El gran orishá (dios) Obatala, el creador de la
humanidad, decidió visitar a Shangó, el orishá del trueno y del relámpago, que
vivía y reinaba en la ciudad de Oyo.
Obatala no usaba tambores que anunciaran su presencia.
En cambio vestía de un blanco tan absoluto y tan perfecto que todos lo
reconocían a distancia por su brillo. Le llamaban «El rey vestido de blanco».
Por eso, cuando su esposa supo que su marido quería
partir de viaje para visitar a su amigo Shangó, su primera preocupación fue que
la ropa de Obatala estuviera impecable. Sin embargo, esa noche tuvo un mal
sueño.
-Obatala, no deberías ir a Oyo -le dijo a la mañana
siguiente a su marido. Soñé que tus prendas blancas no se podían limpiar. Las
manchas parecían desaparecer cuando las sumergía en el agua, pero apenas se
secaba la ropa, se notaban otra vez.
-Pero ahora estás despierta y mi ropa está impecable
-dijo Obatala. Y yo me voy a Oyo.
Sin embargo, alguna duda le había quedado, porque decidió
consultar a Orunmila, el orishá de las profecías.
Orunmila arrojó sobre la bandeja unas nueces de palma
y, al ver cómo caían, frunció el ceño.
-No vayas, Obatala. La desgracia te espera en Oyo.
-No puedo sospechar de mi amigo Shangó -dijo Obatala,
enojado.
Y vestido con sus blanquísimas prendas, comenzó a
caminar hacia Oyo. Por el camino se encontró al orishá Eshu, que estaba sentado
bajo un árbol junto a una vasija llena de aceite de palma.
-Por favor, Obatala -le pidió. ¿Podrías ayudarme?
Necesito que me pongas la vasija sobre la cabeza para poder llevármela. Yo no
tengo bastante fuerza.
Pero cuando Obatala levantó la vasija, unas gotas de
aceite mancharon su ropa, de modo que tuvo que volver a su casa para cambiarse
antes de reemprender el camino.
Por segunda vez se encontró con Eshu. Ahora la vasija
era más grande y el pobre Eshu parecía desesperado. Obatala, famoso por su
generosidad y sus buenas acciones, lo ayudó una vez más. Por supuesto, volvió a
mancharse con aceite y tuvo que volver a su casa.
La tercera vez que se encontró en Eshu, la vasija de
aceite era gigantesca.
-Eshu, tendrás que disculparme, pero estoy un poco
apurado -le dijo. Las manchas en su ropa lo tenían preocupado. Eran un mal
presagio.
-¿Te niegas a ayudarme? -gritó Eshu, enojadísimo.
Eshu era famoso por las locuras que era capaz de hacer
cuando lo dominaba la ira.
Ahora , empujando con las dos manos el enorme recipiente, lo
hizo caer, manchando más que nunca la blanca ropa de Obatala.
Esta vez el creador de la humanidad decidió seguir
adelante, aun con su ropa manchada de aceite. Caminó y caminó a la velocidad
que solo un orishá puede darle a sus pasos. Hasta que, en las cercanías de la ciudad
de Oyo, vio un hermosísimo caballo blanco que pastaba suelto entre un grupo de
arbustos.
«Este caballo solo puede ser de Shangó» pensó Obatala.
«Se ha perdido y lo deben de estar buscando. Se lo llevaré de vuelta». Y
tomando al caballo por la brida, siguió su camino.
En ese momento apareció un grupo de servidores de
Shangó que estaban buscando al caballo. Cuando vieron que Obatala lo tenía, se
lanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo brutalmente.
-¡Este es el ladrón, que reciba su merecido!
-gritaban.
Golpeándolo sin parar, sin escucharlo, ni prestar
atención a sus protestas, los criados llevaron a Obatala a la cárcel de Oyo y
allí lo encerraron en un calabozo. Con su ropa toda sucia de aceite, ¿quién iba
a creer que él era de verdad el famoso rey vestido de blanco?
El tiempo pasaba y Obatala seguía encerrado. Shangó
nada sabía de lo que había sucedido porque ninguno de sus servidores consideró
que se tratara de un asunto de tanta importancia como para llegar al gran
orishá. La bondad de Obatala estaba llegando a sus límites. Harto de ser
maltratado, harto de que nadie lo escuchara, decidió que era hora de usar sus
poderes. Y envió sobre Oyo la más terrible sequía que jamás se hubiera
conocido. Ni una gota de agua caía del cielo. Los campos se secaron. Las
reservas de agua se agotaban. Las plantas no crecían en los sembrados. La gente
de Oyo comenzó a sufrir hambre.
Pero como no se sabía la causa de la sequía, nadie
vino a rescatar a Obatala y el orishá, furioso, decidió enviar a la Enfermedad. Una
terrible plaga se extendió por la ciudad. El Ser Sin Rostro iba de casa en casa,
tocando a los humanos con sus dedos mortales.
Ante la catástrofe, Shangó llamó a sus adivinos. Con
nueces de palma, arrojando huesos, conchillas y cadenas de adivinación, los
magos descubrieron lo que pasaba.
-Un gran personaje está injustamente prisionero en un
calabozo de la ciudad.
Está vestido de blanco, pero su ropa se ha manchado con aceite.
Hasta que no sea liberado no lloverá, no habrá comida ni agua y seguirá
azotándonos la peste.
Shangó en persona fue a revisar uno por uno los
calabozos de sus prisiones. Allí encontró a Obatala, con su barba sin cortar,
sucio y maltratado. Dejando de lado todo orgullo, Shangó se arrodilló delante
de Obatala como si fuera un mortal cualquiera.
-Gran Obatala, hacedor de todas las cosas, ¿qué
terrible destino te trajo hasta aquí?
Entonces Obatala le relató a Shangó todo lo que le
había pasado y la forma estúpida y cruel en que lo habían tratado sus
servidores.
-Gran Obatala, perdón, yo no sabía nada de lo que
estaba pasando.
-Nadie puede ser llamado gobernante si no sabe lo que
hacen sus servidores con la autoridad que él mismo les ha entregado -contestó
Obatala, indignado.
Pero como su corazón era generoso y había sido el
creador de la humanidad, Obatala se conmovió ante el dolor y el sufrimiento de
la gente de Oyo. Les devolvió la lluvia y se llevó la Enfermedad.
Desde entonces, cada vez que un orishá debe emprender
un viaje largo, dice todavía, en recuerdo de esta triste historia y para alejar
la mala suerte: «Eshu, que arrojaste aceite sobre la túnica de Obatala, por
favor, no manches mi ropa en este viaje».
0.009.1 anonimo (africa-yoruba) - 059
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