El maestro había
impartido la enseñanza a cinco discípulos a lo largo de muchos años y todos
ellos habían obtenido una clara comprensión de la existencia, excepto uno de
ellos, que estaba tan encerrado en la jaula de su ego que no era capaz de mirar
más allá de sus cejas. El maestro, preocupado, se dijo: «No sé qué hacer con
este aspirante. El ojo de su comprensión está tan cerrado casi como el primer
día que comenzó su entrenamiento espiritual.» No se trataba de que el discípulo
no tuviera interés, sino de que sus estructuras egocéntricas eran muy rígidas.
El aspirante no conseguía saltar fuera de la sombra de sus propias opiniones.
El sadhana (entrena-miento espiritual) que había seguido durante muchos años no
le había sido de gran ayuda. El maestro sabía que tenía que ayudarle de algún
modo y comprobaba que los modos tradicionales de enseñanza no terminaban de
ser eficaces para dicho discípulo. Había, pues, que servirse de alguna licencia
para ayudar a ese aspirante que sólo pensaba en sí mismo, incapaz de ver la
transito-riedad de todos los fenómenos y trascender así su egoísmo. El maestro
tenía como toda posesión un maravilloso topacio de mil caras que había heredado
de la familia. Aquella noche reunió al torpe aspirante. Discípulo y maestro se
sentaron junto al fuego, en la fría noche de las altas montañas.
-Un maestro es aquel que
puede quitar la oscuridad de la visión de su discípulo -comentó el mentor.
-Por mucho que lo intento
-dijo con franqueza el discípulo- no consigo abrir mi corazón ni superar mis
innumerables apegos. Tú nos has dicho muchas veces que todo es transitorio
excepto la sublimidad de la mente, pero no logro percibir ese conocimiento. A
menudo me desespero y anhelo dejar la Búsqueda.
-Porque sé que te rige
una motivación auténtica, pero porque sé también que tus karmas [1]
son muy dificiles de resolver, voy a emplear contigo un método diferente. Es
deber del maestro ayudar al discípulo como quiera que sea. Haremos un viaje
juntos.
-¿Un viaje juntos?
-repuso incrédulo el discípulo-. Ya hemos hecho juntos muchas peregrinaciones
y no han servido de nada para mi evolución.
-Este viaje será
diferente.
El maestro sacó el
extraordinario topacio de una bolsita de tercio-pelo que llevaba colgada al
pecho. El fuego se reflejó en los lados perfectamente tallados de la gema.
-Viajaremos por el
topacio -aseveró el maestro-. Sígueme, no te quedes atrás.
El maestro entornó los
ojos y se concentró muy poderosamente. El discípulo comenzó un viaje sin igual.
Simultáneamente, a veloci-dad inmensa, se le presentaban todo tipo de escenas
en las mil caras del topacio. Pudo ver cómo había encuentro y desencuentro,
seres de toda clase que entraban y salían de la vida de las personas, amigos
que traicionaban a sus mejores amigos o desalmados que ayudaban a sus enemigos,
amantes fieles e infieles, sus propios antepasados naciendo y muriendo; cómo el
gusto de unos era el disgusto de otros, y lo que para unos estaba arriba estaba
abajo para otros; vio monarcas que eran destronados y se convertían en
mendigos y pordioseros que se convertían en reyes; contempló que donde había
habido ciudades luego había dunas o lagos, y donde hubiera desiertos luego
florecían espléndidas ciudades; comprobó cómo las cumbres más elevadas se
tomaban planicies y las planicies, desco-munales montañas; millones de seres
de todas las formas y tamaños, muchos que jamás había visto, surgían por las
caras del topacio y él mismo adoptaba las formas más distintas; los palacios
más fastuosos se tomaban chabolas: donde un día hubiera vergeles, luego sólo
había tierra calcinada; universos sin limite transitaban inestables y vacíos de
sustancia ante sus asombrados ojos; para que unos seres vivieran agradablemente,
muchos vivían en las peores condiciones; lo informe se tomaba forma y lo
manifestado se disolvía a cada momento como una gota de rocío con los primeros
rayos del sol; imperios surgían y declinaban; civilizaciones florecían y se
extinguían; el que en una época era un bandido, luego se volvía santo y el
santo se volvía el más cruel de los asesinos; millones de estrellas se
disolvían y otros millones de estrellas surgían en una inmensidad sin límites;
ora él era maestro de su maestro, ora era discípulo de su mentor; ora era un
jefe de caravanas, ora un faldr o un príncipe o un harapiento mendigo o un
esclavo al que habían robado la vista con hierros candentes; unos mataban a los
otros y todos los seres vivos se comían entre ellos según sus diferentes escalas;
a cada instante todo brotaba y se desvanecía; sus hijos habían sido sus abuelos
o sus padres; sus concubinas sus madres, sus esclavos sus amigos. Millones de
escenas, lugares, rostros y masas informes, naciendo y desvaneciéndose y todo
ello simultáneamente en todos los lados del soberbio topacio.
Amanecía cuando el
discípulo recobró su consciencia ordinaria. Comenzó a llorar como si tuviera
que rociar con sus lágrimas todo el dolor de los vastos universos. Había
aprendido la lección. tA qué asirse? Miró los ojos tiernos de su maestro. El
guía espiritual cogió el topacio y se lo obsequió a una campesina que al
despuntar el día emprendía su dura tarea cotidiana. Los labios de la mujer eran
como un rosal sonriente. Hizo una reverencia al maestro y, erguida como un
poste, se perdió en los campos amarillentos.
-¿Alguna pregunta? -dijo
con amorosa ironía el maestro.
Los labios del discípulo
quedaron sellados. Sólo hubo un silencio perfecto.
El Maestro dice: En la pantalla del cinematógrafo aparecen
fuegos e inundaciones, pero la pantalla ni se quema ni se moja.
Fuente: Ramiro Calle
004. Anonimo (india),
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