Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 18 de junio de 2012

La construcción del taj mahal


En el siglo XVII, el emperador musulmán Shah Jahan era el gobernante supremo de toda la India. Sus do­minios abarcaban todo un mundo comprendido entre dos océanos. Era todopoderoso. Nada se hallaba fuera de su alcance. Su anhelo se convertía en ley. Era el Gran Mogol.
Pero aquel señor de reinos, aquel amo de mundos sólo apreciaba una cosa de entre todas las que poseía: el amor de su bella Mumtaz Mahal, llamada "la diadema de palacio".
Nadie pudo imaginar un amor tan puro, tan intenso como el que entre ambos existía. Ella había sido baila­rina. Con sólo mostrar su arte y su rostro una vez en el palacio del emperador, había conquistado su corazón.
Él la tomó por mujer y ella fue su amor más fiel, su más íntimo amigo y su más preciado consejero. Le dio muchos hijos y mucha felicidad y los poetas del reino no dejaban de celebrar aquellos amores incomparables.
Pero un día aquella excelsa mujer enfermó. De todos los confines de su imperio hizo venir el emperador a sa­bios y a médicos. Nadie supo decir la causa de la dolen­cia. Mumtaz languidecía en su lecho, con el rostro de­macrado, los ojos hundidos y sin poder levantarse ni ca­minar sin ayuda. Todos en el reino consideraban inmi­nente su muerte y sus súbditos se lamentaban y prepa­raban el luto en sus corazones.
Shah Jahan estaba desesperado. Abandonó los asun­tos de estado. Llevó a cabo peregrinaciones a lugares santos y rezó para dar la salud a su amada. Prometió ri­quezas, honores, tesoros, su reino entero al que pudiera mitigar su mal.
Todo fue inútil. Mumtaz Mahal se consumió lenta­mente. Pese a todos los esfuerzos y plegarias de su es­poso, la muerte puso sus manos sobre ella.
El dolor del emperador no tuvo parangón. Enfermó él también, ayunó durante semanas, prohibió las fiestas y el regocijo en el reino. Todos temieron por su vida.
Cuando hubo pasado algún tiempo y se hubo miti­gado en parte su dolor, el desventurado esposo juró de­dicar el resto de su vida al recuerdo de su amada. Para perpetuar su amor pensó en el mejor de los retratos, en la más perfecta de las esculturas, en el más bello de los poemas, pero todo le parecía insuficiente para honrar la memoria de su esposa.
Así transcurrieron varios años. Por fin, en un sueño, el emperador tuvo su inspiración: mandaría erigir un mausoleo para Mumtaz que fuera el más bello monu­mento construido nunca.
Despacio, desde el árido norte y cruzando las are­nas de los desiertos, llegaban incesantes las piedras. Hasta el centro de las Indias, desde el Afganistán y la Persia, llegaban piedras preciosas para la construcción del mausoleo de la bella entre las bellas. Mármol de Makrana, arenisca de Sikri, gemas del Asia toda, se en­garzaron para ser la corona simbólica del reino del amor.
Dos mil personas trabajaron en el Taj, "la corona". Laboraron de día y de noche durante casi treinta años. Hirieron el mármol con pun-zones, le engarzaron rubíes y turquesas. Trazaron jardines, tallaron celosías e ins­cribieron en ellas pasajes del Libro del Profeta.
El Shah contemplaba con devoción las piedras que edificaban el templo de su idea. Otros palacios habían surgido por su mandato, pero el Taj era la obra de su vida.
Su construcción le había hecho abandonar sus debe­res. Hubo descontento, revueltas en el reino. Pero a él, nada le importaba, aparte del recuerdo de su amor.
Sus hijos le apartaron en el gobierno, le usurparon su trono y llegaron a encerrarle en el inmenso Fuerte Rojo que se alzaba a orillas del río Yamna. Pero al Shah nada le importaba, puesto que por la celosía de las ha­bitaciones que le servían de prisión, se veía el mausoleo en todo su esplendor.
El Shah ya estaba viejo. Desde un mirador contem­plaba el Shah su obra concluida. Se sintió invadido de una dulzura triste. Sobre el río, refulgía el Taj y, al cambiar la luz de la bóveda del cielo, variaban sus reflejos en la blanca cúpula. La labor de años estaba acabada.
La atracción del edificio hacía al monarca recorrer mentalmente sus corredores. Pero su cuerpo, cansado, se deleitaba más recogien-do el sopor dulce del atardecer, que llegaba desde los arenales. De sus ojos caían lágri­mas.
El anciano enamorado no pudo aguardar más tiem­po; le pareció como si se remontase por el aire, filtrán­dose a través de ventanucos, celosías y arabescos talla­dos, siguiendo la corriente del río, para alcanzar pronto el frescor del mármol de la tumba de la idolatrada.
Atrás, en el palacio, quedaba el cuerpo exánime del Shah Jahan, yaciendo inmóvil sobre la alcatifa.

(Basado en una historia verdadera)

Fuente: Enrique Gallud Jardiel

004. Anonimo (india),

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