La fuerza femenina, la shakti, que representa la materia del
cosmos, ha de esta unida al principio masculino, que es pensamiento sin forma,
para que la creación pueda perdurar y evolucionar. Es una ley eterna e
inmutable.
Esta fuerza se encarnó en
Sati y estaba determinada a unirse al todo-poderoso dios Shiva y ser su consorte
en este ciclo de la creación.
Sati nació como hija del
rey Daksh, un poderoso monarca que había llevado a cabo un sacrificio de mil
años para conseguir precisamente esto: que la Divina Madre
encarnara en su linaje.
Desde su niñez, la
muchacha mostró una ferviente devoción por el dios Shiva. Nadie sino él
ocupaba su mente. Todo su tiempo lo pasa-ba dedicada a su devoción.
En el momento en que Sati
tuvo la edad adecuada y llegó la hora de casarla, Daksh pensó que nadie mejor
que el dios podría ser el esposo de la diosa que había encarnado en la forma
de su hija.
Para lograrlo, Sati
inició una serie de duras austeridades durante mucho tiempo. Hizo ayunos y
oraciones, meditó en Shiva y le adoró de todas las formas concebibles. Todos
los dioses de los cielos supieron de este fervor, salvo el propio Shiva, quien
se hallaba en meditación en los montes Himalaya.
Los dioses fueron en su
búsqueda y le hablaron de Sati y de su amor. Shiva quedó complacido con lo que
oyó. Además, las deidades insistieron en la necesidad de que Shiva contrajera
matrimonio, uniéndose a la fuerza femenina representada por Sati, para el
mejor funcionamiento del universo y prosperidad de las criaturas. Al escuchar
esto, Shiva, amante de todos los seres, accedió de inmediato y se manifestó
delante de la muchacha:
-¡Oh, hija de Daksh! -le
dijo-. Me han complacido tus sacrificios y oblaciones. En premio a ellos, te
concederé el don que me pidas. Elige, pues. ¿Cuál es tu deseo?
Ella, deslumbrada por la
presencia del dios, se mostró totalmente incapaz de hablar.
Pero Shiva conocía el
secreto de su corazón.
-Serás mi esposa -afirmó.
Y, desde aquel momento,
quedaron unidos.
Shiva regresó a los
Himalaya y los dioses fueron los encargados de pedir a Daksh la mano de su
hija. Éste accedió a ello. Shiva acudió al palacio de su esposa y allí se
llevaron a cabo todos los ritos matrimoniales prescritos por la tradición.
Tras ello, la pareja divina
marchó a su morada en los Himalaya, donde vivió feliz durante veinticinco años.
Pero, durante ese tiempo,
tuvieron lugar asimismo tristes sucesos. En cierta ocasión, Daksh llevó a
cabo un gran sacrificio, invitando a dioses, santones y brahmanes de todos
los lugares. Muchos acudieron a su llamada y Shiva entre ellos. Todos rindieron
pleitesía a Daksh, el más poderoso de los reyes, y se inclinaron ante él. Pero
Shiva no lo hizo, pues los dioses no deben tal respeto a los mortales.
Daksh se sintió herido en
su vanidad. Para vengarse, fingió no conocer a Shiva y le increpó de este modo:
-¿Quién es este ser que
va acompañado siempre por espectros y seres fantasmales? ¿Quién es éste que no
sabe comportarse con respeto en la corte del rey más poderoso del universo?
¡Mirad su atuendo! -indicó a los que le rodeaban-. Va vestido con una andrajosa
piel de tigre y su cuerpo está sucio, cubierto todo de cenizas. No creo que
pueda participar en un sacrificio que exige pureza a los que lo llevan a cabo.
Shiva escuchó todo esto
en silencio y, por respeto a su suegro, no dijo nada. Se limitó a abandonar el
lugar.
Cuando se hubo marchado,
los seguidores de Shiva se enfrentaron con Daksh.
-¿Qué has hecho, rey
necio? Has ofendido al dios que lo es todo en el universo. Has alejado de tu
lado al otorgador de todos los bienes. Sólo su infinita compasión ha impedido
que te destruyera con una sola mirada de su tercer ojo. Además, ¿qué valor
puede tener en este momento tu sacrificio? Sin Shiva, nada en el universo tiene
ningún sentido.
Daksh no hizo caso alguno
de lo que se le decía y obligó a las huestes de Shiva a abandonar el lugar.
Cuando, un tiempo más
tarde, Daksh quiso llevar a cabo un sacrificio todavía más importante y
multitudinario que el anterior, decidió no invitar a Shiva ni a ninguno de
sus seguidores.
La noticia de la
celebración del sacrificio llegó a oídos de Sati, quien se enojó mucho con su
padre, por no haber invitado a su marido. Preguntó a Shiva la causa de no haber
sido convocados y el dios le refirió lo sucedido.
Ella quiso remediar la
situación e insistió en marchar junto a su padre y asistir al sacrificio, para
conseguir una reconciliación entre ambos.
Shiva amaba intensamente
a Sati y no quiso negarle su permiso. Encargó a sus acólitos que cuidasen de su
mujer y la mandó al palacio de Daksh, con una gran comitiva.
Sati llegó a la casa de
su padre, en la que estaba teniendo lugar el sacrificio al fuego. En el
momento en que Daksh la vio, no mostró ninguna señal de cariño ni de respeto.
Todos los dioses, excepto Shiva, se encontraban presentes allí. Sita no pudo
contener su cólera y preguntó a los presentes:
-¿Cómo es que no se ha
invitado al que es el dios de los dioses, la causa y el origen de este
universo? Todos los ritos quedan incompletos sin su presencia. ¿Cómo explicáis
su ausencia? ¿Cuál ha sido el motivo de esta ofensa?
Daksh, obcecado por su
rencor, contestó a su hija con dureza:
-Mujer -le increpó-,
puedes permanecer aquí, ya que has venido. Pero no pronuncies ni una sola
palabra más. No estoy dispuesto a escuchar nada en defensa de mi enemigo.
-Pero, padre...
-¡Calla! -le
interrumpió-. Todos saben que Shiva es un ser poco auspicioso, de linaje
incierto. Es un dios, sí: el dios de los fantasmas y de los seres inferiores.
Viste andrajos, está sucio y no puede estar al lado de los reyes y de los
otros dioses.
Y Daksh continuó
ofendiendo a Shiva y dirigiéndole palabras insultantes.
Sati no pudo soportarlo
durante mucho tiempo.
-¡Oh, soberano!
Ofendiendo a mi esposo has llamado a tu propia destrucción. Pero ése es tu
destino. El mío es aún más triste, pues me encuentro en la casa de mi padre,
teniendo que escuchar palabras ofensivas para aquel a quien más amo. No estoy
dispuesta a hacerlo. Y, para demos-trarte cómo me has herido, abandonaré ahora
mismo mi cuerpo físico.
Y, ante el estupor de
todos, Sati empleó sus poderes e hizo brotar de su cuerpo unas llamas de fuego
que la consumieron en breves instantes. De esta manera se inmoló para no
escuchar más insultos a su esposo.
Shiva se enteró de la
ofensa de Daksh y de la inmolación de su esposa y su furia hizo que todo el
universo temblara. El dios se arrancó una mata de cabello y, con ella, golpeó
una montaña, partiéndola en dos.
De su cabello surgió en
aquel momento Virabhadra, uno de los aspectos destructores del dios. Se
encaminó al lugar donde se halla-ba Daksh y le decapitó. Acto seguido,
destruyó todos los elementos del sacrificio y provocó el caos entre los allí
presentes.
Fue necesario que todos
los dioses rogaran a Shiva y apelaran a su bondad para que éste se compadeciera
de Daksh y le devolviera la vida.
Entonces, la
desesperación de apoderó de Shiva. Cogió los restos calcinados de su esposa y
los estrechó contra su cuerpo, sin dejar que nadie se los arrebatase. Con ellos
vagó durante muchos años por todos los mundos, sin que se aminorase su dolor.
El cuerpo de Sati se fue
descomponiendo y haciéndose pedazos. En cada uno de los lugares donde caía un fragmento
del mismo, brotaba de la tierra, como por ensalmo, un linga, el símbolo de Shiva, convirtiéndose el lugar en un
emplazamiento sagrado, un lugar de peregrinación.
Cuando nada quedó de su
esposa, Shiva volvió a su morada en los Himalaya, donde se recluyó durante muchos
años.
Contemplando la
desolación de Shiva, el dios Vishnu decidió, por el bien del universo, que éste
debería reunirse de nuevo con su shakti
o energía femenina.
Para tal propósito,
marchó con otros dioses al encuentro de la Divina Madre y se
dirigió a ella:
-¡Salve, oh, tú, que eres
la fuerza femenina del universo! Hemos acudido a ti, Madre, para rogar que te
unas de nuevo a Shiva. Él está apartado de los mundos y, por amor a ti, a quien
perdió en tu encarnación anterior, se desentiende de la marcha de la creación.
Por el bienestar de todas las criaturas, te lo ruego: ¡Encarna de nuevo y
únete a aquel que es el principio masculino, la mente eterna y el señor de
todos los seres! Te lo pedimos para que todo en los mundos vuelva a la
normalidad.
-Así lo haré, ¡oh,
Vishnu!, pues tus palabras me han convencido. Y no es justo que mi Señor ansíe
mi compañía y yo no esté a su lado.
Y la diosa encarnó de
inmediato, como hija de Himávat, la perso-nificación de los montes Himalaya.
Su padre le dio el nombre
de Párvati, que significa "la montañesa" y no hubo nunca una mujer
tan bella. Ya desde su infancia supo la joven cuál era su misión en el mundo y
que, finalmente, debería conseguir desposarse con el dios.
La dificultad estribaba
en que Shiva se hallaba siempre meditando sobre el Absoluto y no prestaba
atención a lo que sucedía en derredor. Por ello, Párvati tomó la decisión de
dedicar desde ese momento su vida al dios, para que se percatara de su
existencia. Marchó al Kailash, la montaña sagrada en la que Shiva se encontraba
retirado, y allí se dedicó a servirle y a procurar que nada ni nadie le molestase.
Pero pese a su devoción
sin límites, Shiva permanecía absorto en su meditación y no prestaba atención
a la joven.
Entonces Párvati pensó en
emplear otro medio. Se dirigió a Kamadev, el dios del amor, y le suplicó que enviase
sus flechas a Shiva, para que se enamorara de ella.
Kamadev así lo hizo. Se
acercó por detrás a Shiva y, tensando su arco, lanzó una flor -pues tales eran
sus flechas- en dirección al dios.
La saeta llegó a su
destino, atravesando el corazón de Shiva, que se volvió y vio en primer lugar a
la bella Párvati. Era una hermosa mujer, de largos cabellos negros, ojos
grandes, de estrecha cintura y amplios senos. Todo en ella despertaba el deseo
e incitaba a la voluptuosidad. La primera reacción de Shiva fue de estupor ante
tanta belleza, pero de inmediato se dio cuenta de que aquella mani-obra le
había apartado de sus meditaciones y sintió gran ira.
Miró en derredor y vio al
causante de su perturbación. Kamadev estaba allí, aguardando el resultado de
su ataque de amor. Shiva, lleno de cólera, abrió su tercer ojo e hizo brotar
de él una llama que fulminó al dios del amor. Kamadev quedó instantáneamente reducido
a cenizas. Hecho esto, Shiva volvió a concentrarse en su meditación, sin
dirigir ni siquiera una palabra a Párvati.
Tras este suceso, los
dioses volvieron a apelar a la compasión de Shiva. Se presentaron ante él y le
rogaron que le devolviera la vida, pues, en definitiva, Kamadev había obrado
sin ningún egoísmo, sino únicamente para ayudar a Párvati. Shiva escuchó los
argumentos de las deidades e indicó que Kamadev renacería como hijo de Vishnu,
en su siguiente encarnación.
Pero, tras realizar este
acto de misericordia, volvió a su soledad y a su meditación.
Párvati había quedado muy
asustada tras presenciar la aniquila-ción de Kamadev, por lo que regresó de nuevo
a su hogar, junto a su padre. Estaba defraudada por el fracaso de su intento y
no sabía qué más podría hacer para congraciarse al dios, al que consideraba ya
como su esposo.
Por ello, pidió consejo
al sabio Narad, el mensajero de los dioses.
-La razón de tu fracaso
-le explicó Narad- ha sido tu orgullo de mujer. Creíste que tu belleza y tu
buena disposición serían suficiente para conseguir el amor de Shiva.
Ciertamente lo serían para un mortal e incluso para muchos dioses. Pero Shiva
es algo más. Es el más exigente de los dioses. Es el señor del sacrificio y la
austeridad. Está muy por encima de las debilidades de las otras deidades y el
placer y el amor no tienen para él tanta importancia como para hacerle
abandonar su meditación.
-¿Qué puedo hacer, pues,
¡oh, Narad!? Aconséjame -pidió la joven.
-El camino para su
corazón pasa por la austeridad y la penitencia. No existe otro medio. Debes
propiciártelo mediante severas penitencias, mortificando tu cuerpo y tu
espíritu y santificando así tu conducta -fue el consejo del sabio.
Párvati volvió a un
apartado bosque y comenzó la inmensa tarea de vencer la voluntad del más
poderoso de los seres del universo.
Desechó sus ropas y
vistió únicamente con tejidos hechos con plantas y cortezas de árbol.
Construyó un altar en honor de Shiva y, junto a un gran árbol, se sentó para
meditar sobre él. Repitió incansable su nombre cientos de miles de veces, en
medio de las inclemencias del tiempo. Inmersa en el nombre de su dios, soportó
calores lluvias y heladas, durante muchos años. Así estuvo, sin comer ni beber
durante largos períodos de tiempo. De alimentarse, lo hacía con hojas de
plantas. Su penitencia fue la más larga que nunca se conociera. Durante este
tiempo Himávat hizo varios intentos de disuadir a su hija de un empeño que
ahora parecía irrealizable. Pero ella no cejó.
Párvati adoró de esta
manera a Shiva durante tres mil años. La intensidad de su penitencia comenzó a
tener efecto sobre el lugar en el que se encontraba. Inicialmente fue sólo una
gran luz que brotaba de su pecho, mientras ella entonaba el nombre sagrado de
Shiva. Luego la luz se convirtió en un gran resplandor que iluminó todo el
bosque, de manera que podía contemplarse de lejos en la oscuridad, como si
hubiera en él un gran fuego.
Con el paso del tiempo,
la luz de su fervor empezó a convertirse en calor, un calor inmenso, que empezó
a abrasar a todos los mundos. Los dioses notaron en un principio sus efectos
sin mayor asombro, pero, a medida que éstos fueron aumentando, comenzaron a
preocuparse.
Cuando el ardor llegó a
poner en peligro al universo, los dioses se dirigieron a Shiva y le expusieron
el origen de su problema.
-¡Oh, señor del universo!
-le dijeron-. Por tu causa Párvati lleva a cabo austeridades cuyos efectos
ponen en peligro a la
Creación entera. Nunca se ha visto un poder tan inmenso como
el de su devoción. Por el bien de los mundos te lo suplicamos: ¡Tómala como
consorte!
Y, una vez más, Shiva
accedió a remediar los males del universo. Aceptó en su corazón a Párvati, se
manifestó ante ella para recompensar su devoción y, desde en aquel momento,
los dos dioses están unidos y forman la pareja cósmica a la que se venera en
todos los mundos.
(Del Shiva Purâna)
Fuente: Enrique Gallud Jardiel
004. Anonimo (india),
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