Así suspirando el Burrito de nuestro cuento, fue llegando la primavera, y con
la ansiada estación creció hermosa hierba verde en gran abundancia. El Burrito
se puso muy contento; pero, sin embargo, le duró muy poco tiempo esta alegría.
El campesino segó la hierba y luego la cargó a lomos del Burrito y la llevó a
casa. Y luego volvió y la cargó nuevamente. Y otra vez. Y otra. De manera que
al Burrito ya no le agradaba la primavera, a pesar de lo alegre que era y de su
hierva verde.
Érase que se era un día
de invierno muy crudo. En el campo nevaba copiosamente, y dentro de una casa de
labor, en su establo, había un Burrito que miraba a través del cristal de la ventana. Junto a él
tenía el pesebre cubierto de paja seca. -¡Paja seca!- se decía el Burrito,
despreciándola. ¡Vaya una cosa que me pone mi amo! ¡Ay, cuándo se acabará el
invierno y llegará la primavera, para poder comer hierba fresca y jugosa de la
que crece por todas partes, en prado y junto al camino!
- ¡Ay, cuándo llegará el
verano, para no tener que cargar tanta hierba del prado! Vino el verano; mas no
por hacer mucho calor mejoró la suerte del animal. Porque su amo le sacaba al
campo y le cargaba con mieses y con todos los productos cosechados en sus
huertos. El Burrito descontento sudaba la gota gorda, porque tenía que trabajar
bajo los ardores del Sol. - ¡Ay, qué ganas tengo de que llegue el otoño! Así
dejaré de cargar haces de paja, y tampoco tendré que llevar sacos de trigo al
molino para que allí hagan harina. Así se lamentaba el descontento, y ésta era
la única esperanza que le quedaba, porque ni en primavera ni en verano había
mejorado su situación.
Pasó el tiempo... Llegó
el otoño. ¿Pero, qué ocurrió? El criado sacaba del establo al Burrito cada día
y le ponía la albarda.
- ¡Arre, arre! En la
huerta nos están esperando muchos cestos de fruta para llevar a la bodega. El Burrito
iba y venía de casa a la huerta y de la huerta a la casa, y en tanto que
caminaba en silencio, reflexionaba que no había mejorado su condición con el
cambio de estaciones.
El Burrito se veía
cargado con manzanas, con patatas, con mil suministros para la casa. Aquella tarde
le habían cargado con un gran acopio de leña, y el animal, caminando hacia la
casa, iba razonando a su manera: - Si nada me gustó la primavera, menos aún me
agrado el verano, y el otoño tampoco me parece cosa buena, ¡Oh, que ganas tengo
de que llegue el invierno! Ya sé que entonces no tendré la jugosa hierba que
con tanto afán deseaba. Pero, al menos, podré descasar cuanto me apetezca. ¡Bienvenido
sea el invierno! Tendré en el pesebre solamente paja seca, pero la comeré con
el mayor contento.
Y cuando por fin, llegó
el invierno, el Burrito fue muy feliz. Vivía descansado en su cómodo establo,
y, acordándose de las anteriores penalidades, comía con buena gana la paja que
le ponían en el pesebre. Ya no tenía las ambiciones que entristecieron su vida
anterior. Ahora contemplaba desde su caliente establo el caer de los copos de
nieve, y al Burrito descontento (que ya no lo era) se le ocurrió este
pensamiento, que todos nosotros debemos recordar siempre, y así iremos
caminando satisfechos por los senderos de la vida: Contentarnos con nuestra
suerte es el secreto de la felicidad.
999. Anonimo
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