El niño pobre se había pasado el
día recorriendo los escaparates. Con la naricilla pegada al cristal, veía los
árboles de luces centelleantes, las figuritas de Belén, los manjares en las
tiendas de comestibles.
El niño pobre se maravillaba de que
en el mundo existieran cosas tan hermosas que unos disfrutaran de ellas y otros
no.
Y también pudo ver en el barrio
elegante las casas adornadas y, a través de algunas ventanas, familias reunidas
alegremente en torno al árbol.
El niño pobre se fue a su casa de
barro y tablas y empezó a hablar con el Niño Jesús, al cual, naturalmente, no
veía.
-Niño de Belén, Niño de María, yo
no te pido las cosas que he visto en los escaparates, porque soy pobre y sé que
no las puedo tener. Pero no tendría que pagar dinero porque vinieras a verme y
jugáramos un ratito los dos, pues me han dicho que tú quieres mucho a todos los
niños.
La pobre choza se llenó de luz.
Entró un niño sonrosado y rubio y se puso a jugar con el niño pobre. Y éste se
sintió más afortunado que todos los chicos de la ciudad, y reía dichoso y se
quedaba mirando a su amiguito con el alma en los ojos.
Su pobre corazón, que no había
conocido la dicha, estalló de felicidad. A la mañana siguiente lo encontraron
muerto, con un rizo de cabellos rubios entre los dedos y una sonrisa angelical
en los fríos labios.
Y todos estaban seguros de que
había encontrado una morada mejor, la Morada de la Luz, en la que nunca estaría
solo.
999. Anonimo
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