Cuentan los ancianos de
la tribu que allá, en muy lejanos tiempos y casi cuando acababan de ser creados
los indios, vivía en lo profundo de la selva un piache que siempre estaba
recolectando flores y plantas silvestres capaces de curar todas las enfermedades
conocidas.
Un buen día se dio cuenta
de que sabía y conocía casi todas las hierbas y plantas medicinales que
crecían por allá.
-Con todo lo que sé y
tengo en mi poder, puedo curar a los demás -pensó muy convencido.
Entonces fue buscando
pequeñas calabazas, que secó al sol, para convertirlas en unas bellas totumitas
que decoró con dibujos alusivos a la planta que guardaban. En algunas, encerró
el jugo curativo.
Así consiguió tener una
buena cantidad de remedios que fue acumulando y guardando en el interior de su
churuata. El piache, cuando ya sabía mucho, mucho, se quedó tranquilo y todos
los días esperaba en el camino a que alguien pasase por allá y necesitara de
sus remedios. Pero el tiempo transcurría y, por aquellas soledades, a nadie se
le ocurría pasar.
-Tendré que ir a
buscarlos -se dijo, pues sé muy bien que hay indios que necesitan de mis
remedios.
Y dicho y hecho. Cogió
sus totumitas o calabazas secas, las ató con una buena liana y, echando todo
sobre su hombro, se puso a caminar a través de la selva.
Caminó seis días con sus
seis estrelladas noches y no encontró a nadie. Pero no se desanimó y siguió
adelante.
Una noche, cuando cansado
de tanto andar decidió dormir, escuchó un ruido, como si alguien estuviera
golpeando o cortando árboles.
-A esta hora, nadie
corta, ni golpea árboles. Seguramente será algún espíritu del bosque que quiere
distraerme y confundirme.
Y sin querer averiguar
más, tomó un poco de cera de la que llevaba en una de las totumitas, y,
poniéndosela en los oídos, se durmió.
A la mañana siguiente, el
sol le despertó y se dio cuenta de que había estado durmiendo mucho tiempo.
Así pues, se levantó y fue a lavarse en el agua que corría cerca y formaba un
pequeño remanso. Se quitó la cera de los oídos y volvió a escuchar el mismo
golpeteo de la noche. Intrigado, comenzó a buscar qué o quién era el que hacía
aquel ruido. Dio varias vueltas y no encontró nada, ni a nadie.
-Tengo que pensar -se
dijo. Por acá debe vivir alguien.
Quedóse quieto y atento,
para poder saber con precisión el lugar exacto donde se producía el ruido. Se
orientó y encaminó sus pasos hacia el norte, donde la selva era más espesa.
Caminó un buen rato guiándose por el sonido de los golpes. Llegó a un claro de
la espesura y vio cómo infinidad de mariposas volaban y revoloteaban sobre las
más hermosas flores que jamás había visto.
Aquello era una verdadera
fiesta para los ojos y también para el alma. Las alas de las mariposas
ostentaban y lucían los más vistosos colores y las flores tenían las corolas
más sorprendentes que se podían soñar.
El piache, que era muy
sensible a la belleza de las cosas, se quedó extasiado ante el espectáculo que
se ofrecía a sus ojos. Suspiró profundamente de satisfacción y hasta él llegó el
intenso y grato aroma de las flores.
-¡Qué bello lugar! ¡Esto
debe ser parte del paraíso!pensó muy convencido.
De pronto, escuchó nuevamente
los golpes que continuaban y continuaban sonando. Volvió a orientarse y cruzó
el claro, cuidando de no pisar las hermosas flores. Se adentró nuevamente en la
espesura y allí, precisamente donde los árboles parecían abrazarse para hablar
en voz baja, vio un pequeño indiecito que estaba encaramado en uno de los
árboles.
El piache miró
atentamente y se dio cuenta de que el mdiecito tenía en sus manos un objeto
que brillaba intensamente. Se acercó y vio que lo que brillaba así era la
afilada hoja de un hacha.
-Pero, muchacho, ¿qué
haces? -preguntó sorprendido.
-Estoy cortando el árbol.
-Y ¿para qué quieres cortarlo?
-Porque con su corteza me
haré una curiara para cruzar y pasear por todos los ríos.
-Para eso no hace falta
cortar y derribar el árbol.
-"Se lo he dicho, se
lo he dicho" -murmuró el árbol con un hilo de voz.
-Es más fácil -dijo el
piache, coger solamente su corteza. Así no destrozarás este hermoso árbol.
-¡Quiero cortar el árbol!
-contestó obstinado y enfadado el indiecito.
Y diciendo aquellas
palabras, clavó con todas sus fuerzas el hacha en el ya lastimado tronco.
-No debes hacer eso. Los
árboles y las plantas son nuestros amigos y debemos cuidarlos, respetarlos y
amarlos. Ellos nos dan sombras y nos traen las lluvias que fertilizan la tierra.
También nos proporcionan la madera para hacer nuestras casas y muchas cosas
más.
-¡Quiero mi curiara y cortaré
el árbol!
Y diciendo esto, intentó
quitar el hacha del tronco para seguir golpeando al pobre árbol que nada le
había hecho. Pero por más esfuerzos que hizo, le fue imposible lograrlo.
-¿Lo ves? -dijo el piache.
No debes torturar más al árbol. Además, el dios de la selva o cualquiera de
sus muchos habitantes pueden enfadarse y te reclamarán...
-¡Que vengan los que
quieran! ¡No tengo miedo a nadie! He dicho que cortaré mi árbol y ¡lo haré!
-gritó el obstinado muchacho haciendo esfuerzos para conseguir de nuevo su
hacha.
El viento que había
escuchado todo, se impacientó y movió las hojas de todos los árboles en señal
de protesta. Las ramas y las hojas se miraron inquietas y vieron brillar el
hacha, casi hundida, en el firme tronco. El sol se ocultó tras una rosada
nube. Las mariposas volaron apresuradamente y el cristo fué ahogó su grito de
dolor al ver herido al árbol. El dios de la selva y de los bosques, y también
las ondinas que vivían en las frías aguas de aquellos parajes, se acercaron al
árbol herido.
-¡Oh! -exclamaron todos.
-¿Te duele mucho?
-preguntó quedamente la pereza.
-No mucho -contestó el
árbol. El indiecito no tiene mucha fuerza.
El dios de la selva y de
todas las espesuras frunció el entrecejo y dijo severamente:
-Es una maldad derribar y
herir a los árboles por un simple capricho.
-¡Es verdad, es verdad!
-contestaron a coro los moradores.
-Ahora váis a ver
-sentenció el dios.
Casi imperceptiblemente
llamó al viento que acudió rápido, y juntos comenzaron a soplar. Primero lo
hicieron con suavidad, para a los pocos momentos convertirlo en un tremendo y
furioso huracán. Desde el fondo de la selva surgió un intenso silbido, y
después, unos grandes remolinos levantaron hojas y ramas agitando con
violencia el bosque.
Así estuvieron un buen
rato. Todo se movió violentamente y todo se agitó. Las ramas se movieron y el
árbol herido quedó envuelto en una nube de arena y viento, de hojas caídas y
diminutas ramas.
Cuando el dios y señor de
las selvas, las espesuras y los bosques quedó quieto, todo se apaciguó. El
piache miró atento y curioso y vio que el hacha temblaba y se movía.
-¿Qué es eso? -murmuró
intrigado.
-¡Calla! Ahora verás
-dijo el dios.
Una joven rana acarició
con sus hojas el tronco del árbol y cuando se retiró tímidamente a su posición
primitiva, vieron cómo el hacha se llenaba de hermosos colores y se transformaba
en un precioso pájaro de suaves y delicadas plumas.
-¿Qué ven mis ojos?
-exclamó asombrado el piache.
-¿Qué fue de mi hacha?
-preguntó asustado el indiecito.
-Aquí tenéis -dijo el
dios de la selva y de los bosques. El hacha no volverá a herir a ningún árbol.
Y este pájaro que he formado con ella se llamará "Pájaro Carpintero",
y él será quien con su pico haga los nidos en el árbol hueco que se lo permita.
Su pico es suave, y él sabe muy bien cómo ha de utilizarlo para hacer su casa
sin lastimar ningún tronco.
El piache quedó asombrado
y maravillado de tanto poder y sabiduría. El indiecito, por su maldad y
soberbia, recibió una buena lección y vio cómo su hacha se convertía en un
bello e inofensivo pajarito.
Y dicen los ancianos
sabios de la tribu que así nacieron y se formaron los
"pájaros-carpinteros" de la selva que riegan los grandes ríos
Amazonas y el caudaloso Orinoco, y quién sabe sí también habrán nacido así en
todos los lugares del mundo.
Quizá sea así, quizá no.
Pero así me lo contaron y así lo cuento y lo contaré yo.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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