Había
una vez un hombre que tenía una posada en la que antes de cada
amanecer llegaban los ogros de las montañas tras sus correrías
nocturnas. Devoraban todo el banquete que se les había preparado y
luego se iban a dormir hasta que el sol se ocultaba.
El
pobre posadero no podía negarse a servir a aquellas nefastas
criaturas, pues si no accedía a sus pedidos, le habían asegurado
que lo devorarían a él y a toda su familia.
Por
lo tanto, el posadero mantenía la posada cerrada durante el día y
en cuanto el sol se ocultaba alojaba algún que otro huésped
ocasional con la condición de que se marchara antes del amanecer.
El
tiempo fue pasando y cada vez menos viajeros se hospedaban en aquel
lugar tan poco cortés en que lo sacaban a patadas antes de que
saliera el sol. Dicen que la mala fama se multiplica por diez; en
efecto, pronto el lugar se quedó sin clientes.
Así
es como el posadero se iba hundiendo cada vez más en la miseria, y
su esposa y sus dos bellos hijos temían tanto por sus vidas que iban
empalideciendo y enflaqueciendo y se les habían formado arrugas de
angustia en sus jóvenes rostros.
Una
noche se desató una feroz tormenta, la lluvia parecía provenir de
los cuatro puntos cardinales. Los ogros habían partido un poco más
temprano al amparo de los nubarrones negros que habían ocultado el
sol.
De
pronto, tres golpes retumbaron en la vieja puerta de madera de la
posada. El hombre fue a atender, pensando que eran los ogros que
regresaban por la recia lluvia que azotaba la región, pero se
sorprendió mucho cuando vio a un hombre ataviado con yelmo, armadura
y escudo. El guerrero descubrió su cabeza y saludó cortésmente:
-Buenas
noches, buen hombre, quisiera hospedarme esta noche aquí.
El
posadero estaba tan sorprendido por la llegada de un cliente que
permanecía sujeto al marco de la puerta con la boca abierta, pero su
sorpresa fue aún mayor cuando vio que el guerrero estaba acompañado
de dos criaturas.
La
primera era común: un caballo de guerra de color marrón oscuro,
cargado con una silla de montar y un par de sacos de tela oscurecida
por la lluvia. Pero la segunda criatura era casi tan increíble como
los ogros. Era una bestia de color amarronado, parecida a un gato,
pero mucho más grande y casi tan alto como el caballo. Miraba fijo
al posadero con la boca abierta repleta de colmillos, sus patas
terminaban en enormes zarpas.
-Dije
que deseo pasar la noche aquí -repitió el guerrero con mayor
énfasis, mientras la lluvia tamborileaba sobre su escudo y armadura.
El
pobre posadero por fin reaccionó y se negó rotundamente:
-Lo
siento mucho, pero el albergue está lleno, no tengo más lugar.
-La
tormenta es muy fuerte.
-Y
como si fuera un juego del destino, en ese momento retumbó un trueno
que pareció romper el cielo.
-Lo
siento mucho, señor, pero no cabe ni un alfiler.
-Si
me deja dormir en el establo, se lo agradeceré eternamente. El
caballo y la criatura que parecía un gato gigante aguardaban junto
al hombre, mientras la lluvia aumentaba su caudal.
El
posadero se apiadó del guerrero y agachando la cabeza decidió
acceder.
-Puede
quedarse pero con una sola condición.
-Solamente
menciónela y la cumpliré dentro de los límites de mis
posibilidades -sentenció el guerrero con firmeza.
-Debe
partir antes del amanecer. Sin excepción y sin excusas.
El
guerrero se tomó unos instantes y finalmente respondió:
-Así
lo haré, tiene mi palabra. Sin embargo, estoy muy cansado y no puedo
confiar en mi fuerza de voluntad para levantarme a la hora convenida,
así que le agradeceré que me despierte cuando lo crea conveniente.
El
posadero se hizo a un lado para dejarlo pasar. El guerrero entró con
pasos pesados y a continuación lo siguió el felino con su andar
sigiloso.
-Puede
guardar el caballo en la caballeriza -le dijo el guerrero con voz
agotada.
El
posadero corrió para alcanzar al guerrero y le abrió una puerta que
había a un costado de la cocina, una vieja habitación que, mucho
tiempo atrás, había usado para acostar a los bebedores
empedernidos que caían víctimas del alcohol.
-No
es mucho... -comenzó a excusarse el dueño de la posada.
-Es
suficiente, gracias.
Y
mientras el guerrero se quitaba la armadura el posadero salió bajo
la lluvia para guardar el caballo.
Luego
regresó con dos gruesos leños y los arrojó al fuego que, luego de
algunos chisporroteos, evaporaron el agua y comenzaron a arder.
Cuando
miró, el hombre ya se había despojado de la armadura y dormía
profundamente envuelto en una manta, mientras la gigantesca criatura
permanecía a su lado con los ojos cerrados.
Entornó
la puerta y se dispuso a preparar la gran cantidad de comida que cada
noche engullían los ogros cuando regresaban de sus correrías
nocturnas.
La
noche fue pasando y la lluvia también. El posadero estaba tan
cansado que los ojos le pesaban como si tuviera un yunque atado a sus
párpados. Sin embargo, puso toda su atención en terminar de
preparar la comida y selló los últimos embutidos. Todavía le
quedaban un par de horas antes de que regresaran los ogros, de modo
que se dispuso a dormir un poco.
Los
terribles golpes en la puerta se escucharon de pronto. El posadero se
levantó de un salto y corrió para abrirles a los ogros, que
entraron en tropel gruñendo y empujándose. El olor que emanaban se
había acrecentado, pues al parecer, la lluvia había provocado el
efecto contrario al de un buen baño.
Los
ogros se sentaron a la mesa y comenzaron a golpearla para pedir la
comida. El hombre corrió y comenzó a traerla, tanta en cada viaje
como le permitían sus brazos. Y las inmundas criaturas se lo
devoraban todo en un instante.
El
profundo cansancio del guerrero hizo que no se despertara cuando
llegó el amanecer y, por otra parte, el posadero estaba tan atareado
que se olvidó de la existencia de su huésped y del gigantesco
felino que dormía plácidamente a sus pies.
Los
ogros, hambrientos como siempre, comieron hasta saciarse. Y luego,
como era habitual, comenzaron a golpearse e insultarse, arrojándose
los platos y fuentes y riendo a grandes carcajadas con sus
gigantescas bocas plagadas de dientes filosos.
De
pronto, uno de ellos descubrió la puerta entreabierta, y la
curiosidad lo llevó hasta allí. La abrió con un golpe y gracias al
resplandor de los leños crepitantes del fuego vio a la gigantesca y
peluda criatura que dormía junto al hombre, que seguía envuelto en
la manta y del cual no se distinguía ni un solo pelo.
-Gato
-dijo el ogro señalándolo con una garra.
El
felino se desperezó y se volvió a quien lo llamaba.
El
ogro regresó a la mesa y luego volvió a la habitación con un
pedazo de hueso a medio roer, y se lo ofreció:
-¡Gato!
-dijo el ogro acercándoselo.
El
felino continuó mirándolo con sus ojos penetrantes.
Al
ver que no obtenía ninguna respuesta el ogro avanzó dentro de la
habitación y le empujó la boca con el hueso.
Y
ése fue el principio del fin.
El
león abrió sus fauces y arrancó, junto con el hueso, la mano del
ogro. Éste dio un alarido de dolor y terror, y tomándose su muñón
sangrante retrocedió hacia donde estaban los demás.
El
posadero escuchó el grito y mirando por una rendija de la puerta de
la cocina observó toda la situación.
El
león se levantó bruscamente y rugiendo con toda la fuerza de su ser
abrió sus fauces y volvió a morder la cola del ogro. La inmunda
criatura, asustada y dolorida, saltó hacia atrás empujando la mesa
y arrojando al suelo todo lo que en ella había.
El
león se puso de pie y de un zarpazo destrozó una de las sillas que
se interponía en su camino.
Todos
los ogros salieron corriendo por la puerta y allí los quemó la luz
del sol. Así, mientras algunos se achicharraban en un alarido
agónico, otros se retorcían en el suelo. Unos pocos, tal vez dos o
tres, que eran los más fuertes del grupo, lograron sobrevivir y
huyeron a las montañas.
El
león volvió a acomodarse junto a su amo y continuó durmiendo.
Cuando
el posadero llegó al salón y lo encontró vacío, agradeció a Dios
por haberlo librado de los ogros. Rato después, el huésped se
desperezó.
-Bueno
-dijo el guerrero, no me he despertado antes del amanecer como usted
me pidió...
El
posadero estuvo tentado de decirle la verdad, pero se contuvo y se
limitó a sonreír.
-Vaya
con Dios y no se preocupe en pagarme, no me debe nada. Siempre será
bienvenido en mi posada.
El
guerrero no entendió la rara actitud de aquel hombre demacrado, pero
aceptó el regalo y partió montado en su caballo, mientras su
extraña mascota lo seguía a su lado.
Esa
misma noche la familia entera comió tranquilamente en la gran mesa
del salón. Cuando terminaron, la mujer y los niños llevaron los
platos y las fuentes a la cocina y fue en ese momento cuando el
posadero sintió que alguien arrojaba piedras a su ventana.
Se
levantó con temor y salió al exterior. Un ogro, negro por las
quemaduras del sol, se ocultaba detrás de un carro.
-¿Qué
es lo que quieres? -le preguntó el posadero con una actitud
desafiante al sentir el miedo de la criatura.
-¿Aún
tienes a ese maldito animal?
-¿Cuál
animal? -preguntó el hombre haciéndose el desconcertado.
-Ese
gato...
-¡Ahhhhh!
-exclamó con una sonrisa, sí, no sólo lo tengo sino que, además,
ha dado cría y ahora son seis en total. Cada día crecen más. Yo
creo que, seguramente, pronto serán más grandes que su madre.
El
ogro aulló y salió corriendo para nunca más aparecer.
Y
la historia cuenta que, desde ese día, los ogros nunca más
molestaron al posadero.
Cuentos
de ogros
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anonimo (arabe) - 078
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