Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

Semiramis y ara el bello

Las huertas de Van eran las más bellas del mundo. Hasta comienzos del siglo XX producían frutas cuyo delicado sabor no se encontraba en ninguna otra parte: melocotones de piel de terciopelo, tiernas cerezas color rubí, uvas negras de jugo de miel, albarícoques dorados y grandes como granadas, con aromas de rosa, de sol y de almizcle...
Si las frutas de Van eran tan hermosas fue gracicas a los constantes cuidados que los armenios les dedicaron durante milenios. Pero se lo debían también al milagro del amor.

En efecto, érase una vez una reina de Asiria bella como una luna de catorce días: grandes ojos negros bajo unas cejas como arcos finamente dibujados, labios rojos, cuerpo de gacela... Se llamaba Semíramis y era reina de Babilonia. En Armenia gobernaba el rey Ara el Bello. Semíramis estaba enamorada de Ara, pero éste estaba casado y rechazaba sus requerimientos. El amor de la reina hacia Ara era tan grande que, incapaz de resignarse a su indiferencia, decidió que haría lo que fuese para conseguir su amor, incluso contra sus deseos. Y logró que en aquel huerto todo hablase de ella.

Y una noche de luna llena, Semíramis, ataviada como una diosa, tan hermosa que a su lado el sol parecía ensombrecerse, se introdujo en los jardines del rey y, bajo la lechosa luz del astro de la noche, trabó una a una las esencias de todos los árboles, dando a los cerezos sus labios, a los melocotoneros el terciopelo de su piel, a las uvas negras sus ojos, a los manzanos el color rosa de sus mejillas, sus senos a los melocotoneros...
Por eso las frutas de la región de Van son tan bellas, aterciopeladas y dulces. Aún, pasados varios milenios, continúan nutriéndose de la belleza que por amor les entregó Semíramis.
En cuanto a la hermosa historia de amor, digamos que no tiene un buen final. Ara, siempre fiel a su esposa, no se dejó seducir por los encantamientos de Semíramis. Ella, despechada, le declaró la guerra pero ordenó a sus capitanes y a sus soldados que no mataran a Ara, al que reconocerían fácilmente por su armadura con el emblema real. Sin embargo, Ara había cambiado su vestimenta con la de su escudero y murió.
Semiramis, desesperada, hizo que buscaran su cuerpo entre los muertos en el campo de batalla, lo expuso en lo más alto de las murallas de la fortificación, y allí rezó a los dioses Haralez (dos dioses perros, que según la tradición curan las heridas lamiéndolas e impregnándolas con su saliva) para que le devolviesen a la vida. La historia no nos dice si los dioses perros cumplieron su sagrado cometido.                                            


Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

La sal de la vida

Esta historia me la contó keri Mourad, que se la había oído contar a su abuelo, al cual se la había enseñado el suyo, el cual la conocía de su bisabuelo, el cual la había escuchado de sus antepasados, en una cadena que se pierde en la noche de los tiempos.

Hace mucho tiempo había un rey que quería a toda costa ser admirado, amado por sus cualidades, su belleza, su inteligencia, su elegancia y por muchísimas otras buenas, o no tan buenas, razones. Todos los días, invariablemente, hacía la misma pregunta a cortesanos, amigos, sirvientes...
-¿Cuánto me amáis?
Nadie se libraba de su interrogatorio. El monarca necesitaba comprobar constantemente el grado de cariño que sentían por él. Como temían que se molestase, todos le decían siempre lo que sus reales oídos deseaban oír:
-Te amamos, oh rey, como se ama al pan recién hecho, al olor del jazmín, al cielo estrellado...
Pero, a la larga, los cumplidos acababan siendo demasiado poco originales, lo cual irritaba al soberano.
El rey tenía cuatro hijas, a cual más bella y juiciosa. Él, sin embargo, tenía un lugar preferente en su corazón para la más joven, su preferida. ¿Era acaso más dulce que sus otras hermanas? ¿Quizá se parecía más a su querida esposa, fallecida prematuramente? Qué importan las razones. Aquella princesita era para él la luz de sus ojos.
Un día, por enésima vez, el rey interrogó a sus hijas:
-Decidme, queridas mías: ¿cuánto me amáis? La mayor se acercó a él y, encantadora, afirmó:
-Mi amor por ti es tan grande, querido padre, que la bóveda celeste no es lo suficientemente grande para poder medirlo. Es infinitamente mayor.
-Bien, hija mía, bien -respondió el rey, seducido por una res-puesta tan poética. Me colmas de satisfacción.
La segunda hermana se acercó al rey y, cruzando sus manos sobre el pecho, declaró:
-Querido padre mío, mi amor por ti es tan inmenso que mi corazón sería incapaz de contenerlo: estallaría en pedazos.
-¡Ah, hija mía, qué respuesta tan maravillosa! -dijo el rey encantado. No me has decepcionado.
La tercera princesa tomó a su vez la palabra y dijo:
-Yo, queridísimo padre, aún te amo más que mis hermanas. Abro los brazos y siento que son demasiado cortos para abarcar el amor que siento por ti.
-¡Qué alegría tener unas hijas como vosotras! -declaró el rey henchido de orgullo.
Esperaba que la última de sus hijas, la más bella, la más dulce, su preferida, interviniese en ese momento para expresar la inmensidad de su amor. Deseaba, en lo más profundo de su corazón, una maravillosa declaración que superarse con creces a todas las que había oído anteriormente. Pero la princesa parecía sumida en un mar de reflexiones y permanecía callada en un rincón. Al cabo de unos minutos, su persistente silencio inquietó al rey: ¿Por qué su más querida hija no le ofrecía el testimonio de su amor? ¿Acaso le amaba menos que ayer y que los días anteriores? ¿Quería herirle? ¿Había olvidado todas las atenciones con que él la colmaba?
Aquellas ideas no paraban de agitarse en la mente del rey, que comenzó a perder la paciencia:
-Así pues, hija mía, ¿no vas a decirme cuánto me amas?
La muchacha miró directamente a los ojos de su padre y declaró:
-Querido padre, yo te amo... como a la sal.
Sus tres hermanas se echaron a reír, encantadas en el fondo de que la más pequeña, la favorita de su padre, se encontrase por una vez en una situación embarazosa.
El rey, sorprendido y molesto por una respuesta tan grotesca, sintió que le invadía la cólera:
-¡Me amas como a la sal! ¡Como a ese vil condimento de cocina! ¡Como a ese vulgar alimento que los pastores dan a puñados a sus cabras! ¿Te ríes de mí, hija ingrata?
-Padre, déjame explicarte -imploró la muchacha.
Pero el rey, exasperado, estalló en cólera:
-¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a ver tu horrible cara!
Y, lleno de rabia, señaló a su hija con la vengativa punta de su dedo. Le temblaba todo el cuerpo y su rostro, enrojecido, estaba bañado en sudor. La princesa, aterrada por el cataclismo que acababa de provocar, corrió llorando a sus habitaciones. Allí comprendió que su padre la había apartado de su lado para siempre. Se despojó de su vestido de princesa, se puso la ropa de una de sus sirvientas y huyó del castillo.
O Caminó día y noche durante semanas, quizá meses, hasta tener los pies ensangrentados. El temor y la vergüenza de haber decepcionado a su padre la impelían a poner la mayor distancia posible entre ella y la ira del rey. Mendigaba pan por los caminos y tenía suerte si alguien le permitía trabajar en las duras faenas del campo o en las porquerizas a cambio de un tazón de sopa caliente y de un jergón de paja.
¿Hasta qué punto el rey se había arrepentido de su comportamiento? ¿Cuánta era la pena que sentía por su querida hija?... Los que mejor podrían contarlo eran los guardias que el monarca desplegó en su busca por todo el reino. Todo fue en vano. No encontraron ni rastro de la princesa.

Al final la joven llegó a un país vecino en el que reinaban un soberano bueno y magnánimo y su esposa, sensible y generosa. Y allí se presentó a las puertas del castillo, pero los guardias, viéndola tan sucia y harapienta, y a pesar de sus súplicas, le prohibieron la entrada.
La reina, alertada por las voces, quiso saber qué pasaba. Conmovida por el desamparo de la muchacha, la tomó bajo su protección y la confió a sus sirvientes. Una vez lavada, peinada, perfumada, ataviada con un vestido digno; una vez que las llagas de sus pies fueron curadas con ungüentos cicatrizantes, la muchacha pidió presentarse ante la reina para agradecer sus cuidados y rogarle que le permitiera entrar a su servicio. No se fiaba de nadie y por eso no quiso desvelar su identidad. Sin embargo a la reina le impresionó su belleza y el contraste entre la humildad de su ruego, la modestia de su porte y la nobleza natural que emanaba de ella hasta en sus más mínimos gestos. Decidió cuidar de ella como si fuese su propia hija. Ella tenía ya un hijo. Pues bien, ahora tendría dos.
Los años pasaron en plena dicha. Si a veces la princesa pensaba en su padre y en sus hermanas; si a veces derramaba lágrimas al recordar su vida anterior y su antiguo palacio... tales cosas no me corresponde a mí contarlas. Sabed solamente que el joven príncipe se enamoró de la bella princesita. El rey y la reina estaban encantados. Ignoraban que su futura nuera era de sangre real. La creían plebeya. Pero esto no representaba el menor obstáculo:
-En realidad -dijo el rey, la nobleza de espíritu cuenta tanto como la de cuna.
Así pues, la boda fue concertada. Se celebrarían grandes fiestas populares y se organizaría en palacio un suntuoso banquete para los reyes, reinas, príncipes y princesas de todos los estados vecinos. Los mejores cocineros del país fueron invitados a demostrar sus talentos para aquel magno día. Cuando la princesa consultó la lista de invitados, comprobó que el nombre de su colérico padre figuraba en ella. Seguía sin revelar el secreto de su nacimiento, pero se dirigió a las cocinas y dio ciertas instrucciones a los marmitones, que se comprometieron a cumplirlas escrupulosamente.
Por fin llegó el gran día. La princesa, radiante bajo su velo blanco; su bella cabellera adornada con hilos de oro y perlas, apareció del brazo de su prometido. Cuando, tras la ceremonia, recorrieron las calles principales, toda la población, jubilosa, lanzaba a su paso pétalos de rosa y de jazmín deseándoles una vida plena de felicidad.
-»Que la luz esté en tus ojos», gritaba la multitud al verlos pasar.
Los recién casados y el séquito de invitados entraron por fin en la sala del banquete y cada cual ocupó su lugar. El colérico rey no dejaba de mirar a la recién casada, sin poder evitar emocionarse al recordar a su preciosa hija, a la que había perdido hacía ya muchos años y que hoy estaría, también ella, en edad de casarse...
Los camareros acudieron a servir la mesa.
Suculentos manjares pasaban constantemente de las bandejas de plata a los platos de porcelana fina pero, mientras que todos los invitados comían con gran apetito, el padre de la novia no conseguía disfrutar de las viandas que le servían. Las carnes eran insípidas, el arroz soso, las verduras dulzonas... En suma, la comida le repugnaba. Miraba con envidia a sus vecinos de ambos lados, que comían a dos carrillos, en tanto que él no conseguía dar un solo bocado con placer.
A lo que parecía, era el único que se estaba quedando en ayunas. Todos los demás disfrutaban de lo lindo y miraban furtivamente, aunque con cierto asombro, cómo los platos de nuestro rey eran recogidos intactos.
En un momento dado creyó ver que hasta la recién casada le observaba disimuladamente... Con el estómago en los pies, se decidió a preguntar a sus vecinos de mesa:
-¿La comida os ha parecido buena? -interrogó, perplejo.
-¡Suculenta! -respondieron ambos a la vez.
-¿Me permitís probar de vuestro plato? -se atrevió a solicitar nuestro rey.
-¡Cómo no! -replicaron los dos hombres, sorprendidos pero de muy buen humor.
El colérico rey tomó un trozo de carne de uno de los platos y una cucharada de arroz pilaf de otro y los encontró deliciosos, con un sabor absolutamente diferente al de los platos que a él le habían servido. Entonces se desató su ira. Pidió vehementemente la palabra. Se hizo un gran silencio, pues todos pensaban que iba a formular algún voto de felicidad a los nuevos esposos. Pero, en lugar de eso, dirigiéndose especialmente a sus anfitriones, el colérico rey dio salida a todo su rencor.
-¿Os estáis mofando de mí? ¿Me habéis invitado para dejarme en ridículo? ¿Por qué me servís esta insípida comida mientras que el resto de los invitados se deleita con manjares suculentos? ¿Os estáis divirtiendo a mi costa?
El rey y la reina, estupefactos ante un reproche tan inesperado y fuera de lugar, intentaron calmarle.
-¡Excelencia -dijo la reina, en ningún momento hemos pretendido que os sintáis agraviado! ¡Debe de haber sido un error!
-¡Vuestra comida es la misma que la de todos nosotros! -añadió el rey.
-¡Imposible! -negó el colérico rey. ¡Todos mis platos han sido cocinados sin sal! ¡No tienen ningún gusto!
La recién casada, llena de emoción y ruborizada, tomó entonces la palabra.
-Querido padre, ¿no me reconoces? -dijo bajando los ojos. Yo te amo, padre querido, como a la sal que falta en tus platos. Sin sal los alimentos no tiene sabor, y a todos los sentimientos les falta delicadeza y pasión. La sal da sabor a la vida y yo te amo como amo la vida; padre mío, te amo como a la sal de la vida. Pero entonces no me diste tiempo de explicarme, y me echaste de tu casa y de tu corazón.
Una brillante lágrima, como una perla, recorrió el hermoso rostro de la princesa, ahogada de emoción. Turbados por la conmovedora intervención de la recién casada, los invitados callaban preguntándose si padre e hija conseguirían reconciliarse ante aquellos dolorosos acontecimientos que habían creado un abismo de incom-prensión tan profundo.
El rey, avergonzado y conmovido, se levantó y fue a estrechar a su hija entre sus brazos, pidiendo perdón por todo el daño que le había hecho. Prometió que nunca más se dejaría llevar por la ira. Bueno... al menos prometió intentarlo. Los festejos de la boda continuaron felizmente... Y se dice que aún continúan.

Tres manzanas han caído del cielo. Una para Mourad keri, narrador nacido en Van, que no sabía leer ni escribir pero que tenía la cabeza llena de magníficas historias que tan bien sabía contar... Otra para ti, amigo lector, que lees este cuento y sacas provecho de sus sabios consejos. Otra para mí, que lo he retomado para hacerlo vivir de nuevo.

Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

El vendedor de ocas

Erase una vez una pobre viuda que tenía un solo hijo, al que quería más que a la luz de sus ojos. Por toda riqueza tenían una oca.

Pasaban tantas necesidades que un día la viuda le dijo a su hijo:
-Hijo mío, ve al mercado e intenta vender la oca al mejor precio posible.
El joven acudió al mercado. Allí se encontraba también el visir del rey. Era un hombre poderoso, malvado y codicioso. Y al ver una oca tan cuidada y tan bien alimentada preguntó al joven:
-¿Cuánto quieres por ese gorrión?
-¡No es un gorrión! -repuso el joven, molesto.
-Si no es un gorrión, ¿qué es entonces?
-¡Una oca! ¡Y bien grande y rellena! ¡Y tú, tú no eres más que un...!
Al ver lo que sucedía, uno de los que se encontraba allí le dijo al joven:
-¡Eh, tú! No te metas en líos ¡Es el visir del rey!
El muchacho, al darse cuenta de que era peligroso llevarle la contraria, le vendió la oca por diez céntimos, que era lo que costaba un gorrión. Y masculló: «¡Qué canalla! ¡No le importa robarles a una viuda y a un huérfano! ¡Juro que me las pagará!»

Entonces se fue hacia la casa del visir y, merodeando por allí, escuchó las órdenes que éste daba a su esposa:
-Cocina bien esta oca. Luego, colócala en una fuente de oro y cúbrela con un chal de Kirman. A las siete enviaré a alguien a por ella para que la comamos el rey y yo.
Pocos minutos antes de dicha hora, el joven, vestido con sus mejores ropas, se presentó ante la esposa del visir:
-El señor me ha enviado a por la oca.
La esposa del visir, como no tenía motivos para desconfiar, le entregó la oca en la fuente de oro y la cubrió con un chal de Kirman. Con tan preciosa carga, el muchacho se fue a su casa y allí su madre y él se comieron la oca. Por la noche fue al palacio y pegó en sus muros un cartel con el siguiente escrito:

Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
llevarte una oca por un gorrión
te va a costar un montón.

El visir, que enseguida se reconoció en esta sátira, se enfadó muchísimo y de inmediato envió a dos guardias a que encontrasen a quien había pegado el cartel.
Los guardias no sabían qué hacer ni adónde ir. ¿Llamar a las puertas de todas las casas? ¿Registrarlas una a una? No acabarían ni en una semana. ¿Dónde podrían encontrar al vendedor de ocas? Después de pensárselo mucho llegaron a la conclusión de que el mejor sitio para buscarlo era en el mercado. No se equivocaron pues el joven también estaba allí, instalado en un pequeño tenderete abandonado.
Los guardias se abrieron paso por entre los puestos, que ofrecían a sus clientes pirámides de sandías, algunas abiertas por la mitad y mostrando su carne roja y sus pepitas negras y relucientes, o de berenjenas, ataviadas de lustrosos ropajes de color morado como los de los imanes.
En grandes barreños de cobre estañado, junto a verdaderas montañas de aceitunas verdes y negras y bandejas de cidras encurtidas, las fragancias de la canela y el clavo se mezclaban con los aromas de nuez moscada y de comino. Las hileras de pimientos rojos enhebrados como perlas, tendidos de un puesto a otro, entorpecían el avance de los guardias, que los apartaban a manotazos y los hacían caer sobre fuentes de mermelada de rosas, con grandes pérdidas para los vendedores.
Los guardias interrogaban a los comerciantes y a todo el que pasaba, pero nadie sabía o quería saber quién había vendido una oca... quién la había comprado... quién se la había comido... Cuando le llegó el turno al joven y le interrogaron, éste se echó a reír:
-¿De veras creéis que vestidos así vais a averiguar algo? -dijo a los guardias. Si queréis encontrar a ese individuo, quitaos los uniformes y las espadas, dejadlos aquí y vestíos de mendigos.
Los guardias agradecieron mucho el consejo del muchacho y dejaron allí sus uniformes. Luego, vestidos con harapos, continuaron la búsqueda. Cuando se hizo de noche y regresaron con las manos vacías a recuperar sus ropas, el puesto ya estaba cerrado y el muchacho había desaparecido. Y así, vestidos con andrajos, humillados y avergonzados, regresaron al palacio, donde el rey y el visir, al verlos, estallaron en cólera.
A la mañana siguiente, en otro cartel pegado en los muros del palacio se leía:

Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
me robaste lo que es mío,
yo de tus guardias me río.

El visir y el rey estaban furiosos. ¿Quién era aquel insensato que osaba desafiarles?
En aquel tiempo se estaban organizando grandes fiestas por todo el reino pues el rey iba a casar a su única hija con el hijo del visir. La princesa no le amaba y todo el país lo sabía y lo comprendía. El hijo del visir, digno heredero de las virtudes de su padre, era más malo que la peste, sumamente avaricioso, tan corrupto como una hiena en putrefacción e inmensamente rico. Se decía que era incluso más rico que el rey... Pero a la princesa no le importaban las riquezas. Prefería un marido amable y cariñoso a aquel buitre sin escrúpulos.
-Jamás me casaré con el hijo de tu visir -le dijo a su padre. Es un malvado.
Las súplicas y las amenazas del rey no sirvieron de nada: no podía convencer a la princesa. En las tabernas del reino se hacían apuestas sobre quién ganaría, si el rey o su hija. Nuestro joven comprendió enseguida que, con un poco de astucia, podía beneficiarse de aquella situación.
Se puso ropa de mujer, se engalanó bien y se dirigió al palacio, donde se hizo anunciar como amiga de la princesa. Le dejaron entrar. Los criados decían: quién sabe, tal vez esta bella joven consiga hacer entrar en razón a la princesa.
Ésta, encerrada en sus habitaciones, temía que su padre el rey la obligara a aceptar aquel odiado matrimonio. De hecho, habría abandonado el palacio días antes de no haber estado estrechamente vigilada.
Nuestro intrépido joven entró y le dijo:
-¡No llores más hermanita! Cambiaremos nuestras vestidos. Yo me quedaré aquí y tú irás a esconderte por algún tiempo a casa de mi madre. La princesa agradeció a aquella extraña amiga, que aparecía como caída del cielo, su intento de salvarla de un horrible destino. Franqueó fácilmente las siete barreras de guardias y llegó sin la menor dificultad a la casa del joven.
Al llegar la noche, el rey entró en las habitaciones de su hija donde el joven, envuelto en los velos de la princesa, aparentaba llorar inconsolablemente. El rey no se enterneció:
-Hija mía, debes aceptar este matrimonio porque ésa es mi voluntad. Ya están hechos todos los preparativos. No pienso ser la mofa del pueblo ni quiero traicionar a mi corazón. Esta misma noche te casarás con el hijo del visir.
-Está bien, padre, pero a cambio de mi consentimiento deseo pedirte un favor.
-Habla, hija mía, te concederé lo que me pidas.
-Quiero que, antes de la boda, mi futuro esposo y yo podamos dar un paseo por la ciudad con entera libertad, sin nadie por las calles, ninguna luz, ningún guardia, ningún curioso. Sólo así me casaré con el hijo del visir.
Los ojos del rey se iluminaron y afirmó:
-Esta misma noche se cumplirán tus deseos.
Al llegar la noche, la ciudad quedó envuelta en una lúgubre atmósfera: todo estaba en absoluta quietud. Nadie salía de su casa y los guardias permanecían recluidos en sus cuarteles. Hasta los mendigos tuvieron que esconderse. El joven, disfrazado siempre con las ropas de la princesa y el rostro oculto tras un velo, se paseó en compañía de su «novio», el hijo del visir. El paseo les llevó por diversos puntos de la ciudad, y el novio se comportó como digno hijo de su padre.
-Éste es el cuartel de artillería -decía. Cuando sea rey todos me obedecerán sin rechistar.
Luego, algo más allá, comentó:
-Este es el barrio más pobre. Cuando sea rey echaré de la ciudad a toda esta basura.
Y así constantemente. Por último, llegaron hasta el patíbulo de la horca. -Este es mi sitio preferido -dijo el novio. Cuando sea rey haré ahorcar a todos los que se me opongan y confiscaré todos sus bienes para engrosar mis arcas.
-¿Hay que atarles las manos a los condenados a muerte? -preguntó la «princesa».
-¡Naturalmente! Es para que no se resistan. Mira -dijo el novio sacando del bolsillo de su jubón unos fuertes cordeles de cáñamo. Siempre llevo conmigo estas cuerdas. Son para atar las manos de todos a los que pienso ahorcar.
Cuando le estaba enseñando las cuerdas a la «princesa», ésta se las arrebató y, rápidamente, rodeándole con ellas, lo ató como a un pavo, listo para asar.
La falsa princesa se quitó el disfraz y arrastró hasta una oscura cueva al sorprendido y horrorizado hijo del visir.
Más tarde el joven pegó en los muros del palacio otro cartel que decía:

Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
no vuelvas a robar nunca
o enviaré a tu hijo a la tumba.

Al día siguiente, al alba, el rey fue informado de que su hija y su futuro yerno habían desaparecido y de que el individuo que pegaba carteles había dejado un nuevo mensaje. Mandó llamar a su visir. Pero éste, muy preocupado por la falta de noticias de su hijo tras el paseo de la noche anterior, estaba ya en el palacio. Cuando leyó el texto del cartel, se hincó de rodillas a los pies del rey.
-Perdonadme, majestad... Renuncio a todo... Renuncio a todo...
La angustia que le embargaba le impedía expresarse coherente-mente. El rey, que no entendía lo que decía su visir, hizo que se hiciese pública la noticia de que nada le sucedería al vendedor de ocas si se daba a conocer, explicaba sus razones y liberaba a la princesa y al hijo del visir.
Entonces nuestro héroe se presentó con ellos en el palacio.
Allí relató al rey cómo el visir y su hijo se valían de su cargo para engañar, robar y expoliar sin piedad a los pobres ciudadanos, abusando de la confianza que el rey había depositado en ellos. Los dos miserables se hincaron de rodillas ante el rey y renunciaron a todos sus privilegios. El rey hizo que sus guardias los condujesen, entre los abucheos del pueblo, fuera de las fronteras del reino y confiscó todos los bienes que de modo tan infame habían obtenido. Y, puesto que estaban ya hechos todos los preparativos de la boda, preguntó a su hija y al vendedor de ocas si deseaban unir sus destinos, y ambos se apresuraron a decir que sí.
La historia nos dice que para aquella solemne ocasión la princesa se vistió con el traje de siete velos de seda de las recién casadas: primero el blanco, puro como ella; en segundo lugar el de atercio-pelados pétalos de rosa; tercero, el verde hierba de primavera; cuarto, el de color albaricoque, perfumado de miel y almizcle; quinto, el amarillo, ardiente llama de sol; sexto, el sereno azul de las noches estrelladas, y séptimo el rojo, apasionado como la vida misma. Luego trenzaron sus preciosos cabellos con hilo de oro y con perlas. Cuando, tras la ceremonia, recorrió las principales calles del brazo de su marido, el pueblo, alborozado, no dejó de lanzar a su paso pétalos de rosas y jazmines para que en su nuevo hogar solamente hubiera goces y deleites.
«Que la luz esté en tus ojos», gritaba la muchedumbre al verlos pasar. El rey hizo repartir mil monedas de oro, procedentes de las arcas del visir, entre los más pobres, y la fiesta duró siete días y siete noches. Se cuenta que el vino salía a chorros por los surtidores de las fuentes de todo el reino. El vendedor de ocas y su esposa vivieron felices y tuvieron muchos hijos, todos tan bellos como su madre y tan astutos como su padre.

Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

El tejedor ingenioso

Esta historia, llevada por las alas del viento, ha cruzado fronteras y ha recorrido la Historia para contarnos que hace mucho tiempo reinaba en los confines de Persia el Sah Abbas, un soberano de gran sabiduría. Pero un día llego a la ciudad de Ispahán un derviche cojo y casi ciego.

Trazó un círculo en el suelo de la plaza principal con la punta de su bastón. Sin decir una palabra, plegando sus largas y descarnadas piernas, se sentó cómodamente en el interior del círculo. Fijó su imperturbable mirada en las cúpulas de la Gran Mezquita, el palacio de los Ocho Paraísos y el palacio de las Cuarenta Columnas. Aunque de su boca no salía una palabra, no cesaba de mover los labios. Dibujó en la línea de la circunferencia unos misteriosos símbolos reservados a los talismanes. Despertaba una enorme curiosidad entre los paseantes. Le preguntaron:
-¿Quién eres?
-¿Qué significa este círculo?
-¿Posees poderes mágicos?
El derviche no se dignó responder. Según avanzaba el día el número de curiosos iba en aumento. Su extraño mutismo producía una gran perplejidad, y muy pronto la curiosidad dio paso a la inquietud:
-¡Este hombre es peligroso!
-¡Nos ha echado el mal de ojo!
-¿Os habéis dado cuenta de que es cojo?
-¡Seguro que hace maleficios!
La inquietud fue creciendo y los rumores, que se extendieron por toda la ciudad de un modo disparatado y desproporcionado, llegaron a oídos del Sah Abbas, que ordenó a uno de los sabios de su Consejo que fuese a averiguar lo que pasaba...
El sabio llegó junto al derviche, observó sus gestos, su comporta-miento e intentó descifrar las inaudibles palabras que salían de sus labios, pensando que se trataba de un mensaje que quería transmitir... Tras reflexionar arduamente y apoyándose en la sabiduría que había adquirido leyendo los más enrevesados libros de ciencias y en el conocimiento de las reglas que rigen el alma humana, el sabio dijo:
-¡Oh, hombre! El oculto sentido de tu mensaje no ha escapado a mi clarividencia. El círculo que has trazado es el cielo; el interior está vacío. De ello se deduce que tu intención es dominar los cielos y expulsar las nubes que en ellos habitan para que la lluvia no acuda a regar nuestros campos, provocando así la hambruna. Sé que eres muy capaz de conseguirlo, pero ten piedad de nosotros... No lleves a cabo tu proyecto... El Sah te dará todo lo que pidas...
El derviche, con un gesto de desdén, permaneció sumido en el silencio. Pero el pueblo, que no se había perdido ni una sola palabra de las interpretaciones del sabio, las tomó como hechos consumados e, incapaz de imaginar que podía haberse equivocado, entró en un estado de locura. La gente lo exageró todo y, haciendo de una gota de agua un océano, creó e hizo circular rumores desmesurados.
-¿Sabéis que el derviche ha provocado inundaciones en China?
-Y un terrible pedrisco en Kara Kum, con granizos como sandías ...
-En Azerbaiyán, ató el cielo durante siete años y no dejó que cayera ni una sola gota de lluvia. La tierra quedó reseca y devastada, y hubo una invasión de sapos...
-¡Es verdad! ¡El primo segundo de la tatarabuela de mi cuñado estuvo allí! ¡Hubo hambruna durante muchos años, y las gentes se comían unos a otros...!
La muchedumbre entró en pánico y exigió a las autoridades que buscaran una solución al problema. Los llamamientos a la calma no fueron escuchados. Para evitar revueltas populares, el Sah ordenó a otro de sus sabios que fuera a ver al derviche. Aquél había estudiado los libros sagrados de todas las religiones e incluso la kábala carecía de secretos para él. Era iniciado en ciencias ocultas y experto en la comunicación con el mundo de los espíritus... Tras algunas horas de meditación y de cálculos metafísicos, el sabio tomó la palabra y dijo:
-Sé lo que quieres decirnos, oh, hombre de Dios. El círculo es nuestro país; está vacío.
Significa que vas a ordenar que la peste se abata sobre él para dejarlo despoblado. Ten piedad de nosotros.
El derviche permaneció en silencio.
El pánico se apoderó entonces de la población. Nuevos rumores se extendieron por toda la ciudad, propagados incluso por sordos y mudos. Los veintiún sabios del Consejo del Sah desfilaron uno tras otro ante el derviche, y todos y cada uno de ellos, a su modo, contribuyeron a que el terror entre la población se acrecentase. «Para curar la ceja, los sabios han sacado el ojo», se dijo el Sah a solas en su palacio. Y reflexionando sobre el problema llegó a la conclusión de que aquel derviche se traía algo entre manos. ¿O se trataba de un simple capricho? ¿Cómo saberlo? Era necesario que el derviche se fuese de allí por su propio pie. Si le expulsaran los guardias, el pueblo seguiría temiendo alguna terrible venganza.
Se sentía realmente avergonzado de la mediocridad de su Consejo pues ninguno de los sabios había conseguido resolver el enigma. Como siempre que le preocupaba algún problema, decidió darse una vuelta por la ciudad. Sus pasos le condujeron hasta el barrio armenio de Ispahán, donde fue testigo de una escena insólita: en una terraza había un montón de trigo extendido en el suelo, listo para ser molido. Una larga caña adornada con cintas multicolores se agitaba por sí sola sobre él, expulsando con sus incesantes movimientos a los pequeños insectos que el trigo atraía. «¿Cómo es posible que una caña se mueva sola?», se preguntó el Sah. Se acercó a la puerta de la casa, la empujó y entró. Sentado en el suelo, un viejo armenio tejía una pieza de lana.
A un lado y otro del hombre había dos bebés en sus respectivas cunas. De cada una de ellas partía una cuerdecita atada a los dedos del tejedor. Éste, primero con una mano y luego con la otra, hacía correr la lanzadera entre los hilos de la trama y la urdimbre. De esta manera el anciano balanceaba constante y regularmente las cunas en las que dormían plácidamente sus nietos. La caña, en la terraza, se movía por el mismo sistema. El sah sonrió al ver el ingenio del tejedor quien, al descubrir que tenía un visitante, se incorporó para saludarle y enseguida continuó trabajando. Como en todas las monedas del reino estaba grabada su efigie, el Sah pensó que tal vez le había reconocido. Para comprobarlo, sin presentarse directamente, preguntó:
-¿Soy yo? ¿No soy yo?
El viejo armenio, juzgando que a una pregunta ambigua debía dar una respuesta equívoca, contestó:
-¡Puede! ¡Puede!
Dando a entender con ello: «¡Puede que me consideres tan tonto como para no haberte reconocido!»
-¿Cómo va todo? -continuó el Sah.
-Con dos patas ocupadas, utilizo la tercera -dijo el tejedor sonriendo y continuando con el juego de adivinanzas que había iniciado el rey. Como con sus dos piernas no podía hacerlo todo, utilizaba una caña. El Sah se dio cuenta enseguida de que el anciano no se desconcertaba fácilmente y de que era un individuo realmente ingenioso, tanto en su trabajo como en la conversación.
«Éste es el hombre que necesito», se dijo.
«Seguro que él puede librarme de ese maldito derviche y, de paso, darles una buena lección a mis sabios, que son todos unos engreídos y que de sabios no tienen nada.»
-¿Si te envío unas cuantas ocas bien cebadas, me las despluma-rías? -le dijo al tejedor.
-Yo sé cebar ocas y también sé desplumarlas. Siempre al servicio de su majestad -declaró el anciano.
Al ver que le había reconocido, el Sah sonrió.
-¡Muy bien! Pues enseguida te enviaré veintiuna. Trata de hacerte con ellas -dijo el Sah antes de retirarse.
Al poco llegaron a casa del tejedor los veintiún sabios del Consejo. Estaban muy preocupados, pues el Sah les había amenazado con desterrarlos si no conseguían convencer al tejedor de que se midiese con el derviche. Aquellos altos cargos del imperio se sentían real-mente humillados de tener que solicitar la ayuda de un pobre diablo, de un tejedor, por si fuera poco, extranjero; pero las órdenes del Sah eran tajantes.
-¡Maestro! ¿Serás capaz de deshacerte de un indeseable derviche? -le preguntaron los sabios.
«¡Así que éstas son las ocas del Sah!», se dijo el anciano. «Él me ha pedido que las desplume bien, así que me tendré que emplear a fondo.»
-Lo que me pedís es prácticamente imposible -objetó el tejedor. Tendréis que hacer grandes sacrificios.
-Haremos todo lo que nos pidas. ¿Qué deseas?
-Necesito una caña mágica, un ajo inmortal y una gallina que haya puesto un huevo de oro.
-¿Pero dónde vamos a encontrar todo eso?
-Yo sé dónde y cómo. ¡Pero hace falta mucho dinero!
-¡Pagaremos lo que sea! -prometieron los sabios.
-Estupendo. Entonces traedme vuestros gorros llenos de oro -ordenó el anciano.
Y así hicieron los sabios. El tejedor, satisfecho de haber cumplido la primera parte de su misión, cogió su caña, metió en su morral un diente de ajo podrido y una vieja gallina desplumada y se fue adonde estaba el derviche. Los curiosos se arremolinaban alrededor. La ciudad entera estaba allí, y también el Sah con toda su corte. El tejedor, sin decir una sola palabra, hizo con su caña un surco bien profundo en mitad del círculo, dividiéndolo en dos partes iguales, y se sentó en una de ellas, frente al derviche. A éste pareció no sentarle demasiado bien aquello. Se quedó pensando, bajó la cabeza y, muy irritado, sacó de su bolsillo una cebolla y la colocó ante él. En respuesta a esto, el tejedor extrajo de su morral el ajo podrido y lo puso también delante de sí. Furioso, el derviche sacó entonces de otro de sus bolsillos un puñado de granos de maíz y los esparció por su semicírculo. El tejedor sacó entonces la gallina, que enseguida se puso a picotear los granos de maíz. El derviche, rabioso, cogió su caña, su morral y, sin dejar de mascullar, se fue de la ciudad y desapareció para siempre.
El Sah pidió al tejedor que explicara el sentido de aquella extraña puesta en escena.
-¡Que viva el Sah! -dijo el viejo armenio. Ese derviche estaba completamente loco. Creía que era mago y que podía dirigir el mundo. Con el círculo quería decir que el mundo le pertenecía. Desde luego, me he cuidado mucho que decirle que estaba loco. Pero he dividido en dos el círculo para comunicarle que no, que la mitad del mundo era mía. Se ha apartado a un lado y me ha mostrado la cebolla, como diciéndome que íbamos a entrar en conflicto. Mi ajo significaba: «Aunque me declares la guerra, no pienso retroceder». El maíz que esparció representaba el ejército con el que me amenazaba, pero para mi vieja gallina era pan comido. En ese momento le entró miedo y se fue.
Los habitantes de Ispahán, felices de haber escapado a la hambruna, la peste y otras calamidades, vitorearon al tejedor. El Sah, que apreciaba mucho a los artesanos, le preguntó:
-¿Qué has hecho con las ocas que te envié? ¿Las has desplumado bien?
-¡Que viva el Sah! Ya lo creo que las he desplumado. ¡Aquí están sus plumas! -exclamó el tejedor poniendo a sus pies un tonel lleno de oro.
-Te mereces este oro -dijo el Sah. Yo, además, te voy a dar otro tanto de mis propias arcas. Quiero que abras una gran fábrica de hilaturas y tejidos para que tu oficio prospere en mi país. Las puertas de mi palacio las tendrás siempre abiertas y jamás te faltará mi protección para ti, para tus sucesores y para tu pueblo. Además, te nombro sabio entre los sabios: presidirás mi Consejo.
Como los ministros y los sabios comenzaron a murmurar ante tanta generosidad por parte del Sah hacia un extranjero, lo cual suponía una gran afrenta para su amor propio, el Sah, indiferente a los murmullos, tomó su libro preferido, lo abrió al azar y leyó en voz alta el siguiente pasaje:
«Si rechazamos a los extranjeros, si les prohibimos trabajar al servicio del estado, si los expulsamos... no estaremos aprovechando las riquezas y los valores que el país posee. Las montañas no rechazan la tierra que acude a unirse a ellas, y gracias a eso llegan a ser tan altas. Los grandes ríos no desdeñan los pequeños cursos de agua que vienen a confluir a su caudal, y gracias a ellos son tan caudalosos».
Se hizo un gran silencio a su alrededor.
Al día siguiente, el tejedor ingenioso acudió a presidir el Consejo. La Historia no hace la menor mención de su nombre ni de los sutiles consejos que dio. Sí se sabe, en cambio, que bajo el reinado del Sah Abbas, y gracias a los mercaderes armenios, Persia tuvo el monopolio de la seda en todo Oriente y en todos los reinos cristianos de Occidente.

Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

El ladrón de albaricoques

En las afueras de Van vivía una pobre viuda que tenía un solo hijo. Ella le había educado en el respeto a los ancianos y a las costumbres de su pueblo. Madre e hijo vivían de lo que producía un pequeño huerto, que cultivaban con sus propias manos con mucho cariño.

En medio de aquel huerto había un hermosísimo albaricoquero muy viejo. Sus frutos tenían un sabor exquisito, con aromas de sol, de miel y de almizcle, y su tierna carne se deshacía al contacto con los dientes, liberando un delicado y fragante jugo que llenaba la boca de dulzor. Madre e hijo vendían dichos albaricoques, llamados «los senos de Semíramis», a clientes ricos que pagaba por ellos sus buenos dineros. Un vecino, envidioso, había propuesto en varias ocasiones a la viuda comprarle el huerto, pero ella siempre había rehusado.
Despechado, el hombre se propuso obligarla al venderlo. Cada noche saltaba la tapia que les separaba, se subía al árbol y cogía gran cantidad de albaricoques, de tal manera que, al día siguiente, madre hijo eran incapaces de cumplir con los pedidos de sus ricos clientes. Así, poco a poco, éstos fueron desinteresándose y termina-ron por comprarle a otro vendedor.
En tan precaria situación económica quedaron que la madre fue a suplicar a su malvado vecino que no les arrebatase aquello que les daba de comer. La única respuesta que recibió fue:
-Bueno, si lo que necesitáis es dinero, aceptad mi oferta y vendedme el huerto.
Por momentos el hijo tuvo la terrible tentación de acabar con él, pero afortunadamente su buen juicio le ayudó a entrar en razón y se contuvo: «Bah, no quiero matar a nadie por un puñado de albarico-ques», se dijo. «Es verdad que mi madre y yo vivimos gracias a ellos, pero, en fin, trabajaré en otra cosa. Mañana mismo iré a la ciudad a ofrecer mis servicios como porteador».
Aquella misma noche, después de que madre e hijo hubiesen cenado muy frugalmente, cuando ya se disponían de acostarse, llamaron a la puerta. Fue a abrir el hijo y se encontró ante un joven de porte majestuoso, nimbado de luz.
-Soy un viajero que se ha perdido -dijo el desconocido. Tengo hambre y frío. ¿Podéis darme hospitalidad por esta noche? Partiré mañana por la mañana a primera hora.
El hijo hizo entrar al misterioso desconocido con todos los honores. La madre, obedeciendo a las sagradas leyes de hospita-lidad, le ofreció lo mejor que tenía y abrió para él su última botella de vino, único vestigio de un pasado más próspero.
El hombre comió con apetito y después hizo saber a sus anfitrio-nes que le agradaría comer alguna fruta, en especial albaricoques.
-¡Ay! -respondió el hijo, no podemos satisfacer vuestro deseo. Un malvado vecino nos ha privado del placer de complaceros.
Y le contó el robo diario de los albaricoques, añadiendo:
-Sólo conozco una forma de deshacerme de ese malvado: sorprenderle robándonos y acabar con él. Pero cuando reflexiono y tomo conciencia de que la vida es un bien sagrado, rehusó poner fin a la vida de un semejante por un simple cesto de albaricoques.
-Tales sentimientos os honran -dijo el desconocido. Pero, sin que tenga que pagar con su vida, yo castigaré a ese ladrón.
Y el ángel -pues era un ángel- hizo que le llevaran junto al albaricoquero centenario, lo tocó con la mano y aseguró al muchacho que aquél que se subiera a aquel árbol sin autorización permanecería allí hasta el día del juicio final, a menos que el legítimo propietario accediese a dejarle bajar. Una vez dicho esto, el ángel desapareció.
A la noche siguiente, como siempre, el ladrón se subió al albaricoquero y comenzó a coger los frutos más hermosos... Pero cuando quiso bajar, todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Quedó atrapado en el árbol sin poder cambiar de posición. A la mañana siguiente, madre e hijo oyeron grandes ruidos en el huerto, corrieron hacia él y ¿qué es lo que vieron? Las gentes de las casas vecinas rodeaban el albaricoquero y, allá arriba, el vecino ladrón, inmovilizado en el lugar del delito, permanecía en una postura totalmente ridícula. Cuanto más se agitaba más atrapado quedaba en el árbol, que lo retenía como una amante. Mientras todos reían y se mofaban de él mandaron a buscar al juez. El ladrón reconoció públicamente el delito y se ofreció a pagar el monto de los albaricoques robados. Madre e hijo escucharon sus ruegos y le permitieron, por fin, bajar del árbol.
Tres flores blancas se han abierto: una para el que lee, la segunda para el que escribe, y la tercera para el que respeta las sagradas leyes de la hospitalidad.

Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

El campesino que vendía espíritus

Erase una vez un campesino cuyo único bien era una vaca pero no le daba leche. Decidió, pues, venderla en el mercado del pueblo, donde le dieron cien rublos por ella.

Al volver a su casa se cruzó con un anciano que anunciaba a voces:
-¡Vendo espíritus! ¡Espíritus! ¡A los buenos espíritus!...
-¿Qué espíritus son esos, hermano? -preguntó, asombrado, el campesino.
-Espíritus de oro, que te ayudarán a hacer tu camino en esta vida, que te protegerán de los infortunios y hasta te harán rico. El campesino siempre había estado convencido de que un día la fortuna le sonreiría y que se haría rico de repente, como sucede en los cuentos. Y pensó que aquel hombre que vendía espíritus era la oportunidad que no debía dejar escapar.
-¿Cuánto cuesta uno de esos espíritu?
-Como veo que eres pobre te venderé uno bien barato: cien rublos.
-Muy bien. Aquí van los cien rublos. Dame el espíritu.
Y, sin dudarlo un momento, el campesino le dio al anciano todo el dinero que había conseguido por la venta de la vaca. El viejo se guardó el dinero en el bolsillo y murmuró al oído del campesino: «Cosecharás lo que siembres. Ése es el espíritu». Y luego desa-pareció.
«¿Qué habrá querido decir?», se preguntó el campesino. «Yo me sé todos los proverbios, consejas y refranes que existen, pero jamás se me había ocurrido pensar que podría ganar dinero con alguno de ellos. Voy a intentar vendérselo a otro». Y comenzó a gritar:
-¡Vendo espíritus, espíritus de oro!...
Pero nadie le hacía el menor caso. Algunos, incluso, le tomaban por loco y se reían de él sin recato:
-¿Habéis visto? Como cree que tiene demasiado espíritu, quiere vendernos un poco.
-¡Eh, tú, saco de maldades! Si tanto espíritu tienes, ¿por qué eres pobre?
Pero el campesino no perdía la esperanza, y continuó gritando por las calles:
-¡Vendo espíritus! ¡A los buenos espíritus!...
Así acabó por llegar ante las puertas del palacio real. El rey, divertido, vio desde su balcón cómo aquel ingenuo campesino intentaba en vano vender espíritus a los avispados ciudadanos. Le dio pena y le llamó.
-Dime, amigo, ¿cómo es ese espíritu que vendes?
-Es un espíritu muy útil, majestad.
-¿Y cuánto cuesta?
-Cien rublos.
-Toma cien rublos y dame ese espíritu -dijo el rey.
El campesino se guardó el dinero y dijo al rey con mucho misterio:
«Cosecharás lo que siembres. Ese es el espíritu». ¡Que viva el rey!
-¿Cómo? -exclamó éste. ¿Te vas a ganar cien rublos por cuatro míseras palabras?
-¡Que viva el rey! Yo, que soy muy pobre, he pagado por esta simple frase cien rublos. Tú tendrías que pagar mil.
-Dime, ¿y eso por qué?
-Yo dirijo la vida de una sola familia, majestad, en tanto que tú diriges la vida de todo un país. Por eso tú necesitas un espíritu tan vasto como la mar.
-Me parece justo -dijo el rey. Para gobernar hace falta mucho espíritu y mucha sabiduría. Pero lo que tú me has vendido sólo representa una mínima gota de sabiduría...
-Muy cierto, mi rey. Pero la mar está formada por gotas. Un hombre inteligente ha de estar siempre aprendiendo. Los mares acaban en algún lugar, tienen un límite. La sabiduría es ilimitada.
-Que tengas larga vida, campesino. Dices cosas muy sabias. Ahora regresa a tu casa, pero ven a verme de vez en cuando. Hablaremos, y te volveré a recompensar por tus sabios consejos.
El rey apreció en mucho las palabras del campesino. Se las decía a menudo a sus cortesanos y a sus sirvientes. Una mañana, cuando su barbero iba a afeitarle, el rey le dijo en tono muy grave:
-»Cosecharás lo que siembres». Comprende bien el significado de estas palabras, barbero: «Cosecharás lo que siembres».
Al oír estas palabras el barbero se puso a temblar. Se le cayó al suelo su afiladísima y larga navaja y se echó de rodillas ante el rey implorando:
-Perdón, rey mío, perdón para tu esclavo. Soy inocente. Me han obligado... Os juro que yo no pensaba hacerlo...
El rey se quedó petrificado. Se puso en pie y zarandeó al barbero.
-¿Qué te habían obligado a hacer? ¿Y quién? ¡Habla!
-Querían que te degollara... Pero yo no iba a hacerlo.
Así fue cómo el rey descubrió la conspiración que se había urdido para atentar contra su vida. Los traidores recibieron el castigo merecido. En cuanto al campesino que vendía espíritus, cada vez que se presentaba en palacio el rey le recibía amablemente y le recom-pensaba siempre.
-Me has salvado la vida, sabio campesino -le decía.
A partir de aquel día los proverbios populares fueron considerados como perlas de sabiduría y desde entonces pasan de boca en boca y de generación en generación para que lleguen intactos hasta nuestros hijos.


Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)