La niña se llamaba Lidia
y cuidaba con amor las flores de su jardín. Día a día las regaba y las protegía
del viento inclemente, de la temperatura gélida, o del sol agostador.
Arrancaba las malas hierbas que pugnaban por salir en su entorno, las llamaba a
todas por su nombre y conversaba con ellas.
Las flores no le
respondían pero se inclinaban gentilmente, como asin-tiendo a lo que Lidia les
decía.
Un día, las flores
echaron en falta a su amita. ¿Qué le habría sucedido? Al día siguiente tampoco
salió al jardín. Ni al otro, ni al siguiente...
Las flores oyeron decir
a la cocinera que la niña estaba en el hospital y tan tristes se pusieron que
temblaron sobre sus esbeltos tallos.
Por fin, el jardín fue
una fiesta. Supieron que Lidia regresaba a casa.
-Tendríamos que hacer
algo para demostrarle nuestro afecto -propuso la margarita.
-¡Pero si no sabemos
hacer nada! - se lamentó la humilde violeta.
-Podemos tratar de
aparecer más hermosas que nunca para alegrarle la vista -dijo la rosa.
Y cuando Lidia llegó del
hospital, todas las flores del jardín se erguían con gracia y parecía como si
danzaran suavemente dándole la bienvenida. Estaban hermosísimas, y todas adornadas
con las perlas del rocío.
Lidia, admirada, fue
besando una a una a sus hermosas amigas. Ella siempre había creído, que las
flores tienen un cierto sentimiento.
999. Anonimo
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