En un antiguo reino, lejano y
fabuloso, murieron los monarcas dejando huérfano a un niño de pocos años
llamado Bartahí. Era el legítimo heredero del trono, pero un pariente ambicioso
hizo que el niño fuera llevado muy lejos, al otro extremo de la Tierra y así se
proclamó rey de aquel país.
Bartahí se encontró solo en una
tierra desconocida y cuya lengua no entendía. El servidor había desaparecido,
así él vagó sin rumbo, comiendo lo que podía, durmiendo allá donde llegaba la
noche, hasta que pasados algunos días fue recogido por un pastor que le llevó a
su cabaña del monte. Al principio no podían entenderse, pero poco a poco el
niño fue aprendiendo la lengua del pastor y llegaron a ser grandes amigos. Así,
pudo contarle lo que había sucedido en su lejano reino.
El pastor, que era muy listo, le
aconsejó:
-No hagas nada por recuperar tu
trono, Bartahí, al menos de momento. Eres muy joven y te vencerían las fuerzas
del mal. Mi casa es tu casa. Estoy solo y estás solo. Seamos hermanos.
Y Bartahí aceptó tan generoso
ofrecimiento y nunca le faltó el queso, el pan y la tierna carne de los mejores
corderos.
Pero, en el fondo de su corazón y
de su memoria, tenía muy presentes su palacio y su reino.
-Cuando sea mayor -se decía- regresaré
a él.
Un día, entre la hierba descubrió
un cristal de colores. La luz le arrancaba reflejos maravillosos y lo guardó en
la cabaña, junto a sus pobres vestidos.
999. Anonimo,
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