El cóndor levantó
presurosamente el vuelo y se elevó majestuoso sobre la diamantina cima. Nadie
osaba interrumpir la soledad, ni el silencio señero de los Andes.
Pero aquella mañana
transparente y siempre silenciosa parecía sorprendida porque algo desusado y
extraño estaba ocurriendo en las alturas. El cóndor planeaba sigiloso y espectante
sobre las cimas y sus perspicaces ojillos observaban con atención cuanto
sucedía por allá. Mas a pesar de su atención y cuidado, no lograba ver lo que
le había alarmado y obligado a levantar el vuelo.
-Iré a ver a Huracán para
informarme -pensó el cóndor.
Y así, subió más y más
alto, extendiendo sus enormes alas en la transparencia del aire. Planeó de
nuevo sobre las cumbres, para de inmediato volar en línea recta hasta el lugar
donde solía descansar Huracán, que también era llamado "Corazón del
Cielo".
Llegó a la gran gruta y
se posó sin apenas ruido cerca de un fresco copihué que trepaba sobre la roca
viva. Observó atentamente y vio que todo estaba quieto como de costumbre. Árboles
y ramas se desperezaban al sol mientras las pequeñas flores abrían sus corolas,
saludando con alegría al nuevo día. La luz era espléndida y la armonía y paz de
las alturas resultaban perfectas.
El cóndor arregló
convenientemente sus plumas y sus alas. Después de esto, lanzó su voz hecha
palabra hacia la gruta pronunciando el nombre de "Corazón del Cielo".
-¡Huracán!
Pero la voz no fue lo
fuerte y alta que debía ser, porque Huracán o Corazón del Cielo se encontraba
en lo más profundo y hasta él no llegó la palabra. Un diminuto
insecto de brillantes alas revoloteaba por allá, y al escuchar la voz del
cóndor -que sabía muy bien que era el rey de los Andes, se apresuró a ir en
busca de Huracán. Y antes de que el cóndor volviera a pronunciar su nombre, ya
estaba Corazón del Cielo a la puerta de la gruta.
-¡Buenos días, cóndor!
-dijo afablemente.
-Muy buenos los tengas,
Huracán.
-¿Qué te trae por acá?
-Quiero que me hagas un
favor.
-Dime -contestó Huracán
solícito.
-Necesito que vengas
conmigo a la cumbre del Aconcagua y trates de ver qué pasa. Escuché que algo
rompía el silencio y la soledad, y me pareció tan desusado que tuve que
levantar el vuelo.
-Acaso sea alguno de mis
parientes que anden por aquellos rumbos.
-No creo. Porque cuando
alguno llega a mis alturas, suelen saludarme y me dicen lo que van a hacer por
allá.
-Sí, eso es cierto
-repuso Huracán pensativo. En este caso a lo mejor era Zipacná, que estaría
arreglando algún monte.
-No sé, no sé -murmuró
dudoso el cóndor. Sin embargo, creo que debemos investigar qué es lo que
sucede.
-Está bien. Iré contigo.
-Te llevaré en mis alas.
-No -dijo Huracán. Es
mejor que te lleve yo y te haga el viaje más fácil.
-De acuerdo. Pero no
corras mucho, porque podrías hacer daño a la cordillera. ¿Vamos?
-Aceptado. Viajaremos
alto y así pasaremos desapercibidos.
-Está bien -contestó el
cóndor mientras se disponía a volar.
Los dos se levantaron por
los aires y, en un decir "Jesús" se posaban en la cima del gran
Aconcagua. Todo estaba quieto y resplandeciente como si fuera el primer día de
la Crea ción. El
sol brillaba con intensidad y todo destellaba como si fuera un enorme diamante.
Las rosadas y azules nubes se habían alejado de las cumbres y éstas lucían
altivas y orgullosas. La nieve que coronaba el Aconcagua era un delirio de
blancura.
Los ojos del cóndor y de
Huracán miraban con cuidado y suma atención tratando de descubrir a quien había
producido el ruido que alarmó al cóndor.
-Como ves -dijo Huracán,
aquí no hay nadie. Ningún extraño se aventuraría a subir hasta acá.
-Sin embargo, yo escuché
algo extraño.
-Miremos por la otra
ladera.
-Miremos.
De nuevo alzaron el vuelo
y se posaron al otro lado. Por allá, también brillaba todo y la más absoluta quietud
era lo que se podía contemplar.
-No sé, no sé -seguía
murmurando el cóndor.
-No te preocupes más.
Acaso habrá pasado Kabrakán y ya sabes cómo es y con la velocidad que corre...
-Siento haberte
molestado, Huracán.
-No es...
Y antes de terminar la frase,
ambos escucharon clarito un "crüisss", como si fuera una débil
vocecita de algo muy tierno, muy livianito, pero que en el profundo silencio
sonó lo suficiente para ser oído con claridad.
-¿Escuchaste? -inquirió
el cóndor.
-¡Sí! -contestó Huracán-.
Miremos con más cuidado.
Los dos se esforzaban en
averiguar la procedencia del ruido y lo único que vieron fue que las nieves
eternas se adelgazaban como queriéndose abrir.
-¿Qué es eso? -exclamaron
los dos al mismo tiempo.
-La nieve es blanca y
pura. Pero debajo de ella están naciendo las hierbas de las cumbres y yo hago
que su trabajo sea más fácil -dijo el sol orgulloso.
-Pero se morirán de frío
cuando te acuestes -dijo el cóndor.
-Eso es cierto -terció
Huracán.
-No, porque las haré
fuertes y les daré un vestido capaz de resistir el frío de las cumbres -aclaró
el sol.
-Veamos cómo lo haces
-invitó el cóndor.
-Sí, sí, veamos -insistió
Huracán.
El sol comenzó a calentar
con todas sus fuerzas. La nieve se abrió, dejando que saliera un pequeño y
brillante hilo líquido, tras el que surgió una diminuta planta verde, muy
verde y muy tierna.
-¡Qué bello hecho!
-exclamaron Huracán y el cóndor.
-Aún haré más -dijo el
sol abriendo y extendiendo sus mejores rayos.
Siguió calentando y
mirando con ternura a la plantita, que se elevó con rapidez y abrió mimosa sus
tiernas hojas, para dejar ver en su interior una hermosa flor que sonreía bajo
el azul transparente.
-¡Qué belleza! -dijo el
cóndor mirándola asombrado.
-¡Qué dulzura y suavidad
tienen sus hojas y qué delicado color! -susurró Huracán embelesado y complacido
ante tanta hermosura.
-Sí -dijo el sol. Se
llamará, por su blancura, Flor de las Nieves y será el premio que obtengan los
futuros hombres que sean capaces de llegar a estas alturas, si es que pueden llegar
algún día.
-Pero ahora, ¡vivirá sólo
para nosotros!
Y así nacieron las flores
de las alturas. Y son tan bellas, tan bellas, que en las noches de plenilunio
se suelen confundir con la luz de las estrellas.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
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