En el siglo XVII, el
emperador musulmán Shah Jahan era el gobernante supremo de toda la India. Sus dominios
abarcaban todo un mundo comprendido entre dos océanos. Era todopoderoso. Nada
se hallaba fuera de su alcance. Su anhelo se convertía en ley. Era el Gran
Mogol.
Pero aquel señor de
reinos, aquel amo de mundos sólo apreciaba una cosa de entre todas las que
poseía: el amor de su bella Mumtaz Mahal, llamada "la diadema de
palacio".
Nadie pudo imaginar un
amor tan puro, tan intenso como el que entre ambos existía. Ella había sido
bailarina. Con sólo mostrar su arte y su rostro una vez en el palacio del
emperador, había conquistado su corazón.
Él la tomó por mujer y
ella fue su amor más fiel, su más íntimo amigo y su más preciado consejero. Le
dio muchos hijos y mucha felicidad y los poetas del reino no dejaban de
celebrar aquellos amores incomparables.
Pero un día aquella
excelsa mujer enfermó. De todos los confines de su imperio hizo venir el emperador
a sabios y a médicos. Nadie supo decir la causa de la dolencia. Mumtaz
languidecía en su lecho, con el rostro demacrado, los ojos hundidos y sin
poder levantarse ni caminar sin ayuda. Todos en el reino consideraban inminente
su muerte y sus súbditos se lamentaban y preparaban el luto en sus corazones.
Shah Jahan estaba
desesperado. Abandonó los asuntos de estado. Llevó a cabo peregrinaciones a
lugares santos y rezó para dar la salud a su amada. Prometió riquezas,
honores, tesoros, su reino entero al que pudiera mitigar su mal.
Todo fue inútil. Mumtaz
Mahal se consumió lentamente. Pese a todos los esfuerzos y plegarias de su esposo,
la muerte puso sus manos sobre ella.
El dolor del emperador no
tuvo parangón. Enfermó él también, ayunó durante semanas, prohibió las fiestas
y el regocijo en el reino. Todos temieron por su vida.
Cuando hubo pasado algún
tiempo y se hubo mitigado en parte su dolor, el desventurado esposo juró dedicar
el resto de su vida al recuerdo de su amada. Para perpetuar su amor pensó en el
mejor de los retratos, en la más perfecta de las esculturas, en el más bello de
los poemas, pero todo le parecía insuficiente para honrar la memoria de su
esposa.
Así transcurrieron varios
años. Por fin, en un sueño, el emperador tuvo su inspiración: mandaría erigir
un mausoleo para Mumtaz que fuera el más bello monumento construido nunca.
Despacio, desde el árido
norte y cruzando las arenas de los desiertos, llegaban incesantes las piedras.
Hasta el centro de las Indias, desde el Afganistán y la Persia , llegaban piedras
preciosas para la construcción del mausoleo de la bella entre las bellas.
Mármol de Makrana, arenisca de Sikri, gemas del Asia toda, se engarzaron para
ser la corona simbólica del reino del amor.
Dos mil personas
trabajaron en el Taj, "la corona". Laboraron de día y de noche
durante casi treinta años. Hirieron el mármol con pun-zones, le engarzaron
rubíes y turquesas. Trazaron jardines, tallaron celosías e inscribieron en
ellas pasajes del Libro del Profeta.
El Shah contemplaba con
devoción las piedras que edificaban el templo de su idea. Otros palacios habían
surgido por su mandato, pero el Taj era la obra de su vida.
Su construcción le había
hecho abandonar sus deberes. Hubo descontento, revueltas en el reino. Pero a
él, nada le importaba, aparte del recuerdo de su amor.
Sus hijos le apartaron en
el gobierno, le usurparon su trono y llegaron a encerrarle en el inmenso Fuerte
Rojo que se alzaba a orillas del río Yamna. Pero al Shah nada le importaba,
puesto que por la celosía de las habitaciones que le servían de prisión, se
veía el mausoleo en todo su esplendor.
El Shah ya estaba viejo.
Desde un mirador contemplaba el Shah su obra concluida. Se sintió invadido de
una dulzura triste. Sobre el río, refulgía el Taj y, al cambiar la luz de la
bóveda del cielo, variaban sus reflejos en la blanca cúpula. La labor de años
estaba acabada.
La atracción del edificio
hacía al monarca recorrer mentalmente sus corredores. Pero su cuerpo, cansado,
se deleitaba más recogien-do el sopor dulce del atardecer, que llegaba desde
los arenales. De sus ojos caían lágrimas.
El anciano enamorado no
pudo aguardar más tiempo; le pareció como si se remontase por el aire, filtrándose
a través de ventanucos, celosías y arabescos tallados, siguiendo la corriente
del río, para alcanzar pronto el frescor del mármol de la tumba de la
idolatrada.
Atrás, en el palacio,
quedaba el cuerpo exánime del Shah Jahan, yaciendo inmóvil sobre la alcatifa.
(Basado en una historia
verdadera)
Fuente: Enrique Gallud Jardiel
004. Anonimo (india),
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