Cuentan los indios que
más allá, en los lejanos tiempos, cuando aún no se habían descubierto todas las
cosas y se carecía de un montón de ellas por desconocidas, en las frondosas
selvas de la América
Hispa na ocurrían hechos sorprendentes y mágicos que iban
enriqueciendo ese enigmático continente, cuyo corazón, aún en estos nuestros
tiempos, guarda y cela infinitos secretos.
Estas leyendas, mitos,
cuentos o narraciones, que tienen su verdad, nos descubren la realidad de todo
lo conocido y, además, nos enseñan cómo se fueron formando esos lugares donde
incluso hoy es muy difícil llegar por la vegetal muralla y por otros hechos y
aspectos que no quiero nombrar.
Cuentan los que siempre
quieren saberlo todo y están dispuestos, no sólo a escuchar, sino a investigar
para saber la verdad o acercarse lo más posible a ella, que hace miles y miles
o, tal vez, millones de años, en una de las márgenes de ese gigantesco río que
se llama Paraná -que significa "pariente del mar", vivía un indio que
tenía dos hijas a cual más hermosa. Las cuidaba y las mimaba más que a nadie
en el mundo, y las quería, como es natural, con todas las fuerzas de su alma.
Había construído para
ellas una bonita choza o churuata que las resguardaba del frío y del calor. Por
ellas cazaba, pescaba y se desvivía para que nada les faltase. Salía de caza y
raro era el día que llegaba con pocos regalos. Además de la comida, siempre
encontraba la olorosa flor que debía perfumar y adornar los lindos cabellos de
las hijas. También les encontraba la jugosa fruta de grato sabor.
Pues bien, las indiecitas
crecieron al lado del padre y se convirtieron en dos atractivas jovencitas que
motivaban el orgullo de su progenitor. Querían mucho a su padre y el cariño
entre ellas era algo tan bonito y grande que no podían estar la una sin la
otra. Juntas hacían los quehaceres de la casa. Juntas se asomaban y se bañaban
en las frescas aguas del río. Juntas jugaban y cantaban, y juntas tejían el
ñandutí con que confeccionaban sus vestidos.
El indio, que conocía los
más grandes secretos de aquellos parajes, buscó la mejor caña de la selva y con
ella les hizo una flauta capaz de imitar el canto de todos los pájaros y
también los sonidos del agua, del aire y de la selva entera.
Y así, vivían felices y
contentos en medio de la generosa naturaleza y a las orillas del gran río.
Un buen día, el padre se
fue de caza dejando, como de costumbre, solas a sus dos hijas. Al poco rato,
mientras las dos indiecitas estaban en la orilla del río, se desató una enorme
tormenta con gran aparato de rayos y truenos que iluminaban y atronaban la
selva entera. Las jovencitas, como es lógico y natural, corrieron a refugiarse
en su churuata; ya cerraban la puerta, cuando vieron que las enfurecidas aguas
del río bamboleaban una ligera y frágil curiara, que tan pronto estaba en lo
alto de la ola, como era casi sumergida en las turbulentas aguas. Las dos
miraban atónitas el tremendo espectáculo y temieron por la curiara y por su
ocupante, al que no podían ver bien por el espantoso oleaje. También es cierto
que quien ocupaba la embarcación parecía un experto y sabía luchar denodado y
tenaz, remo en mano, contra el líquido elemento. La bravura y ferocidad de la
tormenta y el implacable movimiento de las aguas amenazaban constantemente a
la insegura curiara.
Las dos hermanas miraban
cada vez más aterrorizadas, y no pudieron contener el grito de pavor que subió
a sus labios, al ver cómo la piragua se partía en dos y su ocupante
desaparecía entre las aguas. Se taparon los ojos e invocaron a sus dioses para
que protegieran al náufrago, ya que nada podían hacer para salvarlo.
Abrieron los atemorizados
ojos y volvieron a mirar detenidamente hacia el río. Vieron con gran sorpresa,
y no menos terror aún, cómo el náufrago braceaba y luchaba por llegar a la
orilla. Lo que consiguió después de luchar un gran rato. Ambas hermanas, a
pesar de la lluvia y la tormenta, salieron de su choza y corrieron a
auxiliarlo.
El náufrago era un
apuesto joven, al que la lucha con las aguas, los sarandíes y las achiras, le
habían dejado medio muerto. Lo recogieron y, entre las dos, lo llevaron a la
churuata. Con apremio lo secaron con un cálido paño hecho del ñandutí que
ellas tejían. Le hicieron beber aguardiente de maíz para que se reanimara, y le
frotaron el cuerpo con los aceites vegetales que tenían para tales casos.
Cuando el joven abrió los
ojos y miró a las indiecitas, éstas quedaron tan prendadas de su mirada como de
sus palabras.
-Os doy las gracias por
haberme salvado y también por atenderme con tanta atención y deferencia. Por
siempre contáis con mi agradecimiento y el de los míos.
-La tormenta ha sido
horrible -dijeron las hermanas.
-Es cierto -contestó el
joven.
Enseguida entablaron
conversación y él declaró llamarse Aguapé y ser hijo de Mburuvicha (Jefe), de
la tribu de los Maimanes.
-Me llamo Isipó -dijo la
mayor de las indiecitas.
-Y yo, Ñandurié -agregó
la menor.
-Son bonitos vuestros
nombres. Me gustan. Ñandurié, Isipó, Ñandurié, Isipó.
Los tres se echaron a reír
complacidos y contentos después del susto que habían pasado. Aguapé seguía
repitiendo los nombres de la dos hermanas y esto les hacía seguir riendo. De
pronto, se abrió la puerta de la choza y entró el padre de las indiecitas
cargado con su caza. Las hijas corrieron hasta él. Le besaron y enseguida le
aliviaron del peso de la caza y le contaron por qué estaba Aguapé con ellas.
-Eso está bien. Hicisteis
lo que debíais. Estoy orgulloso de las dos.
Los indios, y más en
aquellas épocas, eran muy hospitalarios, así que sabían tratar con deferencia
y gentileza a sus huéspedes.
-Es seguro -dijo el
padre- que Ñande-Yara te ha enviado hasta nosotros, así pues, te ruego que
aceptes nuestra hospitalidad, al menos por espacio de una luna.
-Creo que es abusar de vuestra
amabilidad. Y me parece mucho tiempo una luna.
-Te ruego que permanezcas
con nosotros. Además, están comenzando las crecidas y los caminos se vuelven
malos. Tu vida correrá peligros innecesarios.
Ante esto, Aguapé aceptó
la hospitalidad que tan gentilmente se le brindaba y allá quedó con las
indiecitas y su amable padre.
Los dos hombres salían
todos los días a cazar y pescar. Al regreso, la dos hermanas les atendían
esmeradamente. Después de comer, se sentaban en las orillas del Paraná, ya
tranquilo, buscando la serenidad de la tarde, y Aguapé les contaba las
leyendas, costumbres y cuentos de su tribu. Tan amable y simpático era Aguapé
con las dos hermanas que ambas se enamoraron perdidamente del apuesto joven.
Un día, Ñandurié,
decidida a casarse con Aguapé, salió muy temprano de la choza y se internó en
cierta parte de la selva donde escogió y cortó unas hierbas que después preparó.
Sin que nadie se diera cuenta, puso aquel brebaje en la comida de Aguapé, con
el fin de que sintiera amor por ella.
Isipó, también enamorada,
se fabricó un talismán que contenía "payé": un sortilegio o hechizo.
Lo había hecho con plumas del mágico caburé y una pluma del ala izquierda del
urutaú, arrancada por ella misma. Con estos dos poderosos amuletos, a la salida
del sol, había pronunciado tres veces siete, al derecho y al revés, el nombre
de Aguapé, para que su corazón se inundara de amor por ella y para ella.
Pero Aguapé había
entregado su corazón y su amor a una india de su tribu y estaba comprometido.
Se lo hizo saber a Ñandurié, porque debía unirse para siempre a su amada que
era hija de uno de los principales caciques de los Maimanes.
Ñandurié se sintió vejada
y ofendida. Sin pensarlo dos veces y sin que nadie la viera ni sospechara, puso
un mortal veneno en la comida de Aguapé. Hecho esto, desesperada y con rencor
en lo profundo de su corazón, corrió a esconderse en un lugar secreto de la
selva.
El indio cayó enfermo con
grandes dolores. Isipó lo miró con atención y comprendió enseguida que la
enfermedad que padecía no era otra cosa que un tremendo envenenamiento.
Buscó a su hermana y, al
no encontrarla, sospechó la terrible verdad. Sabía además, y muy bien, la
clase de veneno que había utilizado Ñandurié. Así pues, sin perder tiempo, fue
en busca de la planta que curaba aquel envenenamiento y con ella hizo la bebida
que debía sanar a Aguapé. Se acercó con todo el amor que sentía por él y se
atrevió a confesarle sus sentimientos. El joven, que sufría los intensos
dolores producidos por el veneno, la miró angustiado y le dijo:
-No, Isipó, sólo puedo
amarte como un hermano. Mi vida y mi corazón pertenecen a una joven de mi
tribu y he de casarme con ella.
-Pero yo puedo quitarte
esos dolores y curarte para siempre.
-¡Hazlo! Pero mi amor
jamás podrá ser tuyo.
Isipó lo miró
atentamente, pero las palabras de él hirieron su vanidad femenina, haciendo que
su corazón se cegara y se llenara de un oscuro rencor. Y al igual que su
hermana, huyó a lo más intrincado de la selva, donde derramó la bebida que
pudo salvar a Aguapé.
Pero Tupá, que todo lo
ve, salvó a Aguapé de morir en medio de aquellos dolores y en su amor por la
doliente criatura, que era creación suya y había demostrado fidelidad a su
amada por encima de su propia vida, lo convirtió en una bellísima planta de
agua. Esta planta es conocida con el nombre indio de Aguapé, y como éste fue
tan bueno y fiel a su amor, Tupá decidió que la planta debía ser buena en todo,
y sigue haciendo el bien, porque preparada o simplemente mojada, dicen los
piaches, cura la insolación y otras fiebres que padece el hombre de la selva. También
hervida, dicen y aseguran, alivia inmediatamente los dolores, por más fuertes y
malos que éstos sean.
Después de hacer esto,
Tupá, sumamente enfurecido con las dos hermanas que no supieron aceptar la
verdad y el amor de Aguapé por su amada, las buscó hasta encontrarlas. A
Ñandurié la miró profundamente a los ojos y le dijo:
-Por tu maldad y sin
razón, serás la más venenosa de las víboras.
Y desde el mismo momento,
quedó convertida en un pequeño reptil, de lo más venenoso y malo que existe
por aquellas regiones. Corrió a esconderse entre los matorrales, porque
comprendió que sería perseguida y acosada por el hombre, que la mataría sin
piedad.
También encontró a Isipó.
La miró con severidad y le dijo:
-En cuanto a ti, tienes
doble culpa. Bien pudiste salvar la vida de Aguapé, y no lo hiciste. Así pues,
serás la planta que cure y salve todos los venenos del mundo. El hombre tendrá
conocimiento de ello. Te buscará, te romperá las ramas, arrancará tus hojas y
con ellas curará la picadura de tu hermana que, desde este momento y como has
visto, es y será la víbora más venenosa de todas. Así permaneceréis ambas, por
los siglos de los siglos y hasta el fin del Universo, cuando el fuego calcine
todo lo que ha sido creado.
A1 terminar de decir
esto, Tupá se retiró al misterio de su cueva y cuando sus palabras dejaron de
vibrar en el aire quieto de la selva, Isipó, aterrorizada, sintió cómo sus pies
se convertían en poderosas raíces que se adentraron en la tierra. Todo su
cuerpo se transformó en una espesa enredadera en liana de voluble tallo y
hojas intensamente verdes. Y cuando quiso rogar a Tupá para que la perdonara el
mal que había hecho y también a todos los dioses de la selva, vio horrorizada
que era un enorme vegetal que sólo movía sus hojas, pero no podía hablar. Su
voz había huido junto con su forma humana que se había desvanecido en el mundo
de las sombras.
Y dicen los magos piaches
y los brujos de las selvas y las tribus que esta planta, conocida con el nombre
de Isipó, partidas sus ramas y puestas en aguardiente de maíz o caña, es la
mejor y más eficaz medicina para la mordedura de la víbora.
Así fueron los hechos, y
así Tupá castigó a las dos hermanas que no supieron comprender los sentimientos
de fidelidad y amor del gentil Aguapé.
Cuentan algunos viejos y
sabios piaches que a, veces, y cuando el plenilunio de la Luna o las estrellas hermosea
ciertas regiones de los Andes, sobre todo por las que corre y se desliza el
gran Paraná, se escuchan los lamentos de las indiecitas, que lloran
arrepentidas de su mala acción. Quién sabe si algún día, Tupá se apiadará de
ellas y hará que se transformen en nube o quizá en una de esas estrellas que en
las azuladas noches corren por el firmamento como suspiros luminosos.
Esto me lo contó un indio
muy anciano que tenía en sus ojos la luz del sueño eterno y a punto estaba de
despertar en los hermosos confines del espacio infinito, donde nacen y viven
las flores, las almas y los astros que nunca mueren.
No sé si es verdad o
sueño, pero lo cierto es que lo dijeron las tenues y misteriosas voces del
tiempo y también el alucinante resplandor de los soles dormidos.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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