Surro Sanke era un gran héroe, muy querido por el
pueblo de Kaarta y un gran amigo del anciano rey. Pero como nadie es eterno en
este mundo, el viejo rey murió y comenzó el reinado de su hijo. El joven rey
estaba celoso de la fama del héroe, y trató de librarse de Surro Sanke de todas
las maneras posibles. Pero no era nada fácil.
Un día Surro Sanke decidió que era hora de hablar
francamente.
-Tú quieres mi muerte -le dijo al rey. Y yo te
propongo una apuesta. Si logras demostrar que tuve miedo o que dije una
mentira, me puedes matar. Ni siquiera trataré de defenderme.
Había mucha gente en la sala del trono y todos fueron
testigos de la apuesta. El
rey comenzó con sus torcidos planes para demostrar que Surro Sanke era un
mentiroso y un cobarde. Convocó al jefe de una aldea que quedaba a un día de
marcha y le explicó lo que debía hacer.
-Mañana enviaré a Surro Sanke a buscarte, con la orden
de que te presentes inmediatamente ante mí. Debes decirle que sí. Ensillarás tu
caballo diciéndole que se adelante, que pronto lo seguirás. Pero, por supuesto,
no lo harás, te quedarás en tu aldea. Surro Sanke vendrá a decirme que ya
vienes. ¡Y eso será una mentira!
El jefe de la aldea aseguró que obedecería en todo. Ya
estaba montada una parte de la trampa. Entonces el rey mandó a llamar a cien
soldados.
-Mañana le daré orden a Surro Sanke de que vaya a una
aldea. Vosotros os esconderéis a los costados del camino, y cuando él pase,
comenzaréis a disparar. Pero cargad vuestros fusiles con pólvora solamente, sin
balas. Quiero tener aquí a Surro Sanke vivo para que reconozca que perdió la
apuesta.
A la mañana siguiente, tal como lo tenía pensado, el
rey mandó llamar a Surro Sanke y le ordenó que fuera a buscar al jefe de la
aldea.
El héroe se puso en camino. De pronto, a mitad de
trayecto, empezaron a sonar los disparos de un pequeño ejército. Cien hombres
armados aparecieron a los lados del camino: todos dispa-raban sobre Surro
Sanke.
El héroe se detuvo. Solo llevaba encima un arco y tres
flechas. Montó el arco, disparó tres veces y tres soldados cayeron muertos.
Cuando estaba a punto de lanzarse sobre otro para iniciar una lucha cuerpo a
cuerpo, los soldados, asustados, escaparon hacia la ciudad. Noventa y
siete hombres se presentaron ante el rey.
-Puedes ordenar matar a ese hombre -le dijeron. Pero
asustarlo... ¡eso es imposible! No tiene miedo de nada.
Entretanto Surro Sanke había llegado a la aldea y le
dijo al jefe que debía presentarse ante el rey.
-Por supuesto, lo haré de inmediato -dijo el hombre.
Mandó ensillar su caballo, puso el pie en el estribo
derecho y antes de treparse y poner el pie en el otro estribo propuso:
-Tú vas a pie y tardarás más. Ve delante que yo te
alcanzaré enseguida.
En cuanto Surro Sanke se perdió de vista, el jefe
desmontó y se quedó en su casa.
-¿Va a venir el jefe que mandé llamar? -le preguntó el
rey a Surro Sanke.
-Quizás sí, quizás no -contestó Surro Sanke.
-¡Pero qué dices! ¿No has cumplido la orden que te di?
-La he cumplido. Pero ¿cómo puedo saber si va a venir
o no? Cuando lo dejé, había puesto el pie en el estribo derecho. Si terminó de
montar y puso también el pie en el izquierdo, entonces quizás venga.
El rey estaba furioso. Ninguna de sus trampas había
dado resultado. No había manera de demostrar que Surro Sanke fuera o cobarde o
mentiroso. El rey lo odiaba igual que siempre, tal vez incluso un poco más.
Pero sobre todo, sentía una enorme curiosidad.
-¿Cómo es posible que no tengas miedo de nada? -le
preguntó.
-Tengo mis razones -explicó Surro Sanke. Cierta vez,
en la guerra, acababa de terminar un combate terrible contra el enemigo. Hacía
muchísimo calor y todos mis compañeros habían muerto.
Yo estaba desesperado de sed, si no encontraba agua
pronto, moriría. Entonces llegué a un río plagado de cocodrilos. ¿Cómo
acercarme para tomar agua? Se me ocurrió una idea: si pasaba corriendo sin
detenerme cerca de la orilla, quizás podría juntar un poco de agua con las
manos.
Y lo intenté, pero el más grande de los cocodrilos me
pegó en las piernas con su cola y me hizo caer al agua. Todos los demás se
lanzaron sobre mí para devorarme. Por suerte, el cocodrilo que me había hecho
caer, me protegió con su cuerpo y me llevó por el agua a su cueva, que estaba
en un lugar seco, debajo de la tierra. Quizás planeaba alimentar conmigo a su
cría. El enorme animal se fue y me dejó allí. No había forma de escapar, porque
un grupo de cocodrilos estaban aposentados en la entrada de la cueva, como si
fueran guardianes. En ese momento sentí que una manada de animales corría por
encima del techo de la
cueva. No sabía si eran cebras, búfalos, o antílopes grandes.
Uno de ellos, con su pata, hizo una pequeña grieta en el techo de la caverna
por donde entró de golpe la luz del sol. Así me di cuenta de que el techo de la
cueva subterránea era muy delgado. Con toda la fuerza de mis brazos, conseguí
ensanchar la abertura y salí por allí. Desde ese día, mi rey, ya no tengo
miedo.
-Ahora quiero que me expliques cómo es que te cuidas
tanto de lo que dices y por qué no es posible atraparte en una mentira.
-Cuando sepas lo que me sucedió, lo comprenderás. Un
día iba caminando sin rumbo por el campo, cerca de mi pueblo, cuando encontré
en el suelo la calavera de un hombre. «Qué raro» pensé. «¿Cómo habrá llegado
aquí?». Como si hubiera escuchado mis pensamientos, la calavera me respondió:
«Por hablar demasiado». «¿Por qué?» pregunté yo, que no podía creer lo que mis
ojos veían y mis oídos estaban escuchando. «Por hablar demasiado» repitió la calavera. Y cuando
volví a preguntar por qué, por tercera vez me contestó: «Por hablar demasiado».
Asombradísimo, seguí caminando hasta llegar a la próxima aldea. Estaba ansioso
por contar lo que me había pasado. Y se lo dije inmediatamente al jefe: «Muy
cerca de aquí, tirada en el campo, hay una calavera que habla». El jefe me miró
un tanto indignado: «Eso es mentira», respondió. «¡Es verdad, yo mismo la vi y
la oí! ¿Por qué no envías a algunos de tus hombres conmigo? Así ellos también
la verán y te contarán la verdad». «Muy bien» dijo el jefe. «Que vayan cuatro
hombres con él. Si dice la verdad, me traéis aquí la calavera. Pero si
miente, allí mismo le cortáis la cabeza». Con los cuatro hombres y cierta
inquietud desanduve el camino. Llegamos a donde estaba la calavera y le
pregunté: «¿Por qué estás aquí?». La calavera no contestó nada. Se portaba como
una calavera común y corriente, quieta y muda. Tres veces pregunté, y las tres
permaneció en silencio. Entonces, tal como se les había ordenado, los hombres
me ataron y uno de ellos levantó su sable para cortarme la cabeza. Desesperado ,
le pregunté a la calavera: «¡Ay! ¿Por qué has hablado conmigo ayer y hoy te
quedas callada? ¿Por qué me pasa esto?». Entonces, de repente, la calavera
dijo: «Por hablar demasiado». Los hombres se quedaron boqui-abiertos. Me
desataron y me llevaron ante su jefe, asegurando que yo había dicho la verdad. Desde ese
momento pienso que la parte del cuerpo más peligrosa de una persona es la lengua. Y me cuido
muchísimo de cada cosa que diga.
El rey aceptó entonces que había perdido la apuesta y
no podía matar a Surro Sanke.
0.009.1 anonimo (africa-mande) - 059
Eso nos pasa a veces por hablar demasiado.
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