En una casita del bosque,
vivía un matrimonio, con tres hijos.
La mayor de ellos, era
una niña caprichosa y egoísta, que sólo pensaba en ella. Nunca compartía sus
juguetes, ni siquiera sus deseos y sueños.
Un día, de repente
enfermó. Nadie sabía qué le ocurría.
Vinieron varios doctores
y hasta un anciano muy sabio para ver si encontraban la causa de su mal. Pero
todo fue inútil. No sabían cómo curarla.
Sus hermanos lloraban sin
consuelo. ¡Tenían que encontrar un remedio!
Un día un leñador
viejecito que pasaba por la casita, vió a los niños llorando y les preguntó:
¿Por qué lloráis?
Los niños, le contaron lo
sucedido.
El leñador escuchó
atentamente y después de unos minutos dijo:
La enfermedad que tiene
tu hermana no es del cuerpo, es una enfermedad del alma.
Los niños se quedaron
sorprendidos, pues no comprendían lo que quería decirles el anciano leñador.
¿Qué significa eso de
enfermedad del alma?
El leñador respondió: Tu
hermana se ha vuelto tan egoísta y tan caprichosa, que nadie quiere jugar ni
hablar con ella. Tus padres soportan sus malos modales, porque es su hija, pero
les gustaría que fuera mejor. Ella no se da cuenta, del daño que hace. Pero
ahora, el daño también se lo está haciendo a ella, porque ve que los demás la
rechazan y no se siente a gusto consigo misma.
Por eso, empezó a comer
mal, a no dormir hasta que enfermó.
¿Tú tienes una solución
para eso, preguntaron los niños al leñador?
Si, pero no sólo se
curará con eso, podremos ayudarla pero ella tiene que dejarse ayudar.
¡Lo intentaremos, dijeron
los niños!
El castillo de los olores
tiene la solución. Es
un castillo que guarda los aromas más bellos que en el mundo existen.
Cada aroma representa
alguna cualidad buena de las personas: la bondad, el amor, la generosidad y la
humildad.
Debéis ir allí. Necesito
que me traigáis en cuatro tarros de cristal, los cuatro aromas. Yo los mezclaré
y salvaremos a tu hermana.
Hay un problema, ella
debe ir con vosotros. Por eso os decía antes que solo funcionará, si ella
quiere curarse.
Convencieron a su
hermana, le fabricaron una camilla y la llevaron con ellos.
Después de largos días de
camino, llegaron al castillo.
El castillo, estaba
rodeado de árboles, pero no daba un aspecto misterioso, sino tranquilo y
apacible.
Llegaron hasta el puente
levadizo, que estaba abierto, cómo si alguien les esperara.
Entraron en la gran sala
y descubrieron cuatro puertas.
¡Aquí debe ser,
comentaron los niños!
¡Vamos a explorar la
primera puerta!
Al pasar, un extraño
aroma les recibió.
De repente vieron un
pequeño pajarillo tendido en el suelo con un ala rota.
¡Pobrecillo, dijeron los
niños!
La niña, le miró y aunque
se encontraba muy mal, le dio tanta pena que dijo a sus hermanos: ¡Dejad que yo
lo coja!
Al tocarlo, un
vientecillo sopló y llenó uno de los tarros de cristal que llevaban los
pequeños.
Pasaron a otra puerta,
pero la abrieron con tanta fuerza, que al entrar dejaron caer un gran escudo
que colgaba de la pared.
El escudo se cayó, encima
del pié de uno de los niños y le hizo daño.
El otro hermano intentó
ayudarle pero pesaba demasiado. La niña se levantó como pudo de la camilla e
intentó de nuevo quitar el escudo de encima de la pierna de su hermano.
Con todo cariño lo
levantó y sacaron la pierna herida.
La niña rompió su lindo
vestido y le vendó, para que pudiera andar.
Otro de los frascos se
llenó. Ya sólo quedaban dos.
Al llegar a la tercera
puerta, comenzaron a sentir hambre, pues llevaban ya mucho tiempo allí. Sólo
tenían para comer dos trozos de pan.
La niña pidió uno para
ella, y el otro repartido para sus dos hermanos.
Pero al ver, la carita
del pequeño, que no tenía suficiente con el trocito que le había tocado, le dio
un trozo del suyo.
Vieron como el tercer
frasco también se llenaba. Entusiasmados, llegaron a la cuarta puerta.
Colgado de la pared había
un gran tapiz, pero no era un tapiz cualquiera. El dibujo que tenía
representaba a un caballero que maltrataba sus siervos y en otro lado el mismo
caballero vencido y humillado por ellos.
La niña lo miró, en un
principio no lo entendió, pero al observarlo durante un buen rato, comprendió
el significado y se echó a llorar.
¡Ya lo entiendo, exclamó!
¡Yo soy como el
caballero, os he herido sin querer, no he disfrutado de vuestros juegos, ni de
vuestros sentimientos, ni del amor de mis padres!
¡Sólo he pensado
egoístamente en mí, por eso, ahora me encuentro tan triste!
El cuarto frasco se llenó
y los niños regresaron a casa.
Cuando ya estaban cerca
de la casita, de repente, la niña se levantó de la camilla y empezó a caminar
sola.
Al llegar a su casa, el
anciano leñador, estaba esperándoles.
Sus padres sorprendidos
de ver a la niña, lloraron de emoción.
El leñador le dijo a la
niña: Espero que esto te haya servido de lección.
Ya estás curada.
A partir de entonces, la
niña cambió y su corazón volvió a reír.
Se prometió a sí misma
que disfrutaría de la vida, de las pequeñas cosas de cada día y del amor que le
daban los suyos.
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