Para castigar a los
demonios que, de tiempo en tiempo, asolan a los mortales, el dios Vishnu, el
protector, el benefactor, adopta figura humana y encarna entre los hombres,
para llevar a cabo su misión. Y durante el cumplimiento de la misma, está
sujeto a las mismas pasiones que éstos.
Esta es la historia del
príncipe Ram, séptima encarnación de Vishnu. Sus amores con la bella Sita son
legendarios.
En la ciudad de Ayodhya
vivía un rey, de nombre Dasharath, cuya fama de bondadoso y justiciero había
traspasado los confines de su reino. El soberano tenía cuatro hijos; el mayor
de ellos, Ram, reunía en sí todas las virtudes que puede acumular un mortal,y,
por ello, era muy amado por su pueblo.
En el país vecino reinaba
el poderoso monarca Janak, padre de una hermosa muchacha llamada Sita. Cuando
ésta alcanzó la edad adecuada, su padre anunció en muchos reinos que iba a
tener lugar la ceremonia de svayamvar, o elección de esposo para la joven. En
este ritual la muchacha solía tener la prerrogativa de elegir marido, sin dar
ninguna explicación para su elección. Pero Janak quiso asegurarse de que su
yerno sería un guerrero capaz, e impuso una condición: La mano de la princesa
sería para aquel que consiguiera disparar el arco de guerra que sus antepasados
habían recibido del dios Shiva. El peso, la fuerza y las dimensiones del arco
eran suficientes para disuadir a cualquier mortal. Sin embargo, muchos fueron
los príncipes que acudieron a la ceremonia, para al menos intentarlo.
Pero sus esfuerzos fueron
inútiles. Ninguno de los príncipes llegados de los más lejanos confines de la
tierra consiguió levantar el arco de Shiva y, mucho menos, tensarlo. Tras
fracasar en la prueba, regresaban a sus reinos avergonzados. Finalmente el
príncipe Ram, acompañado por su hermano Lakshman, se presentó en la ciudad y
solicitó permiso para intentar armar el arco.
Desde un balcón, la
princesa Sita contempló al joven príncipe y sintió de inmediato una atracción
irresistible hacia él. Rogó a Shiva que ayudase a Ram a poder manejar su arco,
para así quedar unida a él.
Un gran carro
transportaba el inmenso arco. Ram, ante la mirada expectante del rey Janak y de
todos sus cortesanos, tomó el arco y lo alzó sin esfuerzo, provocando un murmullo
de asombro y admiración entre todos los presentes.
Pero no se limitó a eso,
sino que tensó su cuerda, para colocar una flecha, y lo hizo con tan vigor que
el arco de Shiva se partió en dos, con un ensordecedor estruendo.
-Muchas son las virtudes
de mi hija Sita –declaró Janak, tras presenciar esta gesta-, pero es ahora
evidente para todos que no podría hallar un príncipe más merecedor de su
mano-. Y, dirigiéndose a Ram, añadió-: Te la entrego, lleno de contento. ¡Que
los dioses os bendigan!
Allí mismo se celebraron
los esponsales de Ram y Sita, que, tras varios días de festejos, emprendieron
el camino de Ayodhya.
Pero cuando todo parecía
ir bien para los esposos, la madrastra de Ram comenzó a intrigar para conseguir
privarle de su derecho al trono y colocar en él a su propio hijo. Recordó a
Dasharath una antigua promesa que le había hecho de concederle aquello que le
pidiera y, cuando el rey accedió a cumplir su palabra, la mujer solicitó que
Ram fuera privado de sus derechos y condenado a catorce años de destierro en el
bosque.
Esto sumió en la
desesperación al anciano rey, pero tuvo que mantener lo prometido. Cuando supo
lo acaecido, Ram no se enojó, sino que consideró de importancia suprema
cumplir la palabra de su progenitor. Se preparó para ir al destierro y comunicó
la noticia a su esposa.
Sita, al saber lo
sucedido tomó una tajante decisión:
-No iréis solo, mi señor.
Bajo ningún concepto me separaré de vos. Sois mi esposo y mi lugar está
únicamente a vuestro lado.
-Pero, Sita -objetó Ram-,
el bosque es un sitio salvaje, lleno de bestias, de incomodidades y de
peligros. Mi deseo es que permanez-cas en palacio y en él aguardes mi regreso.
Yo volveré a tu lado y, entonces, ambos disfrutaremos de nuestra mutua compañía
y de nuestro amor.
-En ningún lugar de mundo
podré disfrutar de nada, si vos no estáis a mi lado -replicó la mujer-. Es
inútil que insistáis. Quiero acompañaros. ¡Os lo ruego! ¡No me abandonéis aquí!
Para mí no existís más que vos y no podéis castigarme con vuestro desprecio.
Lakshman intervino:
-Hermano -rogó-, acceded.
Sita muestra así su amor y no hace sino cumplir el deber de una buena esposa.
No se lo impidáis.
Ram, en extremo
complacido por lo que había escuchado, accedió.
Tras despedirse de
Dasharath, el príncipe, Lakshman y Sita trocaron sus vestimentas reales por
ropajes de asceta y partieron hacia su destierro. Llegaron a un espeso
bosque, donde construyeron una cabaña de paja y vivieron allí durante un
tiempo. Los dos hermanos se dedicaban a la caza, mientras Sita cuidaba de la
cabaña y realizaba las tareas del hogar.
Un tiempo después, una
comitiva real llegó al lugar donde se encontraban los tres. Era Bharat, el
hermanastro de Ram. Traía la triste noticia del fallecimiento de Dasharath. El
buen viejo había cumplido su promesa a la reina, pero había muerto de dolor
por la separación de su hijo. Bharat reconoció el error de su madre y ofreció
el trono a Ram, solicitando su perdón.
Pero Ram no quiso volver.
Había dado su palabra a su padre de que estaría catorce años desterrado y
pensaba cumplirla. Bharat reinaría hasta entonces en su lugar. El hermanastro
volvió a Ayodhya y, colocando las sandalias de Ram sobre el trono, de manera
simbólica, se convirtió en el regente provisio-nal del reino.
Así transcurrieron catorce
años. Durante ellos, Ram protegió a los ascetas de bosque y acabó con muchos demonios
que perturbaban los sacrificios de los hombres santos. Entre los demonios
muertos por el príncipe se hallaban dos hermanos del gran Ravan, un demonio que
reinaba en la isla de Lanka.
En el momento en que
Ravan supo lo ocurrido, montó en un carro volador y se trasladó por los aires
al bosque donde se encontraba el príncipe, dispuesto a vengarse de él.
Escondido entre los
matorrales, espió a la pareja y quedó sobre-cogido por la belleza de Sita.
Decidió raptarla, para de esta manera llevar a cabo su venganza. Hizo que uno
de sus seguidores se convirtiera en un ciervo dorado, mediante su magia, para
alejar a los hombres del lado de la princesa.
Cuando Sita vio al bello
ciervo, ardió en deseos de tenerlo y pidió a su esposo que se lo trajera.
Ram recelaba, pues un
ciervo dorado era algo desusado. Sólo podría ser un demonio disfrazado, pensó.
Pero su esposa no quiso escuchar razones. Tánto insistió que Ram, por complacerla,
salió en persecución del ciervo.
Al cabo de un tiempo,
Sita oyó la voz de Ram pidiendo auxilio.
-¡Escucha, Lakshman!
-exclamó la princesa, angustiada-: Es la voz de tu hermano, que pide ayuda.
¡Ve en seguida a socorrerle!
Lakshman no estaba seguro
de que todo no fuera un engaño.
-Sita: Ram no necesita mi
ayuda para atrapar a un ciervo. De seguro que éste no es sino un demonio que ha
tomado esa forma, por lo que no debo acudir a su lado, ya que, haciéndolo, te
dejaría a ti indefensa.
-¿Sólo te interesas por
mí? ¿Qué sentido tiene que me protejas, si Ram está en peligro? -preguntó
ella-. Ve en su socorro, pues yo no podría vivir si algo le sucediera.
Lakshman se vio obligado
a marchar en búsqueda de su hermano. Y esto era lo que Ravan había pretendido,
pues así que la mujer estuvo sola, se presentó ante ella y, por la fuerza, la
hizo subir al carro volador y partió con ella en dirección a Lanka.
Cuando Ram supo lo
sucedido, creyó morir de dolor. Vagó durante mucho tiempo por el bosque,
recriminando a Lakshman por haberla abandonado, recriminándose a sí mismo por
no haberla protegido. Fue un tiempo de gran angustia para el príncipe.
Por fin, su condición de
guerrero se impuso a su pena y Ram decidió dedicar su existencia a rescatar a
Sita. No tendría otra tarea en este mundo. Ambos hermanos comenzaron a buscar
al raptor y, con la ayuda de un pájaro divino, que había intentado detener al
demonio, supieron a dónde se había dirigido.
En Lanka, Ravan encerró a
Sita en un recinto y pretendió gozar inmediata-mente de sus favores, aunque sin
forzarla. Le ofreció su palacio y todas sus riquezas. Si se convertía en su
esposa, sería la más poderosa de todas las mujeres del mundo: nada le
faltaría. Sita, apesadumbrada por la separación de su esposo, rehusó indignada
todas las proposiciones de Ravan.
El demonio insistió y,
para convencerla, le comunicó que Ram había muerto. Ella no lo creyó. Ram era
parte de su ser, alegó. Si él muriera, ella inmediatamente, lo sabría. No
tenía sentido mentirle. El demonio, que deseaba que Sita se le entregara
voluntariamente, prohibió que se le dieran alimentos y anunció que, si en el
plazo de dos meses, no accedía a ser su esposa, la tomaría por la fuerza y
después, la devoraría.
Sita, viendo la
inminencia de su muerte o su desgracia, tomó la decisión de acabar con su
vida. Consiguió un fuerte cordón de seda y, habiendo decidido quitarse la vida
antes de ceder ante la insistencia de Ravan, buscó un momento en que la gentes
que la vigilaba estaban descuidadas y se dispuso a llevar a cabo su propósito.
Entonces, desde la copa
del árbol bajo el cual se hallaba, le llegó una voz:
-No lo hagáis, mi
princesa. Ram no os sobreviviría.
Quiso Sita saber quién
era el que así la interpelaba y dirigió su vista hacia arriba.
Allí se encontraba
Hanumán, un dios-mono, de fuertes músculos y larga cola, que le explicó muchas
cosas.
-Sabed, princesa, que
vuestro esposo Ram, acompañado por su hermano, salió en persecución de Ravan.
En el camino se encontra-ron con nosotros, el pueblo de los monos, y ayudaron a
su legítimo monarca a recobrar su trono, que le había sido usurpado. A cambio
de su generosidad, decidimos ayudarle en vuestro rescate. Yo he venido aquí en
misión de reconocimiento. Mi señor Ram, por quien tengo una devoción sin límites,
no os ha olvidado. Viene a socorreros y sólo os pido que tengáis un poco de
paciencia.
-Os lo agradezco de
corazón -declaró Sita-, por mi parte y por la de mi esposo. Marchad a su lado y
decidle que aguardo ansiosa su llegada.
-Pero hay un medio más fácil
-replicó Hanumán-. Montad sobre mi espalda e intentaré sacaros de aquí ahora
mismo.
-No -atajó ella-. No debo
escapar como una delincuente. Ram ha de llegar a la ciudad y castigar a Ravan por
la afrenta que me ha inferido. Sólo de este modo quedará vindicado mi honor.
-Como deseéis -concedió
el dios-mono.
-Tomad, amigo -dijo Sita,
dándole un anillo-. Llevad esta joya a mi señor, para que tenga consigo algo de
mí.
Hanumán abandonó el
recinto donde se hallaba Sita y, para saber los planes de Ravan, atacó a sus
guardias para llamar la atención. Combatió con ellos, se dejó apresar y fue
conducido a la presencia de rey de los demonios. Habló con él y supo de sus
intenciones y, cuando Ravan ordenó que prendieran fuego a su cola y le dejaran
morir, Hanumán hizo uso de su fuerza y escapó, extendiendo el fuego por la
ciudad y creando el caos y la confusión en el reino de Ravan. Hecho esto,
volvió junto a su señor, para llevarle el recado y el anillo de Sita.
La tropa de los monos
construyó un puente con miles de piedras, uniendo la península con la isla de
Lanka. Tuvo lugar entonces una larga y cruel batalla, llena de peripecias y de
actos de heroísmo por parte de los dos bandos. Muchos demonios murieron y el
ejército de Ram también sufrió innumerables bajas. El propio Lakshman fue alcanzado
por una flecha y permaneció sin vida durante algún tiempo. Sólo unas hierbas
milagrosas, que Hanumán trajo volando de los Himalaya, consiguieron salvarle.
Por último, tuvo lugar el
combate definitivo entre Ram y Ravan. Las flechas surcaban los aires y no daban
tregua al enemigo. Durante varios días los dos guerreros lucharon sin cesar
hasta que la superioridad de Ram se impuso y consiguió vencer al demonio,
cercenando sus diez cabezas.
Ram nombró un nuevo
heredero para el trono de Lanka y marchó en búsqueda de su esposa.
Pero, en el momento en
que ambos se reunieron, el príncipe pronunció unas palabras que sorprendieron a
Sita:
-Amada esposa. Mi corazón
está lleno de contento por haberte encontrado. Además, he acabado con Ravan, tu
raptor, por lo que mi honor de guerrero ha quedado satisfecho. Pero queda aún
mi honor de marido. A mi regreso a Ayodhya voy a ser rey y el pueblo debe respetarme
sin reservas. Sin embargo, ningún hombre conserva íntegro su honor si su
esposa ha estado en poder de otro hombre. Yo no dudo de tu virtud, pero es importante
que ninguna otra persona en mi reino pueda dudar. Por ello, aunque vivir sin ti
me causa inmenso pesar, es inevitable que nos separemos.
-Entiendo vuestra
posición, señor -declaró ella-. Es verdad que he perma-necido cautiva de un
demonio que requería mis favores. Pero no es menos cierto que he preservado mi
virtud y que, durante todo este tiempo, única-mente he pensado en vos. No
desobedeceré vuestras órdenes y, por lo tanto, no insistiré en que me llevéis
con vos. Pero para mí es imposible la vida sin vuestra presencia. Como no me
aceptáis a vuestro lado, quizá el fuego lo hará-. Y, dirigiéndose a Lakshman,
añadió-: Hermano, prepara una pira funeraria, pues voy a entregar mi cuerpo a
Agni, dios del fuego. Privada de la compañía de mi esposo, nada he de hacer ya
en esta existencia.
Antes de que Ram o
Lakshman pudieran reaccionar ante estas palabras, un gran fuego se inició como
por ensalmo junto a ellos y Sita, sin pensarlo ni un momento, pronunció unas
breves oraciones y saltó dentro de él.
Ram quiso detenerla o
arrojarse él también, mas su hermano se lo impidió. Y los dos héroes
presenciaron entonces un prodigio. Aunque Sita se hallaba en medio del fuego,
su cuerpo no ardía. Parecía estar en trance, sin enterarse de lo que estaba
sucediendo y, aun así, las llamas no tocaban su cuerpo.
Todos escucharon unas
palabras que provenían del fuego:
-¡Oh, Ram! -exclamó una
voz profunda-. Tu celo y tu afán por salvar tu honor te ha llevado a poner a
prueba a la más fiel y virtuosa de las mujeres. Yo, el mismo dios Agni, soy
quien te lo dice. Nada ha habido de pecaminoso en su conducta. Ha pasado la
prueba del fuego y yo te la devuelvo, para que ocupe a tu lado el lugar que le
corresponde.
El fuego se desvaneció y
Sita apareció intacta, absorta aún en sus oraciones.
-Amada esposa -fueron las
palabras de Ram al dirigirse a ella-: Ni por un momento dudé de tu virtud,
pero un soberano debe ser más exigente con su vida y con los suyos que los
demás hombres. Perdóname el sufrimiento que te he causado y regresa conmigo a
nuestra ciudad de Ayodhya.
El reinado de Ram y Sita
fue largo y próspero y, por su justicia y bienestar, a su época se la considera
una Era Dorada de la civilización hindú.
(Del Râmâyana de Vâlmikî)
Fuente: Enrique Gallud Jardiel
004. Anonimo (india),
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