Esta historia me la contó keri Mourad, que se la había oído contar a su
abuelo, al cual se la había enseñado el suyo, el cual la conocía de su
bisabuelo, el cual la había escuchado de sus antepasados, en una cadena que se
pierde en la noche de los tiempos.
Hace mucho tiempo había un rey que quería a
toda costa ser admirado, amado por sus cualidades, su belleza, su inteligencia,
su elegancia y por muchísimas otras buenas, o no tan buenas, razones. Todos los
días, invariablemente, hacía la misma pregunta a cortesanos, amigos,
sirvientes...
-¿Cuánto me amáis?
Nadie se libraba de su interrogatorio. El
monarca necesitaba comprobar constantemente el grado de cariño que sentían por
él. Como temían que se molestase, todos le decían siempre lo que sus reales
oídos deseaban oír:
-Te amamos, oh rey, como se ama al pan recién
hecho, al olor del jazmín, al cielo estrellado...
Pero, a la larga, los cumplidos acababan
siendo demasiado poco originales, lo cual irritaba al soberano.
El rey tenía cuatro hijas, a cual más bella y
juiciosa. Él, sin embargo, tenía un lugar preferente en su corazón para la más
joven, su preferida. ¿Era acaso más dulce que sus otras hermanas? ¿Quizá se
parecía más a su querida esposa, fallecida prematuramente? Qué importan las
razones. Aquella princesita era para él la luz de sus ojos.
Un día, por enésima vez, el rey interrogó a
sus hijas:
-Decidme, queridas mías: ¿cuánto me amáis? La
mayor se acercó a él y, encantadora, afirmó:
-Mi amor por ti es tan grande, querido padre,
que la bóveda celeste no es lo suficientemente grande para poder medirlo. Es
infinitamente mayor.
-Bien, hija mía, bien -respondió el rey,
seducido por una res-puesta tan poética. Me colmas de satisfacción.
La segunda hermana se acercó al rey y,
cruzando sus manos sobre el pecho, declaró:
-Querido padre mío, mi amor por ti es tan
inmenso que mi corazón sería incapaz de contenerlo: estallaría en pedazos.
-¡Ah, hija mía, qué respuesta tan maravillosa!
-dijo el rey encantado. No me has decepcionado.
La tercera princesa tomó a su vez la palabra
y dijo:
-Yo, queridísimo padre, aún te amo más que
mis hermanas. Abro los brazos y siento que son demasiado cortos para abarcar el
amor que siento por ti.
-¡Qué alegría tener unas hijas como vosotras!
-declaró el rey henchido de orgullo.
Esperaba que la última de sus hijas, la más bella,
la más dulce, su preferida, interviniese en ese momento para expresar la
inmensidad de su amor. Deseaba, en lo más profundo de su corazón, una
maravillosa declaración que superarse con creces a todas las que había oído
anteriormente. Pero la princesa parecía sumida en un mar de reflexiones y
permanecía callada en un rincón. Al cabo de unos minutos, su persistente
silencio inquietó al rey: ¿Por qué su más querida hija no le ofrecía el
testimonio de su amor? ¿Acaso le amaba menos que ayer y que los días
anteriores? ¿Quería herirle? ¿Había olvidado todas las atenciones con que él la
colmaba?
Aquellas ideas no paraban de agitarse en la
mente del rey, que comenzó a perder la paciencia:
-Así pues, hija mía, ¿no vas a decirme cuánto
me amas?
La muchacha miró directamente a los ojos de
su padre y declaró:
-Querido padre, yo te amo... como a la sal.
Sus tres hermanas se echaron a reír,
encantadas en el fondo de que la más pequeña, la favorita de su padre, se
encontrase por una vez en una situación embarazosa.
El rey, sorprendido y molesto por una
respuesta tan grotesca, sintió que le invadía la cólera:
-¡Me amas como a la sal! ¡Como a ese vil
condimento de cocina! ¡Como a ese vulgar alimento que los pastores dan a
puñados a sus cabras! ¿Te ríes de mí, hija ingrata?
-Padre, déjame explicarte -imploró la
muchacha.
Pero el rey, exasperado, estalló en cólera:
-¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a ver tu
horrible cara!
Y, lleno de rabia, señaló a su hija con la
vengativa punta de su dedo. Le temblaba todo el cuerpo y su rostro, enrojecido,
estaba bañado en sudor. La princesa, aterrada por el cataclismo que acababa de
provocar, corrió llorando a sus habitaciones. Allí comprendió que su padre la
había apartado de su lado para siempre. Se despojó de su vestido de princesa,
se puso la ropa de una de sus sirvientas y huyó del castillo.
O Caminó día y noche durante semanas, quizá
meses, hasta tener los pies ensangrentados. El temor y la vergüenza de haber decepcionado
a su padre la impelían a poner la mayor distancia posible entre ella y la ira
del rey. Mendigaba pan por los caminos y tenía suerte si alguien le permitía
trabajar en las duras faenas del campo o en las porquerizas a cambio de un
tazón de sopa caliente y de un jergón de paja.
¿Hasta qué punto el rey se había arrepentido
de su comportamiento? ¿Cuánta era la pena que sentía por su querida hija?...
Los que mejor podrían contarlo eran los guardias que el monarca desplegó en su busca
por todo el reino. Todo fue en vano. No encontraron ni rastro de la princesa.
Al final la joven llegó a un país vecino en
el que reinaban un soberano bueno y magnánimo y su esposa, sensible y generosa.
Y allí se presentó a las puertas del castillo, pero los guardias, viéndola tan
sucia y harapienta, y a pesar de sus súplicas, le prohibieron la entrada.
La reina, alertada por las voces, quiso saber
qué pasaba. Conmovida por el desamparo de la muchacha, la tomó bajo su
protección y la confió a sus sirvientes. Una vez lavada, peinada, perfumada,
ataviada con un vestido digno; una vez que las llagas de sus pies fueron
curadas con ungüentos cicatrizantes, la muchacha pidió presentarse ante la
reina para agradecer sus cuidados y rogarle que le permitiera entrar a su
servicio. No se fiaba de nadie y por eso no quiso desvelar su identidad. Sin
embargo a la reina le impresionó su belleza y el contraste entre la humildad de
su ruego, la modestia de su porte y la nobleza natural que emanaba de ella
hasta en sus más mínimos gestos. Decidió cuidar de ella como si fuese su propia
hija. Ella tenía ya un hijo. Pues bien, ahora tendría dos.
Los años pasaron en plena dicha. Si a veces
la princesa pensaba en su padre y en sus hermanas; si a veces derramaba
lágrimas al recordar su vida anterior y su antiguo palacio... tales cosas no me
corresponde a mí contarlas. Sabed solamente que el joven príncipe se enamoró de
la bella princesita. El rey y la reina estaban encantados. Ignoraban que su
futura nuera era de sangre real. La creían plebeya. Pero esto no representaba
el menor obstáculo:
-En realidad -dijo el rey, la nobleza de
espíritu cuenta tanto como la de cuna.
Así pues, la boda fue concertada. Se celebrarían
grandes fiestas populares y se organizaría en palacio un suntuoso banquete para
los reyes, reinas, príncipes y princesas de todos los estados vecinos. Los
mejores cocineros del país fueron invitados a demostrar sus talentos para aquel
magno día. Cuando la princesa consultó la lista de invitados, comprobó que el
nombre de su colérico padre figuraba en ella. Seguía sin revelar el secreto de
su nacimiento, pero se dirigió a las cocinas y dio ciertas instrucciones a los
marmitones, que se comprometieron a cumplirlas escrupulosamente.
Por fin llegó el gran día. La princesa,
radiante bajo su velo blanco; su bella cabellera adornada con hilos de oro y
perlas, apareció del brazo de su prometido. Cuando, tras la ceremonia,
recorrieron las calles principales, toda la población, jubilosa, lanzaba a su
paso pétalos de rosa y de jazmín deseándoles una vida plena de felicidad.
-»Que la luz esté en tus ojos», gritaba la
multitud al verlos pasar.
Los recién casados y el séquito de invitados
entraron por fin en la sala del banquete y cada cual ocupó su lugar. El
colérico rey no dejaba de mirar a la recién casada, sin poder evitar
emocionarse al recordar a su preciosa hija, a la que había perdido hacía ya
muchos años y que hoy estaría, también ella, en edad de casarse...
Los camareros acudieron a servir la mesa.
Suculentos manjares pasaban constantemente de
las bandejas de plata a los platos de porcelana fina pero, mientras que todos
los invitados comían con gran apetito, el padre de la novia no conseguía
disfrutar de las viandas que le servían. Las carnes eran insípidas, el arroz
soso, las verduras dulzonas... En suma, la comida le repugnaba. Miraba con
envidia a sus vecinos de ambos lados, que comían a dos carrillos, en tanto que
él no conseguía dar un solo bocado con placer.
A lo que parecía, era el único que se estaba
quedando en ayunas. Todos los demás disfrutaban de lo lindo y miraban
furtivamente, aunque con cierto asombro, cómo los platos de nuestro rey eran
recogidos intactos.
En un momento dado creyó ver que hasta la
recién casada le observaba disimuladamente... Con el estómago en los pies, se
decidió a preguntar a sus vecinos de mesa:
-¿La comida os ha parecido buena? -interrogó,
perplejo.
-¡Suculenta! -respondieron ambos a la vez.
-¿Me permitís probar de vuestro plato? -se
atrevió a solicitar nuestro rey.
-¡Cómo no! -replicaron los dos hombres,
sorprendidos pero de muy buen humor.
El colérico rey tomó un trozo de carne de uno
de los platos y una cucharada de arroz pilaf de otro y los encontró deliciosos,
con un sabor absolutamente diferente al de los platos que a él le habían
servido. Entonces se desató su ira. Pidió vehementemente la palabra. Se hizo un
gran silencio, pues todos pensaban que iba a formular algún voto de felicidad a
los nuevos esposos. Pero, en lugar de eso, dirigiéndose especialmente a sus
anfitriones, el colérico rey dio salida a todo su rencor.
-¿Os estáis mofando de mí? ¿Me habéis
invitado para dejarme en ridículo? ¿Por qué me servís esta insípida comida
mientras que el resto de los invitados se deleita con manjares suculentos? ¿Os
estáis divirtiendo a mi costa?
El rey y la reina, estupefactos ante un
reproche tan inesperado y fuera de lugar, intentaron calmarle.
-¡Excelencia -dijo la reina, en ningún
momento hemos pretendido que os sintáis agraviado! ¡Debe de haber sido un
error!
-¡Vuestra comida es la misma que la de todos
nosotros! -añadió el rey.
-¡Imposible! -negó el colérico rey. ¡Todos
mis platos han sido cocinados sin sal! ¡No tienen ningún gusto!
La recién casada, llena de emoción y
ruborizada, tomó entonces la palabra.
-Querido padre, ¿no me reconoces? -dijo
bajando los ojos. Yo te amo, padre querido, como a la sal que falta en tus
platos. Sin sal los alimentos no tiene sabor, y a todos los sentimientos les
falta delicadeza y pasión. La sal da sabor a la vida y yo te amo como amo la
vida; padre mío, te amo como a la sal de la vida. Pero entonces no me diste
tiempo de explicarme, y me echaste de tu casa y de tu corazón.
Una brillante lágrima, como una perla,
recorrió el hermoso rostro de la princesa, ahogada de emoción. Turbados por la
conmovedora intervención de la recién casada, los invitados callaban preguntándose
si padre e hija conseguirían reconciliarse ante aquellos dolorosos
acontecimientos que habían creado un abismo de incom-prensión tan profundo.
El rey, avergonzado y conmovido, se levantó y
fue a estrechar a su hija entre sus brazos, pidiendo perdón por todo el daño
que le había hecho. Prometió que nunca más se dejaría llevar por la ira.
Bueno... al menos prometió intentarlo. Los festejos de la boda continuaron
felizmente... Y se dice que aún continúan.
Tres manzanas han caído del cielo. Una para
Mourad keri, narrador nacido en Van,
que no sabía leer ni escribir pero que tenía la cabeza llena de magníficas
historias que tan bien sabía contar... Otra para ti, amigo lector, que lees
este cuento y sacas provecho de sus sabios consejos. Otra para mí, que lo he
retomado para hacerlo vivir de nuevo.
Fuente: Reine Cioulachtjian
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