Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 18 de junio de 2012

La historia de nala y damayanti

En el país de los Nishad, a la muerte del anciano rey, subió al trono su hijo Nala, un hombre valiente, ge­neroso y excelente conocedor de las tradiciones sagra­das de su pueblo. Sabía domar caballos salvajes y era hábil en el manejo de las armas. Sin embargo, sentía una pasión irresistible por el juego. Su hermano menor, Pushkar, débil y envidioso, siempre se había aprovecha­do de esta circunstancia en provecho propio.
Aun después de subir al trono, Nala se pasaba horas enteras jugando a los dados. Sin embargo, las ganancias del juego las entregaba a los pobres y no descuidaba el gobierno del reino.
En el reino vecino, el de los Vidarbha, gobernaba el rey Bhim, quien tenía una hija que era considerada por to­dos como la mujer más hermosa del mundo. Su nombre era Damayanti. La fama de su belleza había llegado a to­das partes y el mismo Nala se sintió impresionado por las descripciones que de ella hacían todos cuantos la veían. De esta manera llegó a enamorarse de la joven aun sin haberla visto.
Otro tanto le sucedía a la hermosa princesa, pues Nala era un rey joven y apuesto, dotado de grandes virtudes. El amor de ambos creció en la distancia y era inminen­te el que llegaran a conocerse en persona.
Un día, mientras paseaba por sus jardines, el rey Nala encontró a un cisne que dormía y se apoderó de él. El animal se asustó y dijo lo siguiente:
-¡Oh, rey! ¡No me hagas daño!
Quedó sorprendido Nala al escuchar a un cisne hablar como una persona.
-¿Qué me puedes dar, si te perdono la existencia? -le preguntó, por divertirse con la turbación del animal, pues en absoluto pretendía hacerle ningún mal.
-Puedo servirte bien -replicó el ave-. Volaré, si quie­res, hasta el palacio de la bella Damayanti y le diré cuán­to piensas en ella. Seré el mensajero de tu amor.
Nala accedió gustoso y el cisne voló hasta llegar a un es­tanque de lotos en el que la princesa se estaba bañando.
-¡Oh, bella Damayanti! Soy el enviado del rey Nala, que te ama ardiente-mente y desea que le correspondas.
Damayanti se complació con estas palabras del cis­ne y envió a su vez un mensaje para su amado. De este modo, ambos jóvenes mantuvieron el contacto y su amor creció.
Pasado un tiempo, el monarca creyó que había lle­gado el momento de casar a su hija. De acuerdo con las normas del reino, la princesa tenía la prerrogativa de elegir esposo. Se enviaron mensajeros a todas las cortes y príncipes de todos los lugares, deseosos de obtener la mano de Damayanti, acudieron a la ceremonia. La fama de la joven era tal que hasta el dios Indra y otras deida­des se encaminaron al reino de Vidarbha.
Pero más hermoso que todos era Nala, quien llegó al palacio montado en su deslumbrante carro, causando la envidia de los demás pretendientes.
Una vez que estuvieron todos reunidos en el salón del trono, el rey Bhim hizo una seña y la princesa Damayanti penetró en él. Los allí reunidos contuvieron la respiración al observar la belleza de la joven.
Ésta avanzó entre los pretendientes, llevando en las manos una guirnalda de flores de loto, que habría de co­locar en el cuello del elegido. Todos se hallaban expec­tantes.
Damayanti se detuvo ante el príncipe Nala y ya iba a ponerle las flores, cuando sucedió algo insólito. Y fue que los dioses, sintiéndose humillados por haber sido vencidos por un mortal, tomaron todos la apariencia de Nala, para confundir a la princesa. Ella se encontró de repente ante innumerables hombres que se asemejaban a su amado.
Entonces habló de esta manera:
-¡Oh, venerables deidades! Ya sé que sólo vosotros sois capaces de llevar a cabo este prodigio. Pero, ¡os lo rue­go!, adoptad de nuevo vuestra apariencia verdadera. Amo al Nala desde que el cisne me trajo su mensaje de amor. Bendecid nuestra unión en lugar de obstaculizarla.
La súplica de Damayanti conmovió a los dioses, que recobraron su aparien-cia y bendijeron a la pareja, per­mitiendo que los desposorios se llevasen a término.
Pero uno de los dioses no había perdonado a Damayanti el haberle rechazado y decidió vengarse de la pareja. Para ello instó al ambicioso Pushkar a que invi­tase a Nala a una partida de dados, con el propósito de derrotarle mediante trampas.
Pushkar así lo hizo y Nala, sin sospechar nada, ini­ció una partida con su hermano. Jugaron durante mu­cho tiempo y Nala, aun empleando toda su habilidad, nunca conseguía ganar. De esta manera perdió su anillo real, sus caballos, sus carros, sus elefantes, sus armas, sus joyas y, por último, su reino. Nala se hallaba inmer­so en la pasión del juego y, pese a sus pérdidas, no se de­cidía a abandonar la partida, que ya duraba tres días consecutivos. Damayanti le rogó en vano, pero Nala no cejó hasta que lo perdió todo. Aun así quería seguir ju­gando.
-Pero ya has perdido todas tus pertenencias y hasta tu reino -manifestó Pushkar-. Ya nada puedes apostar. Aunque, pensándolo bien...
-Di -le instó Nala.
-Aún te queda algo, hermano; una valiosa posesión. ¿Quieres jugártela también?
-¿A qué te refieres? -quiso saber Nala.
-Hablo de tu esposa, Damayanti.
Aquello hizo reaccionar a Nala, que se levantó, aban­donando la partida y sintiéndose muy avergonzado.
Al día siguiente Nala y Damayanti abandonaron el palacio, ahora posesión de Pushkar, y emprendieron una vida de mendigos. Caminaron sin rumbo durante varios días hasta que se detuvieron en un bosque, para que Damayanti recobrara fuerzas.
Mientras ella dormía, su esposo se sintió preso de la desespera-ción. Él había sido el causante de aquella tris­te situación en la que se veían. Se reprochaba el haber­lo perdido todo, pero más aún el obligar a su mujer a compartir unas penalidades de las que ella no era res­ponsable.
Nala tomó en aquel momento una decisión. Continuaría solo su peregrinaje y, de esta manera, Damayanti volvería a casa del rey, su padre, y no se ve­ría privada de ninguna comodidad.
Cuando Damayanti despertó, no encontró a su espo­so. Le esperó un tiempo, pensando que habría marcha­do a buscar algún alimento, pero cuando anocheció sin que él volviese, se sintió totalmente desesperada. Llamó a Nala a gritos por el bosque, mas sin resultado alguno. Finalmente, tomó la decisión de emprender el camino y no parar hasta encontrar a su esposo.
La búsqueda duró mucho tiempo. Damayanti reco­rrió varios reinos, sin dejar de preguntar a todas las gen­tes por Nala, pero sus esfuerzos resultaban inútiles. Nadie le conocía, nadie le había visto.
Al cabo de un tiempo, una partida de soldados en­contró a la princesa. La habían estado buscando desde hacía ya tiempo, por orden del rey Bhim. Damayanti fue conducida a su palacio y allí toda su familia se dedicó a proporcionarle cuidados y a hacerle olvidar su triste des­tino; pero ella no cejaba en su empeño de salir en bús­queda de su esposo, por lo que su padre, pese al dolor que esto le ocasionaba, hubo de colocar guardias en la puerta de sus aposentos, para impedirle la salida.
Lo que sí hizo el rey Bhim fue enviar a uno de sus consejeros, de nombre Sudev, para que buscase a Nala.
Éste, mientras tanto, había seguido vagando de lu­gar en lugar. Un día llegó a un espeso bosque que se ha­bía incendiado. Los animales huían, aterro-rizados por las llamas. Nala escuchó entonces una voz que pedía ayuda y, arriesgando su vida, acudió en auxilio del que gritaba.
Éste resultó ser un naga o genio de los bosques, con la mitad del cuerpo de hombre y la mitad de serpiente. Se encontraba encadenado a un árbol. Nala le liberó y am­bos huyeron del fuego. Una vez a salvo, el hombre-ser­piente contó su historia:
-Yo siempre he sido de natural muy alegre y solía bur­larme de un asceta que moraba en este bosque. Le hacía víctima de mis tra-vesuras y siempre le molestaba cuan­do iba a hacer algún sacrificio sagrado. Por fin, el asce­ta se enojó mucho y quiso vengarse de mí. Me encade­nó al árbol, como has visto, y prendió fuego al bosque. Sin tu intervención, hubiese perecido. No sé cómo agra­decértelo.
-No tiene importancia. Hice lo que cualquiera en mi lugar habría hecho.
-No todos los hombres arriesgan la vida por otros se­res. Pero, en fin, me has salvado la vida y he de recom­pensarte, príncipe Nala.
-¿Cómo sabes mi nombre? ¿Me conoces?
-Nuestra raza tiene muchos poderes y pocas cosas se nos ocultan. Sé que has perdido tu reino y que has aban­donado a tu esposa para que no sufriera a tu lado. Pero te aseguro que un día tus males se acabarán. Por lo pron­to, dirígete hacia ese río cercano; verás un árbol en su orilla. Cava entre sus raíces y hallarás un manto rojo. Cúbrete con él y quedarás transformado en un ser feo y repugnante. Permanece disfrazado y desempeña los ofi­cios más humildes y bajos para expiar tu pecado. Un día Damayanti se cruzará en tu camino. Despójate entonces del manto y recobrarás tu forma original.
Nala se despidió del hombre-serpiente e hizo lo que se le había indicado. Se cubrió con el manto rojo y con­tinuó de esta forma su peregrinación, hasta llegar a un reino, en donde se compadecieron de su aspecto y le die­ron un trabajo consistente en limpiar las cuadras reales. Pronto todos en las caballe-rizas se dieron cuenta de las habilidades de Nala para la doma de caballos.
Algunos meses más tarde llegó a aquella corte Sudev, el conseje-ro del rey Bhim, en su búsqueda del esposo de Damayanti. Éste desesperaba ya de dar con el pa­radero de Nala. Se hallaba reclinado en el alféizar de la ventana de su habitación del palacio real, cuando vio a uno de los caballerizos domar hábilmente a un ca­ballo salvaje. Sospechó que aquel hombre pudiese ser el que buscaba e ideó una estratagema para descu­brirle.
Le anunció al monarca de aquel reino que Damayanti, creyéndose viuda, iba a elegir en breve nuevo marido y que él debía presentarse a la elección. El monarca ar­guyó que no habría tiempo para llegar a la ceremonia, pero Sudev le contó que uno de sus caballerizos parecía muy hábil y le podría hacer llegar a tiempo para los fes­tejos.
El soberano mandó que llevasen a su presencia a ese caballerizo y, cuando Nala llegó ante su presencia, le con­tó lo que esperaba de él.
Nala se sobresaltó, temeroso de que su esposa vol­viera a casarse, creyéndole muerto. Respondió que se­ría capaz de llevarle a tiempo al reino de Vidarbha. Eligió los cuatro caballos más rápidos que encon-tró y emprendió la marcha junto con el monarca.
El monarca quedó sorprendido por la habilidad de Nala y, en un alto que hicieron para descansar, le instó a que le enseñase a domar a los caballos.
-Quisiera saber manejar a las bestias como tú lo ha­ces. Enséñame. A cambio, yo puedo enseñarte una de mis varias habilidades, si lo deseas.
-¿Cuál, majestad? -preguntó Nala.
-Soy especialmente hábil en el manejo de los dados -repuso el monarca.
Ambos quedaron de acuerdo y, en los descansos del camino, se enseñaron mutuamente estas dos habilida­des. Por fin llegaron a la corte del rey Bhim con una gran velocidad, penetrando en el palacio como un torbellino.
Allí se encontraba la bella Damayanti, mas no reco­noció a su esposo bajo aquella apariencia horrible y re­pulsiva, y retrocedió asustada.
Entonces, Nala, se desprendió del manto mágico y se mostró en su aspecto original. Damayanti creyó morir de dicha y se arrojó a los brazos de su esposo.
El rey Bhim estaba muy contento por su hija y pro­puso un ataque de su ejército contra el reino de Nishad, para arrebatarle el trono al traidor Pushkar.
Pero Nala no quiso acceder a este plan. Se dirigió él solo al reino que ahora gobernaba su hermano y retó a éste a una partida de dados. Con la habilidad y la técni­ca que había aprendido, ganó todas las partidas y recu­peró todo lo que una vez perdiera. No quiso vengarse de su hermano, sino que se mostró generoso con él, nom­brándole gobernador de una lejana provincia. Sólo en­tonces hizo llamar a Damayanti, que se reunió con él para ya no separarse nunca de su lado.

(Del Mahâbhârata de Vyâsa)

Fuente: Enrique Gallud Jardiel

004. Anonimo (india),



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