La reunión se había prolongado excesivamente.
Siempre que Ramón y Alfredo se encontraban -cosa que en los últimos meses había
venido sucediendo frecuentemente- ocurría lo mismo. Habían destapado todos y
cada uno de sus recuerdos; habían recordado la infancia, el colegio, la
adolescencia... Y habían reavivado también viejas canciones. Era el momento de
los sopores...
Se brindaba por todo: «por tus éxitos», «por nuestra
amistad, que ha de ser eterna», concluyó Ramón.
-¿Y no brindamos por mi familia?... Sí, mi familia,
que me está esperando en casa a que vuelva... ¡Vamos a brindar por mi familia,
Ramón!
Nada más solicitar aquel brindis, Alfredo fue
consciente de que algo cambiaba en el semblante de mi amigo. Pero él no quería
perturbarle ahora, naturalmente que no; ahora que se sentían tan felices, que
habían podido sortear aquella conversación, lo que durante tantos años había
turbado la vida de Ramón. Y, sin embargo, el alcohol había provocado algo que
nunca hubiera debido ocurrir. La mirada de Ramón se había quedado perdida,
flotando en la habitación. Por eso el amigo quiso darle la vuelta a todo... Y
le sirvió una nueva copa.
-No... ¡que tontería! Por mi familia, no. Vamos a
brindar... Vamos a ver, vamos a brindar por aquella tarde del reencuentro.
Pero su amigo no reaccionó como él esperaba.
-¿Qué pasa, Ramón?... ¿No quieres brindar
conmigo?... Vamos a brindar por nuestro reencuentro -casi le suplicó.
-No quiero brindar más.
Fue tajante. Tanto, que aquella respuesta a él le
incomodó. Sin embargo, consciente de que había vuelto a rozar una vieja herida
(la que en otro tiempo les había separado), se sintió en la obligación de
perseguir la concordia, de resolverlo todo con una copa más.
-No me digas que estás borracho... Yo creo que lo
estoy más que tú.
Y poniendo un tono burlón, él que requería aquella
lamentable escena, volvió a repetir.
-¡Venga! Bebamos: vamos a brindar por nuestro
reencuentro, por nuestra eterna amistad.
Jamás había visto una mirada semejante, encendida,
cargada de odio y rencor. Pero Ramón asumió aquel brindis y bebió de un trago
la copa. Luego, bruscamente, le dio la espalda y se dirigió a hasta la pequeña
mesa de despacho. Demasiadas copas. Debía despedirse ya. Dejaría sus
represalias para otro día.
-Bueno, ya hemos brindado bastante. Ahora me
marcho...
Y, después de dejar su copa en la mesa, se encontró
de frente a su amigo, que sin abandonar esa mirada le apuntaba ahora con una
pequeña pistola... Sorprendido y asustado, preguntó:
-¿Qué haces? ¿Estás loco?...
-No. No estoy loco. Pero voy a matarte.
Recibió la amenaza como cierta. Era contundente,
decidida, violenta. Quiso reaccionar esbozando una sonrisa y llevando su mano
derecha hacia la pistola que le apuntaba, queriendo manifestar claramente que
lo entendía como una broma.
El movimiento fue brusco. Y la mirada que le llegó,
heladora.
-No vuelvas a hacerlo. No se trata de ninguna broma.
Retrocedió Ramón dos pasos mientras hablaba, y ahora
remarcó mucho más sus palabras:
-Estoy-decidido-a-matarte, Alfredo. Y
vo-y-a-ma-tar-te.
A partir de aquel instante tomó conciencia de que su
amigo, loco o borracho, sí estaba hablando en serio. ¿Cómo podía reaccionar y
cómo hacerlo velozmente?... Improvisó:
-¡Vamos, Ramón! Estás borracho. Estamos borrachos
los dos... No pretendas meterme miedo. No sé a qué estamos jugando.
-Ya no estamos jugando. Ya no estoy borracho. Y tú
tampoco. Y te digo que voy a matarte.
-¡Venga, coño! Guarda esa pistola y vamos a dejarlo
ya.
Pero recibió un aviso definitivo ante aquella nueva
mirada con que su amigo le amenazaba:
-¿Por qué no quieres asumir lo que te digo, Alfredo?
Tengo decidido matarte y voy a hacerlo esta noche.
Le desapareció la voz por primera vez desde que
comenzó la escena. Sintió frío. Y se despejó radicalmente su cabeza. Aflojó la
corbata y desanudó el botón de su camisa. Quiso entender todo lo que estaba
ocurriendo. Y le asaltó de pronto la necesidad de ganar tiempo. Sí, debía ganar
ahora tiempo, hasta que su amigo se despejara o hasta que fuera consciente de
aquella locura... Venciendo todo su miedo, pero cautelosamente, decidió volver
a sentarse donde minutos antes estaba.
-¿Puedo sentarme...?
-Puedes sentarte. Puedes hacer lo que quieras y
decir lo que quieras, porque es la única opción que voy a darte.
Su intención de cerciorarse le parecía
verdaderamente estúpida, pero no pudo evitarlo:
-¿De verdad tienes decidido matarme?
Y le respondió que sí. Escuetamente.
-¿Y no piensas darme razones?
-No.
-¿Ni vas a permitir que me defienda tampoco?... -la
saliva se le escurría por la garganta-. ¿Vas a ser tan villano?...
-Hace tiempo que lo tenía decidido. Y tú debías de
saberlo; voy a matarte sin ninguna compasión.
-Te juro que no sé por qué lo haces. Sólo porque
estás loco. Lo de Elvira no te da ningún derecho... Ella es mí mujer. Ella me
eligió a mí. Y yo siempre lamenté que tú sufrieras por eso... ¡Además, hace ya
tanto tiempo!...
-De lo único que no te permito hablar es de ese
tema. Puedes decir lo que quieras, siempre que no hables de Elvira.
-¿Tanto se puede odiar?...
Gritó. Gritó Ramón desesperadamente y Alfredo temió
que la pistola se le disparara en uno de esos arrebatos.
-¡He dicho que cambies de tema!
Las venas se le encendían y sentía la necesidad de
abalanzarse sobre su amigo para arrebatarle la pistola; pero no ignoraba que
estaba en desventaja, que no le daría tiempo. Y no estaba dispuesto a recibir
aquella bala. Tenía que cambiar de estrategia. Tenía que encontrar la fibra que
le hiciera flanquear...
-¿Entonces me has estado engañando?
-Sí.
-Me has hecho creer que seguíamos siendo amigos...
¡Cómo se puede ser tan canalla!
-Se puede.
Sudoroso, nervioso, indignado, fuera de sí,
sintiendo el golpeteo de su corazón agitado, sin recursos, palpando a pocos
metros aquella pistola que le amenazaba y la mirada descompuesta por el odio
del que creía su amigo, no quería dejarse abatir. Mejor afrontarlo.
-Pues si piensas hacerlo, no lo retrases más. Esto
es una tortura.
Queriendo aparecer sarcástico, le respondió.
-Yo decidiré el momento: sólo tengo que apretar el
gatillo.
Corriéndole el sudor -un sudor frío- por la frente,
perdiendo todo su control, Alfredo gritó ahora:
-¡Pues hazlo ya!
-No; todavía no. Quiero que te prepares bien, quiero
que incluso te despidas de tu familia, de tu encantadora familia...
-¿Tanto la odias?
-No. Solamente te odio a ti. Porque ella tendría que
ser mía... Y ellos mis hijos...
Mil imágenes se agolparon en aquellos segundos por
su cabeza. Seguía sin comprender cómo era posible tanta crueldad, tanta villanía,
en un ser que tan sólo uno minutos había demostrado ser su amigo. Podía
implorarle; pero no, no estaba dispuesto a implorar a un loco; tampoco hubiera
logrado nada. Podía insinuarle que se lo pensara, que midiera los riesgos, que
también estaba poniendo en riesgo su vida... Pero le resultaba demasiado
estúpido. La orden que le llegó desde las palabras seguras de Ramón le sacaron
de la abstracción:
-¡Venga! Llama ahora a tu familia.
-No me hagas hacer esto Ramón.
-Quiero que llames a tu familia. Que hables con
Elvira, que le digas que voy a matarte, que se despida. Y que hables con tus
hijos...
-No voy a hacerlo.
Ahora sí que se sentía dispuesto a morir. Pero no
hubiera hecho nada por angustiar así a su familia.
-Estoy esperando que dispares...
Fue Ramón quien se dirigió hasta el teléfono. La
pistola le seguía apuntando... Advertía que no tenía ninguna posibilidad de
arrebatársela, ni siquiera de enfrentarse a él, ni, por supuesto, de huir de
aquella estancia. Podía seguir ganando tiempo... Por eso le preguntó.
-¿Qué vas a hacer?
-Voy a llamar yo. Voy a hablar con Elvira y la
tendré colgada al teléfono hasta que escuche el disparo de mi pistola.
-Sólo un hijo de perra puede ser tan canalla...
Cautelosamente, descolgó el teléfono, escuchó el
tono de llamada, lo puso sobre la mesita, marcó con la mano izquierda. Conocía
el teléfono de memoria. Marcó el primer número, luego el segundo... y así
sucesivamente.
Ring..., ring..., ring..., ring...
Al otro extremo del hilo machacaba la señal de
llamada. Alfredo se clavó las uñas en las palmas. No podía seguir aceptando
aquella villanía sin hacer nada. Pero la pistola seguía apuntándole y la mirada
suficiente de Ramón era claramente delatora. No podía hacer nada. La señal de
llamada seguía escuchándose, nítida. Seguramente, Elvira tardaría en coger el
teléfono. Estaría durmiendo a estas horas. Los niños estaban casa uno en su
dormitorio. Y ella, despreocupada, dormiría. Mejor; no lo cogerían. Pero aquel
asesino no cejaba en su crueldad: quería a toda costa levantar a su familia,
para torturarle aún más.
-Se ve que tu familia duerme profundamente...
Y ahora sí le suplicó:
-Cuelga, por lo que más quieras...
Vio una nueva mueca en su cara. Y, al fin, comprobó
que también se cansaba: colgó el teléfono decididamente. Al menos había logrado
evitar aquella angustia a su familia. Pero, poco importaba; al día siguiente...
lo comprobarían. Todavía podía jugar una última baza:
-No creo que tengas las agallas para matarme...
-¿Puedes ser tan estúpido que aún no te lo creas?
¿Qué pretendes animándome?...
Jamás en su vida se le hubiera ocurrido que pudiera
suceder algo semejante. No estaba soñando. Frente a él seguía su amigo, con el
que tantas cosas habían compartido. Durante largas horas de aquel mismo día
habían cantado y reído. Y ahora..., aquella situación grotesca, tan estúpida.
¿Dónde estaban los límites de la locura?
Le sorprendió lo último que le dijo:
-Sólo quiero que sepas que no te mato ni por celos
ni por envidia. Te mato porque tú has sido la causa de mi destrucción, de mi
mala fortuna... Y ni siquiera lo supiste nunca.
-Odio eso es odio y villanía.
Inesperadamente, decidió cambiar el curso de
aquellos acontecimientos. No estaba dispuesto a seguir aceptando por más tiempo
aquel demoníaco juego. Crispó de nuevo los dedos, tomó fuerzas, todas las
fuerzas que encontró en sus venas, ya tensas..., y saltó con una fuerza
desconocida sobre su amigo, hasta que rodaron ambos por el suelo. Su único
objetivo estaba ahora en la pistola. Se abalanzó sobre ella nerviosamente;
había quedado tirada en el extremo de la pieza, junto a la puerta. Y cuando la
tuvo en sus manos no reparó ya en más cosas. Su amigo, su viejo amigo, estaba
aún de rodillas, mirándole, suplicándole ahora; pero los dedos se le fueron al
gatillo y disparó sin darle ninguna opción; disparó por tres veces
consecutivas, hasta verle retorcerse a dos metros de dónde él estaba, al tiempo
que le fluía un hilo de sangre por la boca. Sus músculos se relajaron de
golpe..., hasta sentir que una cierta serenidad le invadía.
Tardó varios minutos en recuperarse. Ramón, tendido
frente a él, encogido por el vientre, no respiraba. Quiso cerciorarse de lo que
había sucedido realmente. No era posible. El no esperaba aquel final. Ni se lo
había propuesto. Pero ahora tenía que asumirlo con toda crudeza. Tampoco se
arrepentía.
No había sido tan sólo un impulso arrebatado en
defensa propia. El tenía la necesidad de dar fin a aquella siniestra pesadilla.
Nadie acudió como consecuencia del disparo. Ahora
tan sólo podía hacer una cosa: llamar a la policía. Tenía que explicar aquella
increíble historia. ¿Y quién podría entenderla? ¿Cómo iba a explicar
coherentemente la inusitada reacción de su amigo?... ¿Cómo iba a poder explicar
aquel extraño desenlace? ¿Qué podía pasar, por tanto, a partir de ahora?...
Se tomó uno minutos de reflexión. El cuerpo muerto
de su amigo Ramón ya nada le importaba. Sucesivamente fueron pasando por su
cerebro todas las imágenes que podrían favorecer su defensa. Tendrían que
creerle, naturalmente. Podía llamar primero a su casa. Hablar por fin con
Elvira. ¿Y cómo iba a entender aquello también Elvira? No, no podía llamar.
Además estaban durmiendo... Ahora se arrepintió de que entonces el teléfono no
lo descolgara. No, tampoco podía arrepentirse de eso. El no era responsable de
nada. No tenía por qué preocuparse. Simplemente, se presentaría y contaría todo
tal cual se fue sucediendo. Si nadie le creía, él tampoco le daba crédito
cuando ocurría. Pero no había otra salida...
Sin más, decidió salir de aquella casa. No supo
dónde dejar la pistola: ¿cerca del cadáver de su amigo, sobre la mesa,
llevársela?... Lo mejor era tirarla en el suelo, donde cayera. Y así lo hizo.
No se preocupó de mirar siquiera la expresión de su amigo; no le interesaba.
Dejó las luces encendidas, tal cual estaban. Y cerró tras de sí la puerta.
Había perdido la noción del tiempo, pero ya estaba
amaneciendo. Serían entre las cinco y las seis de la mañana. No le costó
arrancar el coche y se puso en marcha en dirección hacia su casa.
Primero hablaría con Elvira; trataría de hacerle
entender todo lo que aquella extraña noche había sucedido. Y luego le pediría
que ella misma llamase a la policía; él no iba a sentirse con fuerzas para
explicar nada.
Llegó a su calle sin haber dado las luces del coche.
Lo dejó aparcado a la puerta. Y abrió con dificultad al cerradura del portal.
Su agitación iba creciendo a medida que se acercaba a su casa. Su mujer no iba
a creerle... Pero tenía que creerle. Primero la despertaría, luego trataría de
serenarse y de decirle: «mira, Elvira, no te vas a creer lo que acaba de
ocurrirme».
Al fin abrió la puerta de su casa. Encendió las
luces sin tomar más precauciones, cruzó el estrecho pasillo y se dirigió
directamente a su habitación; trataría de no despertar a los niños. No encendió
la luz para no sobresaltar a Elvira. Y cuando llegó a la cama notó que estaban
allí los tres: Elvira y sus dos hijos. Se abrían dormido juntos, dada su
tardanza. Le costó encontrar el interruptor de la lamparilla de noche. Y, finalmente,
la luz le asustó. No, aquello no podía ser posible. Horrible, era horrible.
Elvira, su mujer, desnuda y acuchillada, sobre la
cama, con síntomas de haber sido violentada y ultrajada. La sangre le cubría el
vientre y las piernas. Y sus dos hijos, allí, junto a ella, acurrucados junto a
la almohada, sin vida: habían sido estrangulados.
Fue aquel policía de cara bonachona, con los ojos
irritados, quien le hizo entrega de aquella nota que estaba aguardando en la
mesilla:
«Sabía que esta noche me matarías. Por eso me
anticipo y me tomo la revancha. Tus hijos no sufrieron nada. Y Elvira, al fin,
fue mía.»
999. Anonimo
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