Había
una vez un rico comerciante llamado Badis que tenía un solo hijo
varón, llamado Amir, al cual amaba con toda la pasión de su
corazón. Badis trabajaba arduamente para legarle toda su fortuna a
su único hijo y luego verlo prosperar en la felicidad. Por tal
motivo, lo había educado con los mejores maestros y lo vestía con
las más delicadas telas, lo alimentaba con la comida más exquisita
y lo entrenaba en todas las artes.
Hasta
tal punto buscaba lo mejor para su hijo que, de todas las muchachas
de la región, ya había elegido a una, la más hermosa, inteligente
y educada, para que se casara con él. Una bella joven llamada
jazmín.
Pero
cuando el muchacho se enteró de esto, se entabló una discusión muy
fuerte. Amir, si bien era muy educado y obedecía en todo a su padre,
era también muy inteligente y desde pequeño alentaba ideales de
libertad e independencia. Pero hasta ese momento, nunca padre e hijo
habían discutido por ninguna razón.
La
discusión fue aumentando, las voces se fueron convirtiendo en
gritos, el rostro de los dos hombres se había puesto rojo como la
sangre y las venas del cuello se habían inflamado tanto que parecía
que explotarían de un momento a otro.
El
padre, entonces, guardó silencio un instante, respiró profundamente
y por fin dijo:
-Querido
Amir, mi único hijo, antes de continuar nuestra discusión podrías,
al menos, ver a jazmín, tu futura esposa. Recién entonces podrás
negarte a casarte con ella, en base a la verdad de lo que tus ojos
hayan visto.
Su
hijo abrió la boca para replicarle pero, comprendiendo la sabiduría
encerrada en las palabras de su padre, aceptó.
Así
fue como al día siguiente se levantaron temprano y vistiéndose con
las ropas más lujosas fueron a la hermosa mansión donde vivía la
mujer que el padre había elegido como futura esposa de su hijo.
La
familia de la muchacha se alegró de verlos y rápidamente
dispusieron de muchos de sus criados para brindarles toda la
comodidad de la que eran capaces. Amir notó que, a simple vista, la
fortuna de la familia de la muchacha era muy superior a la de ellos.
El
manjar que prepararon frente a sus ojos, el rico olor del incienso
que ardía en los braseros y las fastuosas telas de los tapices que
adornaban las paredes -entre otras cosas- hicieron que el joven fuera
disminuyendo su encono con su progenitor y, a su vez, elevara el
grado de ansiedad por ver a su futura mujer.
Cuando
la muchacha apareció, vestida con un hermoso traje de seda verde que
hacía juego con el color de sus brillantes ojos, el corazón del
muchacho latió con la fuerza de la pasión y toda la discusión cayó
en el más profundo olvido.
La
muchacha no sólo era hermosa, sino también muy inteligente, de
dulce voz y con modales y gestos tan suaves como la caricia de una
pluma.
El
padre vio la mirada de su hijo y sin poder evitar una sonrisa
sarcástica -de la que Amir no se dio cuenta- comenzó a hablar de
los preparativos de la boda.
Luego
de mucho conversar ambos partieron, pues como había dicho el padre,
"los negocios no pueden esperar".
Ya
en el carro y luego de haber recorrido un cierto trecho, Badis
recordó un encargo y le encomendó la tarea a su hijo, quien aceptó
gustoso realizarla. Amir, entonces, tomó uno de los caballos del
carro de su padre; luego de ensillarlo, se despidieron hasta la noche
y cada uno partió por un camino diferente.
Cuando
el crepúsculo se había instalado en los cielos, Amir, el hijo del
mercader, todavía continuaba el viaje de regreso hacia su casa.
Estaba atravesando un bosquecillo de árboles frutales cuando escuchó
la voz más dulce que jamás había oído, pues superaba con creces
el melodioso tono de jazmín, su futura esposa.
Como
si se encontrara bajo el influjo de un hechizo, el joven dirigió su
montura hacia el interior del bosque, alejándose del camino,
guiándose por el sonido de la canción que acariciaba sus sentidos.
Pronto
encontró una mansión que parecía abandonada, pues sus paredes
estaban casi tapadas de enredaderas. Y en uno de los balcones se
encontraba una hermosa muchacha cuya belleza superaba a jazmín en
todos y cada uno de los detalles, desde sus delicadas manos hasta la
gracia con la que caía su pelo negro.
Amir
desmontó del caballo y caminó presuroso hacia la puerta de la
mansión. Golpeó insistentemente y al rato la abrió un hombre
mayor, de larga barba blanca, perlada de gris.
En
ese momento el joven Amir se dio cuenta de que no sabía qué decirle
a aquel hombre, pues él no era más que un extraño cautivado por la
voz de aquella muchacha.
-Ese
canto de dulce voz... -dijo Amir todavía extasiado.
-Ah
-exclamó el viejo sonriendo, ésa es mi hija, su nombre es Latifa.
-Pues
su hija posee los más bellos dones que Alá le pudo dar.
-¿Cuál
es tu nombre?
El
joven pareció algo turbado, pero pronto se repuso y dijo:
-Permítame
presentarme, yo soy Amir Ibn Haldir.
-Creo
conocer a su padre, un gran hombre. Mucha habilidad para los
negocios.
-¿Su
hija está casada? -preguntó directamente Amir haciendo a un lado
todas las reglas de la cortesía.
-No,
mi hija está libre. ¿Le interesa?
-Sería
el hombre más feliz de la tierra si ella se convirtiera en mi
esposa.
-Pase
y se la presentaré.
El
hombre se hizo a un lado y el joven Amir entró en un recinto amplio
lleno de exóticas antigüedades.
El
hombre mayor se fue tras unas cortinas en busca de su hija y pronto
aparecieron ambos. El padre la presentó:
-Mi
querida Latifa, este hombre es Amir y tiene intenciones de casarse
contigo.
La
muchacha, ahora que estaba más cerca, personificaba a la belleza
misma. Mirar en sus ojos era perderse en un torbellino de emociones.
Sus labios se estiraron en una sonrisa y realizó una pequeña
reverencia.
-Me
siento halagada, señor Amir.
La
mirada y las palabras dirigidas hacia el joven fueron suficientes
para que éste se enamorara perdidamente de ella.
Amir
prometió regresar para discutir los detalles de la boda y partió
rápidamente.
Al
volver a la casa de su padre nuevamente entablaron una discusión. El
tono de la voz se fue elevando hasta que el hijo usó la misma
estrategia que su padre había usado con él:
-Querido
padre, antes de continuar nuestra discusión podrías, al menos, ver
a Latifa, a quien he elegido como mi futura esposa. Recién entonces
podrás negarte a mi voluntad, en base a la verdad de lo que tus ojos
han visto.
El
padre, sorprendido, sonrió y asintió.
Al
día siguiente fueron a la mansión que se encontraba en el medio de
aquel bosquecillo de árboles frutales, y cuando Badis vio a la
muchacha reconoció que su hijo tenía la razón.
La
boda se realizó en muy corto tiempo y la fiesta fue cuidada con todo
detalle. Cuando la celebración hubo terminado Badis los llevó hasta
la mansión que había mandado a construir para su hijo y su futura
esposa hacía ya mucho tiempo y la alegría desbordó los corazones
de la joven pareja.
Los
días fueron pasando y Amir vivía en la más absoluta felicidad pues
su joven esposa cumplía todos sus deseos y los negocios iban
prosperando. Sin embargo, había algo que al joven Amir le llamaba
poderosamente la atención: jamás veía a su esposa comer.
Comenzó
a recordar los momentos en que habían compartido diferentes comidas
y ella casi nunca tocaba su plato.
Ante
este hecho, el joven esposo comenzó a prestar más atención a las
comidas y empezó a hacerle preguntas a su esposa:
-¿No
te gusta lo que hay en la mesa? ¿Quieres que mande a preparar alguna
otra cosa?
-No,
mi señor -respondía ella con su dulce voz y una sonrisa en el
rostro que iluminaba el corazón de su esposo, simplemente hoy no
tengo hambre.
Y
así siguieron pasando los días y las excusas siempre afloraban
delicadamente con su voz seductora desde sus labios carnosos.
Pero
una noche ocurrió que Amir se despertó. Buscó el cuerpo de su
mujer en la oscuridad y al no encontrarlo abrió los ojos. El débil
resplandor de la luna y las estrellas que entraba por la ventana
proporcionaba suficiente luz como para comprobar que su esposa no se
encontraba allí.
Se
levantó enfurecido. ¿Dónde estaba su esposa?
Recorrió
toda la casa sin suerte: no estaba en la cocina, ni en el establo, ni
en el cuarto de los criados, ni en el jardín ni en la sala. Estaba
tan furioso que tomó un jarrón que había sobre una pequeña mesa
de madera y lo arrojó por la ventana. Los nacientes rayos del sol
atravesaron el cortinado de la ventana rota.
Subió
las escaleras hacia la habitación y su corazón le dio un vuelco
cuando encontró a su mujer dormida en la cama.
La
ira lo dominó y de un tirón le arrancó las sábanas, trepó al
lecho y dándola vuelta la tomó por los hombros y la zamarreó con
fuerza:
-¿Dónde
estabas?! ¡Te busqué por todos lados!
La
mujer, aún con el sueño entre sus párpados, le respondió con un
tono suave:
-Estaba
en el baño, mi señor.
La
furia de Amir, lejos de disminuir, aumentó, pues no se le había
ocurrido buscarla allí. Se sentía avergonzado de sí mismo por no
haber pensado en un lugar tan común.
-¿Por
qué no ine avisaste? -le gritó soltándola de golpe.
-Dormía
profundamente y no quería despertarlo por una tontera, pero si es su
deseo, de ahora en más... -comenzó a decir con lágrimas en los
ojos.
Amir
se lanzó sobre ella y la abrazó con fuerza mientras le besaba el
rostro repetidamente.
La
jornada comenzó y cada uno se dedicó a sus labores; sin embargo, la
mente de Amir no podía olvidar el hecho nocturno. Su intuición le
decía que algo no marchaba bien.
Esa
noche durmió abrazado bien fuerte a su esposa.
Cuando
los rayos del sol del amanecer penetraron por la ventana Amir
despertó y nuevamente se encontró solo, pero antes de que pudiera
salir de la cama apareció Latifa, con su caminar sensual, cargando
una bandeja con el desayuno.
Amir
comenzó a comer y al ver que su esposa no probaba bocado, le ofreció
una fruta que él estaba comiendo, la muchacha se negó diciendo:
-Sabe
que nunca desayuno, no tengo hambre a la mañana.
-¡En realidad
nunca te he visto comer! La muchacha sonrió y dijo:
-No
soy una persona que coma demasiado. ¿Está disconforme con mi
cuerpo?
Amir
pensó en mentir y decirle que sí, cualquier excusa para verla comer
con sus propios ojos, pero al final desistió de la idea.
Sin
embargo, durante la tarde, su mente seguía pensando en la
desaparición de su mujer y en el hecho de que nunca la había visto
comer. Fue a la casa de su padre y allí durmió una larga siesta.
Badis atribuyó el cansancio de su hijo a sus deberes maritales
nocturnos y no hizo preguntas.
Antes
del anochecer Amir regresó a su casa (donde una vez más su esposa
puso una excusa para no comer); luego, ambos se fueron a dormir.
Claro que, en realidad, Amir pasó despierto toda la noche,
controlando los movimientos de su esposa.
Y
a la noche siguiente hizo lo mismo.
Cuando
llegó la tercera noche desde aquella en que se había despertado y
no la había encontrado en la cama, sucedió algo inesperado.
Se
acostaron como siempre y Amir se quedó muy quieto, con los ojos
cerrados pero con los oídos atentos, abrazado al ardiente cuerpo de
su joven esposa.
De
pronto, estaba casi por quedarse dormido cuando sintió que la mano
de su esposa se deshacía de su abrazo. Luego ella se levantó con el
menor movimiento posible, casi imperceptible, y así hubiera sido si
él no hubiera dormido antes.
La
joven salió de la habitación y descendió las escaleras. Amir,
silencioso como un león, la siguió en la oscuridad. Latifa llegó
ante la puerta de la casa, la abrió y comenzó a caminar con paso
rápido, casi oculta en las sombras de la noche.
Amir
la siguió a una distancia prudencial para que ella no lo notara. Sin
embargo, en un momento determinado, la muchacha se detuvo y miró
hacia atrás. Amir se ocultó en las sombras que proporcionaban unos
árboles y aguardó mientras el corazón le latía con fuerza y
sentía que se le iba a escapar del pecho.
Latifa
volvió a dirigir su rostro hacia delante y corrió con pies
silenciosos. Amir guardó mayor distancia pero no dejó de seguirla.
Luego de un cierto trecho cayó en la cuenta de que estaban en el
camino que desembocaría en el cementerio.
Latifa
corrió por el camposanto, saltando tumbas e internándose en aquel
páramo tenebroso. Amir no podía creer lo que veían sus ojos: su
mujer, su amada belleza, corriendo entre las tumbas como una
desquiciada.
De
pronto se detuvo, como si olfateara el aire, hundió sus bellas manos
en la tierra húmeda y negra y comenzó a cavar como si fuera un
animal.
Amir
se instaló detrás de unos árboles para observar mejor sin ser
visto.
La
joven Latifa cavó un buen rato, todo su cuerpo estaba sucio de
aquella tierra pestilente; luego la vio desaparecer en el hueco que
había hecho. Unos instantes después salió arrastrando un cuerpo
envuelto en un sudario manchado de mugre, se lo arrancó con las uñas
y, cuando el cadáver estuvo al descubierto, arrojó su hermoso
cuello hacia atrás y luego le hincó los dientes con fuerza
produciendo un chasquido repugnante.
Amir
seguía sin poder creer lo que estaba viendo. Aquella muchacha dulce
y hermosa, aquella esposa devota y fiel con la que había compartido
la cama, ahora estaba cubierta de barro mientras devoraba un cadáver.
A
pesar de la repugnancia que le causaba siguió observando la
situación, pues no se iría hasta el final.
La
ogresa, porque eso era verdaderamente su esposa, siguió devorando el
cadáver hasta dejar todos los huesos limpios. Luego los arrojó al
hueco y volvió a cubrirlo con la tierra que había sacado.
El
joven Amir, lleno de pavor, regresó corriendo a su casa y se metió
en la cama mientras su corazón seguía galopando como una bestia
desbocada.
Mientras
pensaba qué hacer con su esposa sintió que la puerta de la
habitación se abría. Latifa entró silenciosamente, se metió en la
cama y se tapó con las mantas como si nada hubiera pasado
Amir
no podía dormir, pero sabía que nada podía hacer pues los ogros
tienen mucho más poder por la noche que por la mañana, así que
esperó la llegada del sol.
El
joven se levantó temprano y mandó a una criada a que le trajeran el
desayuno a la cama. Latifa quiso levantarse pero él se lo impidió.
Ella
se acurrucó contra él buscando su calor, pero Amir no podía
olvidar la repugnancia de lo que había hecho durante la noche y la
alejó bruscamente.
La
criada trajo la comida, dejó la bandeja y partió cerrando la
puerta.
Amir
tomó el cuchillo, partió una fruta por la mitad y mientras aún
sostenía el arma en la derecha le ofreció una mitad con la mano
izquierda a su esposa.
-Come,
querida -le dijo mirándola fijamente.
-No,
mi señor -repuso Latifa con la dulce voz de siempre, sabe que nunca
como a la mañana.
-¡Ah,
sólo comes cadáveres del cementerio por la noche! -exclamó Amir
hecho una furia.
El
rostro de Latifa adquirió la dureza de la piedra y sus ojos se
abrieron como dos lunas llenas. Se puso de pie y Amir se levantó con
rapidez mientras empuñaba el cuchillo y aplastaba su espalda contra
la puerta para impedirle salir.
La
ogresa se transformó desarrollando agudos colmillos y deformando la
boca de una manera monstruosa. Amir ignoró el pavor que su mujer
transformada le provocaba y clavó con fuerza el cuchillo entre los
prominentes senos de la criatura. La sangre manó de forma rápida y
abundante.
Latifa,
sin ceder en sus actos, llevó sus manos transformadas en garras
hacia el cuello del joven esposo. Amir, a su vez, desenterró el
cuchillo y volvió a clavarlo con más fuerza hasta que parte de la
empuñadura se metió en la carne.
La
ogresa aulló y cayó muerta tan bella como siempre, sin ningún
rastro de su horrorosa transformación.
Se
hicieron los preparativos rápidamente y a la tarde la enterraron en
el mismo cementerio donde su marido la había descubierto devorando
cadáveres.
Todos
se acercaron para darle el pésame al viudo. El duelo se prolongó
durante varios días.
Finalmente
Amir volvió a ocuparse de sus negocios.
Una
noche regresó a su casa cansado, comió frugalmente y se acostó a
dormir.
De
pronto percibió que algo se metía en las mantas con él. Entreabrió
los ojos y vio un bulto en la oscuridad, luego sintió que unas manos
frías tocaban su cuerpo.
El
joven despertó sobresaltado, lo que al principio le parecía sólo
un mal sueño se había convertido en realidad.
Allí
estaba ella, su esposa Latifa, tan bella como siempre, pero con un
brillo extraño en los ojos. Se había montado sobre él y dirigía
sus manos hacia su cuello.
Amir
gritó de desesperación y buscó con premura la daga que guardaba
debajo de su almohada. La luz de la luna brilló por un instante en
la hoja filosa y la hundió con fuerza en el cuerpo de la ogresa, que
había regresado de la tumba.
Un
grito aterrador retumbó en la habitación y la ogresa se retorció
como en un remolino en el que arrastró las sábanas.
Amir
se levantó de un salto y las mantas cayeron al suelo en un bulto
desordenado. Tiró de ellas pero no había nada debajo, como si
Latifa no hubiera vuelto.
Por
temor a la locura no dijo nada y a la noche siguiente volvió a
acostarse en la cama, solo, diciéndose a sí mismo que todo había
sido un sueño, una pesadilla. Sin embargo, había algo que no podía
ignorar: el cuchillo con el que la había herido estaba manchado de
sangre.
Al
fin, pudo conciliar el sueño.
Pero
no por mucho tiempo...
La
puerta de la habitación volvió a abrirse, al igual que los ojos de
Amir, casi en forma automática. Latifa estaba allí, de pie, en el
umbral de la puerta. Usando el vestido con el que la habían
enterrado. Sus ojos brillaban con malicia y con pasos lentos entró
en la habitación.
Amir
tomó la daga que guardaba debajo de la almohada y saltó de la cama.
Latifa se acercó lentamente, extendiendo sus pálidas manos con los
dedos abiertos.
El
joven ignoró el pavor que sentía y, esta vez, le rebanó el cuello
hasta separarle la cabeza del cuerpo. Cuando ambas partes se
desplomaron en el suelo una neblina envolvió la habitación y Amir
retrocedió asustado. Le pareció que la neblina era eterna, pero
pronto desapareció ante los rayos del sol naciente que penetraban
por la ventana.
Y
tal como había ocurrido la noche anterior, no había rastro de su
cuerpo, excepto por la hoja de la daga manchada de sangre.
La
tercera noche ordenó a uno de los criados que guardase la puerta de
entrada y él aseguró la de su habitación.
El
miedo y la expectativa no lo dejaron dormir, hasta que por fin, el
sueño lo venció.
De
pronto se despertó, alguien o algo se encontraba del otro lado de la
puerta, arañándola.
Dispuesto
a terminar de una vez por todas con aquella tortura, tomó la daga y
abrió la puerta.
Allí
estaba ella, tan joven, hermosa y radiante como siempre. Dio un paso
y penetró en la habitación, que permanecía en penumbras. Amir le
cortó la cabeza, los brazos y las piernas. Y se quedó allí,
observando lo que ocurriría después.
Los
rayos de sol del amanecer penetraron por la ventana y los restos se
fueron evaporando, desapareciendo como si sólo hubiera sido un
sueño.
Desesperado
corrió hasta la puerta de entrada pero no encontró al criado que
había dejado de guardia.
Sin
saber a quién recurrir, montó su caballo y fue a la casa de su
padre, quien lo recibió con agrado y escuchó pacientemente toda la
historia.
-¿Qué
debo hacer para librarme de ella?
El
hombre se tomó unos momentos para pensar y finalmente dijo:
-Vayamos
a ver a su padre.
Badis
y Amir cabalgaron hasta la casa del padre de Latifa, quien los
recibió con gran pesar.
Luego
de exponerle los hechos, eligiendo cuidadosamente cada una de las
palabras que utilizaron, el hombre dijo:
-Éste
no es el primer matrimonio de mi hija, antes estuvo casada dos años
con un hombre que, en realidad, era un ogro. Mi hija, cuando
descubrió lo que era quiso escapar, pero él no la dejó y no tuvo
más remedio que matarlo. Pero antes de morir el ogro la maldijo y a
partir de ese momento la comida ya no la satisfacía y cada vez
estaba más delgada y débil. Pensé que moriría hasta que, una
noche, se levantó de la cama y corrió como si fuera una bestia
salvaje. Llegó al cementerio, desenterró un cadáver y se lo devoró
hasta dejar sólo los huesos.
"Y
así fue a partir de entonces, cada tres días salía de noche para
alimentarse en el cementerio, pero nunca mató a nadie."
-Debemos
quemar el cuerpo -dijo Badis con aire solemne; es la única manera de
que nuestros dos hijos encuentren la paz.
Y
así fue como fueron los tres al cementerio y sacaron el cadáver de
la bella Latifa, que permanecía incorrupta, tan hermosa como lo era
en vida.
La
depositaron sobre una gran pira de leña y le prendieron fuego.
Cuando sólo quedaron cenizas, las esparcieron en el río para que se
las llevara la corriente y nunca más regresase.
Cuentos
de ogros
0.195.1
anonimo (iraq) - 078
1
Nombre
que reciben los ogros en los países musulmanes
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