
Por allá vivía la
terrible y venenosa coral, y también la poderosa cascabel que anunciaba su
paso agitando la extremidad de su gigantesca cola. Además, aquellos predios
eran los predilectos de la feroz arañamona, y no me seducía ser la víctima de
cualquiera de los animalitos.
La humedad y la niebla me
envolvían y entumecían mi mano haciendo más difíciles los movimientos.
Dejé caer el machete al
suelo y tuve la intención de sentarme para descansar. Pero comprendí que no
debía hacerlo porque estaba demasiado cansado. En esas condiciones, era muy
fácil dar paso al sueño. Sequé el sudor de mi frente y mis manos y, envolviendo
el puño del machete con el pañuelo, continué abriendo camino entre la maleza.
De pronto, como si una mano invisible me hubiera ayudado y me hubiera guiado,
al caer una de las más gruesas ramas, me dio paso a un gran calvero donde se
veían varias churuatas. Eran las viviendas de los habitantes de la selva. Viviendas
primitivas hechas de palos, barro y hojas de moriche.
Quedé quieto y observé
atentamente. En el calvero todo parecía inactivo y a la vez amenazante como la
misma selva. Nada se movía, ni nada se oía. No había siquiera el más inofensivo
animal que diera señales de vida. Pero quise cerciorarme de la absoluta
soledad. Lancé una piedra al centro del calvero, al tiempo que imitaba el grito
del paují.
La quietud y el silencio
más absoluto fue la respuesta a mi acto. Repetí nuevamente ruido y grito, pero
el resultado fue el mismo. Sin embargo, no quise apresurarme. Quedé inmóvil un
buen rato en espera de que saliera algún morador de las churuatas. ¡Nada!
¡Absolutamente nada!
Cuando los pies
comenzaron a hormiguear, lenta y cautelosamente, caminé hasta una de las
viviendas. De nuevo quedé quieto y en actitud de espera y defensa. Pero tuve
que convencerme de que allí no había absolutamente nadie. Que todo estaba
abandonado.
Llegué hasta el centro
del calvero. La suciedad y el abandono eran bien patentes. El lugar había sido
abandonado hacía tiempo y no existía un solo indicio de vida. Sólo selva,
humedad y niebla. Niebla que iba oscureciendo las horas y acercando la noche a
pasos agigantados.
Con mi linterna descubrí
una especie de soportes de madera donde podía colgar mi chinchorro.
Desempaqueté rápidamente al abrigo de las aparentes paredes, y en un instante
colgué mi cama para ser usada. Encendí un buen fuego para alejar las alimañas
que pudieran ardar por allá, colgué todos mis bártulos en ramas sobre el tronco
de mi cabecera y me dispuse a descansar para recuperar fuerzas.
No tenía idea de los
kilómetros que había recorrido pero mis pies se quejaban dolorosos, acusando la
larga caminata.
No quise quitarme las
botas, porque a veces hay que correr ligero y rápido, huyendo de la amenaza de
cualquier peligro que surge cuando menos se lo espera. Peligro que corre por la
selva como una inevitable exhalación.
Tomé un poco de agua
fresca y, mordisqueando una tierna raíz, me tumbé en mi chinchorro.
El sol estaba muy alto
cuando abrí los ojos. La espesura no me había dejado ver los primeros rayos del
sol y menos aún las tibias luces del amanecer.
Salté a tierra y observé
a mi alrededor. Aún quedaban pequeñas brasas, pero lo que yo buscaba era agua.
Por allá tenía que pasar un río, arroyo o riachuelo, porque los indios siempre
levantaban sus viviendas cerca de algún cauce.
Escuché con atención. Sí,
se oía el rumor del agua. Era muy quedo, pero denunciaba su presencia. Me
orienté y caminé hacia mi derecha. Justo a unos cincuenta pasos más o menos,
corría un caudaloso arroyo. Formaba un pequeño recodo donde el agua se
remansaba suavemente. Me desnudé y, arrojándome al líquido elemento, disfruté
de su cálido frescor.
Aquello me gustaba y
decidí quedarme un par de días antes de proseguir mi marcha. Exploré
minuciosamente aquel terreno y busqué con afán a los habitantes del abandonado
poblado. También decidí cazar un par de aves y conseguir algún pez para tener
provisiones. Estaba cansado de comer frutos y raíces.
A pesar de mis esfuerzos,
no pude encontrar rastros recientes de los habitantes, que sin duda alguna
habían estado allí algún tiempo.
Levanté mi campamento y
de nuevo seguí por los caminos selváticos. A medida que me adentraba en la
espesura el mar vegetal me iba descubriendo su inmensa belleza. Flores de vivos
colores y formas que ningún ser civilizado había contemplado aún. Árboles
fantásticos, de desnudos y brillantes troncos. Lianas y plantas trepadoras que
parecían imponentes brazos de colosales e inconte-nibles fuerzas.
Había oído hablar del mal
de la selva, del embrujo peligroso de esos horizontes vegetales que van
cercando al hombre hasta enloquecerle con su belleza.
Los gritos y los
chillidos de los tucanes, los cristofué, las paraulatas, el paují, los monos,
loros, guacamayos, periquitos, cardenales, y hasta el ruido de algún puma, era
el coro permanente que me acompañaba en las horas del día.
Al llegar la noche, todo
era silencio, roto a veces por extraños susurros, sigilosos pasos y el
engañoso llanto del cocodrilo en las dormidas aguas. Los pasos me hacían
presentir que estaba vigilado y seguido.
Por fin, tras varios días
de continua marcha, encontré un caudaloso río. Me senté en la orilla y sumergí
los pies descalzos en el frescor del agua. Era un gran alivio sentir la caricia
del líquido elemento. Observé a mi alrededor. Todo parecía tranquilo, pero mis
oídos permanecían atentos y todo mi ser era el anhelo de algo que revoloteaba
o caminaba a la par mía.
De pronto, en la otra
orilla, apareció una mujer. Como el sol me daba de cara, no podía verla bien.
Me moví cautelosamente para no llamar su atención. Vi cómo sumergía una
calabaza en el agua. La llenó con un rápido y diestro movimiento y la volcó
sobre su cabeza. Dos o tres veces repitió la misma operación; al cabo la dejó
en la orilla y se sumergió en el río, momento que aproveché para sacar los pies
del agua y ponerme a cubierto de sus posibles miradas.
Sigilosamente me calcé
las botas y decidí seguir sus pasos. Crucé el cauce sin hacer ruido. Me aposté
detrás de un grueso árbol y esperé. No duró mucho la espera, ya que la joven,
casi una niña, a juzgar por la esbeltez de su cuerpo, salió del agua enseguida.
Llenó de nuevo su calabaza y se adentró por un estrecho sendero, que yo seguí
tras ella. A pocos metros del río surgió un calvero y, en él, las consabidas
churuatas del clan o la tribu a la que debía pertenecer la muchacha.
Me escondí
estratégicamente para observarles y analizar si podía presentarme ante ellos
sin ningún peligro. Mi idea y mi trabajo consistían en averiguar sus modos de
vida y cuántos habitantes había por esas zonas.
Durante varias horas
observé con detenimiento. Me pareció que eran pacíficos y carecían de armas.
Al menos nó las tenían a la vista, ni las habían exhibido durante mi
observación.
Cuando aparecí en el
calvero, la sorpresa hizo que de momento quedaran inmóviles, lo que aproveché
para, con mis mejores palabras y gestos, hacerles comprender que era amigo y
nada tenían que temer.
Saqué de mi equipaje unas
cuantas chucherías que les ofrecí en gesto de amistad. Pero nadie se acercó.
Cogí un espejo y, poniéndolo frente al sol, hice correr la luz por los árboles,
por el suelo y por los espacios en sombra. Aquello les sorprendió más aún y
unos y otros se miraban, por si alguno sabía qué era lo que yo manejaba. De
nuevo hice la exhibición y pude arrancarles unas tímidas risas.
Un niño, quizá atraído y
maravillado de que la luz corriera, se acercó y trató de apresarla con sus
manos. Moví el espejo y rápidamente se trasladó el redondel de luz hacia otro
lado, casi a los pies del chiquillo. Miró alternativa-mente a la luz y a mí. No
se atrevía a atraparla de nuevo. Pausadamente fui acercándosela y la puse
sobre sus rodillas. Él saltó y otra vez su risa rompió el momento expectante.
Seguí poniendo la luz sobre su piel y recorrí su cuerpo hasta llegar a sus
manos... Él las volvió y cerró con fuerza tratando de apresar el redondel. Pero
por más esfuerzos que realizó, la tarea era imposible. Sus movimientos
resultaban graciosos y la sorpresa y el deseo le hacían gesticular cómicamente.
Le hice un gesto amistoso
invitándole a acercarse. Poco a poco llegó hasta mí y le di el espejo. Lo tomó
y corrió hacia los suyos. Las mujeres me miraban con curiosidad y creo que los
hombres con un cierto temor, puesto que, a los pocos minutos, aparecieron
varios jóvenes con sus arcos y largas flechas.
Observé que se ponían a
la defensiva. Volví a utilizar los gestos amistosos y les tendí los regalos. Al
que parecía el jefe, le ofrecí un largo machete como el que yo llevaba en la
cintura... pero tuve que dejarlo en el suelo y separarme un poco para que lo
cogiera.
Después de un tira y
afloja, de querer y no querer acercarse, traté de hacerme entender
pronunciando la palabra "amigo". Pero mi sorpresa fue mayúscula,
cuando uno de los indígenas pintarrajeados se acercó sin temor, y me habló correctamente.
-¿Por qué conoces mi
idioma?
-Tenenos una misión a dos
lunas de aquí.
-¿Frailes?
-Sí. Capuchinos.
-¿No llegan hasta aquí?
-A veces. Pero es muy
difícil el camino. Nosotros vamos allá.
-¿Has estado en la
capital?
-No. El Padre quiere
llevarme, pero prefiero estar aquí.
-¿Por qué?
-Porque aquí nacimos
todos y aquí quiero estar.
-¿Crees en el Dios de los
cristianos?
-Todos los dioses son
buenos, si nos dejan vivir en paz con los nuestros y los demás.
-¿Puedo quedarme?
-¡Sí! ¡Claro que sí!
Estaremos contentos en tu compañía.
-¿Dónde me alojaré?
-¿Aquí!
Me señaló una especie de
galería semicubierta. Palos sosteniendo un tejadillo de palma y grandes hojas.
No había puertas y los espacios techados eran comunales.
A mi entender y sentir,
aquello era una promiscuidad inconcebible. Hombres, mujeres y niños en el
mismo hábitat y sin separación en ningún aspecto. Sin embargo, para ellos era
lo más natural. Todos convivían y compartían lo que la vida y la selva les
brindaba. Y podían vivir en paz, porque sus necesidades estaban cubiertas y
nadie deseaba tener más que los otros.
Colgué mi chinchorro y
fui uno más entre ellos. Su hospitalidad les hizo que me ofrecieran frutas y
raíces, a más de su bebida fermentada. Acepté todo para corresponder y
agradecer su generosa hospitalidad.
Fui blanco de sus miradas
y las risas y cuchicheos se sucedían sin cesar. Hice oídos sordos a todo y
traté de mostrame natural y solidario. Ellos se extrañaban de mí, y yo, me sorprendía
de sus modos y actitudes.
Después de comer sus
frugales alimentos, nos sentamos alre-dedor de la hoguera que al anochecer se
encendía para alejar a los animales dañinos y también a los espíritus nocturnos,
que a veces, según ellos, les jugaban malas pasadas. Asentí a lo que me decían
y les di la razón en sus manifestaciones, sin mostrar extrañeza y menos aún
mis verdades.
Ya sentados alrededor de
la hoguera, el joven indio tomó la palabra y, dirigiéndose a mí, dijo:
-Me llamo Ernesto.
-¿Te bautizaron?
-Sí, claro. El padre de
la misión lo hizo.
-¿Estáis todos
bautizados?
-Algunos. Otros no han
querido.
-Mi nombre es Pablo.
-¿Te perdiste?
-No, estoy buscando las
misiones y a vosotros también.
-¿Sí? ¿Por qué?
-Queremos saber cuántos
sois y cómo vivís.
-No somos muchos. Pero
vivimos bien y tranquilos
-¿Te gusta esto más que
la misión?
-Sí. Esto es mejor.
-¿No te gusta trabajar?
-Sí. Pero acá también se
trabaja. De otro modo... pescamos... cazamos... recogemos frutas... yuca...
ñames...
-¿Siempre habéis estado
aquí?
-Sí. Hace mucho tiempo.
-¿Tus padres también?
-Todos. Desde más lejos
de los abuelos de mis abuelos.
-¿Sois todos familia?
-Sí, sí.
-¿Los niños?
-Los cuidamos y les
enseñamos a cazar y a defenderse de todo.
-Y ¿si enferman?
-El piache les cura.
Invoca a los espíritus y quema hierbas que curan los males y alejan a los
espíritus.
-Pero tú sabes que hay
enfermedades que el piache no puede curar.
-Sí. Él lo sabe todo. En
lo más escondido, encuentra el remedio que quita los males.
-Pero se mueren los
niños, ¿no?
-A veces sí porque es
llegado el tiempo de que se vayan de nuestro lado.
-Y ¿no los lleváis a la
misión?
-Sí. Pero allá les clavan
agujas y medicamentos que al pia
che no le gustan.
Entonces no son buenos.
-Pero se curan, ¿no?
-Sí. Muchas veces.
No entendía su
obcecación. Hablamos de todo. Llegó el momento en el que me sentí identificado
con el medio ambiente y también con los componentes de la tribu. Admiré su
destreza para cazar y preparar sus comidas con tan rudimentarios elementos. La
pesca también la realizaban con una pericia inaudita y todo valía para comer,
hasta las rojas lombrices de la tierra representaban un bocado exquisito para
sus paladares.
Una noche, cuando las
estrellas eran más blancas y dejaban caer su luz sobre el calvero y las
churuatas, Ernesto me hizo callar, y sigilosamente se bajó de su chinchorro. Lo
vi desvanecerse como una sombra más en la densidad de la espesura. No puedo
decir el tiempo que duró su ausencia, pero sí le vi regresar presuroso y, en
medio del calvero, encender una gran hoguera. No dije nada y esperé a que se
acercara. Lo hizo al rato y después de esparcir las brasas en los puntos estratégicos
del recinto.
-¿Qué ocurre, Ernesto?
-Hay animalitos dañinos
por acá cerca.
-¿Qué animales?
-Pumas y acaso una
serpiente.
-¿En la noche una
serpiente?
-Sí. A veces salen en
busca de comida.
Salté del chinchorro y
empuñé mi arma de fuego dispuesto a acabar con las alimañas.
-Quédate tranquilo. Con
el fuego no vendrán.
-¿Estás seguro?
-Sí.
-De todos modos, creo que
debemos hacer guardia cerca de la hoguera.
-Mejor acá.
Dispuso unas ramas y unas
grandes hojas de moriche. Lo acondicionó a unos metros del fuego y ante él nos
sentamos los dos. Yo estaba tenso y expectante. Por el contrario, él observaba
atento sin perder la calma.
El tiempo pasaba
lentamente. Las brasas hacían guiños fantás-ticos y las diminutas llamas
exhibían sus extraños colores que iban del azulado al amenazante rojo.
-Una vez -comenzó a decir
Ernesto casi en voz baja, hace mucho, mucho tiempo, cuando aún ningún indio
habitaba estas selvas,
salió del río un pequeño y bonito pez. Pero como no sabía respirar, se ahogaba
con el aire. Entonces, un pez anciano que sabía lo que pasaba cuando se salía
del agua, le dio un fuerte golpe con su poderosa aleta y de nuevo fue a caer al
río. El pez viejito, que sabía mucho, le explicó que había dos mundos muy
diferentes y cada habitante sólo podía vivir en el mundo donde había nacido...
En el de fuera que es la tierra, había que estar sujeto a ella, porque es la
madre que lo sustenta y sin su alimento no se puede vivir. Y esos son los
árboles, las flores, los frutos, las plantas... y ese es su mundo.
El otro mundo, donde se
podía mover libre y encontrar alimentos en todas partes, era el mundo del agua,
donde ellos vivían. El agua es buena y tiene todo lo necesario para vivir y
crecer. Además, en el fondo de ella, también hay plantas que les dan cobijo y
comida. Pero el pez nunca puede estar quieto y va de un lado a otro, paseando
y viéndolo todo. A veces llega a lugares en los que hay mucha, muchísima agua
y dicen que es muy salada, pero también hay muchos, muchísimos peces y de
muchas familias... son tantas que no se conocen...
El pez pequeño escuchaba
con mucha atención, pero aún suspiraba por el lugar donde había estado. Vio los
grandes árboles, los pequeños y espesos arbustos y también las flores de
hermosos y brillantes colores. El pez grande le hizo ver los grandes peligros
que podía correr y que, a partir de su advertencia, debía pensar muy bien lo
que iba a hacer.
El pez chiquito se quedó
un poco asustado y sorprendido de tanta cosa como le había contado el anciano
pez, pero cuando vio que se daba la vuelta y se iba a las aguas profundas,
hizo lo mismo pero para volverse á la orilla. No obstante, esta vez tuvo más
cuidado y no salió del todo, sino que de vez en cuando asomaba su cabecita y
volvía a meterla bajo el agua para seguir respirando.
Así un día y otro día,
volvía a la orilla a observar todo lo que en ella había. Y una de las muchas,
muchísimas veces que volvió, se quedó sorprendido al ver que sobre el agua se
inclinaba una flor intensamente blanca, con unos pétalos y un tallo esbelto y
delicado. La miró una y otra vez. Admiró las diminutas hojas del joven tallo y
quedó prendado de la blancura de los pétalos y de la belleza de toda la flor.
Dicen los viejos sabios
de la tribu, y los que nos precedieron, los que fueron antes de los abuelos de
nuestros abuelos y quizá más lejos, que llegó un momento en que el pez, lleno
de amor, se acercó cuanto pudo a la flor y ella le habló. El pececillo no
entendía y permanecía quieto mirándola y mirándola muy fijamente con sus ojitos
brillantes y amorosos. Pasaron los días y la flor continuaba hablándole suavementes
sin que el pececito pudiera entenderla. Hasta que un buen día, las palabras
quedaron prendidas en su oído y entendió perfectamente lo que le dijo. Él
también habló y sonrió a la flor con toda su ilusión. Ella le pedía que
saliera del agua y se quedara a vivir a su lado. Contestó que ése era también
su deseo, pero que si salía del agua, no podría vivir porque el aire lo
mataría, y no se verían más. La flor no comprendió cómo podía ser eso, puesto
que ella sí podía respirar y vivir al lado del agua.
El pececillo habló con el
gran pez y le contó lo que pasaba. El consejo fue que la flor debía vivir en
el agua puesto que para ella era más fácil. Corrió hacia la orilla donde estaba
la flor, y le dijo todo ilusionado que ella sí podría vivir en las aguas, que
sería la más hermosa de todas las flores y siempre estarían juntos.
-Tendrás que ayudarme a
salir de la tierra -dijo contenta.
-Lo haré -contestó él muy
alegre.
Las aguas del río les
hablaron tratando de disuadirles de su locura, porque ni uno ni otro podían
vivir fuera de su elemento. Pero entre la flor y el pececillo había brotado el
amor, y el amor es tan ciego que no entiende de razones. Nadie iba a detenerles
en su intento.
Y una noche, cuando la Luna contemplaba hierática un
plenilunio de estrellas y su luz caía a raudales sobre los árboles y el agua,
llegó el pececillo dispuesto a llevarse a la flor que le esperaba impaciente y
enternecida.
-Ven, ven. Estoy
dispuesta. Sólo tienes que ir quitando esas arenas y mis raíces saldrán
enseguida.
-Ahora mismo lo haré
-dijo dispuesto el pececillo.
Y dicho y hecho. Puso
todo su esfuerzo y todo su amor en lo que se había propuesto y comenzó a
retirar las arenas con sus pequeñas aletas. También, a veces, las quitaba con
su boquita. Pero según iba apartando unas, resbalaban otras, y otras, y otras,
haciendo más difícil su trabajo.
-Tendrás que quitarlas de
otra manera -advirtió la flor.
El pececillo nadó de un
lado a otro viendo cómo podría hacerlo mejor. Reparó en una pequeña piedra y le
dio un fuerte coletazo haciéndola caer al fondo del río, así quedaron casi al
descubierto todas las raicillas de la flor.
Con todo cuidado, el
pececito las agarró con sus dientes, pero como eran tan finas las cortó. La
flor cayó a tierra y gritó asustada, llamando al pececillo lastimeramente.
Presuroso y también asustado, el pez saltó fuera del agua, pero lo hizo con
tanto impulso que fue a caer bastante lejos de su amada. Los dos se miraron,
porque era lo único que podían hacer, y se sonrieron. Intentaron acercarse por
todos los medios a su alcance, pero la distancia era grande para sus pequeñas
fuerzas y no pudieron lograrlo. Al ver que no conseguían nada, ambos se
desesperaron, pero siguieron en su intento.
El tiempo pasaba y el pez
no podía respirar por más que abría su diminuta boca. La flor se había mojado
demasiado y estaba atrapada por la humedad de la tierra. Los dos suspiraron
y el suspiro llegó hasta la Luna
que estaba distraída mirando las estrellas. Quiso saber de quiénes eran los
suspiros y comenzó a mirar a su alrededor. En el cielo nadie suspiraba... en
el aire... ¡tampoco! Entonces miró a la tierra enviando su más potente luz. Vio
cómo el arroyo cristalino corría presuroso y asustado llamando al pez grande,
lo que la extrañó muchísimo, y siguió mirando con más cuidado, hasta que vio a
la flor que comenzaba a perder su blancura convirtiéndose en hojas
transparentes. Y más allá, vio las rojas y verdes escamas del pececillo que se
iba quedando quieto, quieto, quieto...
Como la Luna lo sabe todo, enseguida
comprendió cuanto estaba pasando. La flor y el pececillo se morían por su
amor. Quiso salvarlos, pero comprendió que era demasiado tarde. En el cielo una
estrella corrió a dar la noticia a todos los astros y a las más lejanas
estrellas, y también fue a la gruta donde suele dormir el Sol... Los árboles
callaron. La selva se quedó silenciosa y quieta. Todos los animalillos permanecieron
en sus cuevas y cuando llegó el pez grande a la orilla no pudo hacer nada. La Luna , arriba, miraba y miraba
con amargura cómo desaparecían los dos pequeños seres. Al contemplar la
tristeza general, comenzó a llorar y a llorar y a llorar. Sus lágrimas eran
muchas, muchas, muchísimas y caían entre las estrellas y llegaban a la tierra y
a los ríos. Caían presurosas desde el cielo inundándolo todo y casi
cubriéndolo todo: árboles, arbustos, flores, aguas, caminos...
Y fueron tantas y tantas
las lágrimas que derramó la Lu na,
que los dioses de los bosques, de las selvas, los del día y de la noche, los
del cielo y de la tierra, los del agua y de los aires, las recogieron, y al ir
a guardarlas en las grutas de todos los tiempos y de los que aún estaban por
llegar, vieron que eran muy hermosas y las convirtieron en mujeres y hombres.
Esos hombres y mujeres fueron dejados en lo más intrincado de la selva, junto
al arroyo donde la flor y el pececito se quedaron para siempre. Esos hombres y
esas mujeres, fieles al amor, fueron los padres de nuestros primeros padres
que, después de los tiempos, nos hicieron a nosotros.
Así lo han dicho siempre
los sabios de la tribu, desde los más lejanos hasta los de hoy, y lo creemos
así. Somos hijos de la Luna ,
de las lágrimas de la Luna ;
siempre será así hasta el final de los tiempos.
Ernesto se quedó mirando
con sus grandes ojos al fuego que parecía sonreír en la serenidad de la hora.
Quedé sorprendido y admirado del relato que nadie le había pedido y que sin
embargo él, quizá por el embrujo del fuego y el sortilegio de la noche,
necesitó decir en voz alta, rememorando lo que palpitaba en su interior y le
habían contado los sabios de su tribu.
Callaron sus palabras.
Permaneció tan inmóvil que pensé por un momento que se iba a fundir en el
misterio de la noche y la selva.
El alba comenzó a
levantarse presurosa. El fuego se extinguía ensoñador y melancólico, y yo, sin
saber si dormía o soñaba, sentí el poderoso despertar de la selva y el
jubiloso grito de un madrugador cristofué irrumpió en la radiante mañana de un
anaranjado amanecer.
¡iCristofueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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