¡Cáspita!
Hay que ver qué cantidad de polvo y suciedad tiene el suelo de esta
cocina -dijo la criada, que era muy aseada y no soportaba que en el
suelo hubiera ni rastro de suciedad.
Sacó
tu escoba del armario del rincón y se puso a barrer el suelo
diligentemente. Después retiró toda la basura con un gran
recogedor.
Desgraciadamente,
en esta cocina también vivían unos duendes. Eran tan chiquitines
que no se los veía, pero cuando alguien los molestaba se ponían de
muy mal humor. Al barrer, la escoba se metió en un oscuro rincón en
el que los duendes estaban celebrando una fiesta. De repente, el rey
de los duendes fue barrido de su mesa y acabó en el recogedor. A
continuación se dio cuenta de que lo estaban tirando al cubo de la
basura con todos los demás desperdi-cios.
Furioso,
el rey de los duendes consiguió salir de entre los desperdicios. Se
limpió la basura y el polvo que lo recubrían y procuró parecer
todo lo majestuoso que se puede ser cuando te acaban de tirar a la
basura.
-¿Quién
ha sido? -chilló. Alguien lo va a lamentar muchísimo -amenazó.
Finalmente,
entró en la casa y volvió a la cocina.
Los
demás duendes lo miraban mientras hacían grandes esfuerzos para no
echarse a reír.
El
aspecto del rey era deplorable, con basura por todas partes, pero los
duendes sabían que era mejor no reírse del rey: de lo contrario,
éste sería capaz de lanzarles un maleficio.
-Ha
sido la escoba -dijeron a coro.
-Muy
bien -dijo el rey duende. Lanzaré un maleficio a la escoba.
La
escoba volvía a estar en esos momentos en su armario. El rey fue
hacia allí y de un salto se metió por el agujero de la cerradura.
Señaló la escoba y dijo:
«¡Abracadabra!
Escoba, sal de la alacena
y
déjalo todo hecho una pena.»
De
repente, la escoba se incorporó y sus cerdas empezaron a vibrar.
Como era de noche, todos los habitantes de la casa dormían. La
escoba abrió la puerta del armario y salió de un salto. Abrió la
puerta de la cocina y salió a la calle. Se encaminó al cubo de la
basura y, con un golpe de sus cerdas, barrió hacia dentro un enorme
montón de basura. Latas de conserva, porquería, polvo, huesos de
pollo y quién sabe cuántas cosas más fueron a parar al suelo de la
cocina.
La
criada, cuando entró, no podía dar crédito a sus ojos.
-¿Quién
ha hecho todo esto? -dijo.
Sacó
la escoba del armario y volvió a barrer para sacar toda la basura.
A
la noche siguiente volvió a suceder lo mismo. Cuando todo el mundo
se había ido a dormir y la casa estaba en silencio, la traviesa
escoba salió de su armario y volvió a meter en casa toda la basura.
Esta vez fueron raspas de pescado, botellas viejas y cenizas de la
chimenea.
La
criada se quedó sin habla. Volvió a limpiarlo todo y, aunque no
tenía la menor idea de lo que pasaba, le dijo al jardinero que
quemara la basura para que no volviera a entrar en la casa.
Pero
aquella noche la escoba decidió organizar otro tipo de estropicio.
En lugar de barrer para adentro la basura, voló sobre los estantes y
fue tirando al suelo todos los frascos, que se quebraron y
esparcieron su contenido por todas partes.
-¡Detente
YA MISMO! -gritó súbitamente una voz.
-¿Qué
te crees que estás haciendo? -añadió.
La
voz pertenecía a un hada muy seria que se encontraba de pie junto al
escurreplatos con las manos apoyadas en las caderas. Lo que no sabía
la escoba es que en uno de los frascos que había roto estaba
encerrada un hada buena que los duendes habían hecho prisionera.
Como volvía a ser libre, se había roto el maleficio, y ahora iba a
pronunciar el suyo:
«Escoba,
escoba, limpia el suelo
y
déjalo como un espejo,
tira
al pozo a esos duendes perversos
y
no permitas que salgan de nuevo.»
La
escoba se puso a trabajar a toda velocidad. Barrió todas las
esquinas, todos los escondrijos y todas las grietas. Cada mota de
polvo y porquería y todas las botellas rotas fueron a parar al
recogedor, y después las sacó de la casa. Por último, barrió a
todos los duendes y los echó al pozo, donde ya no pudieron cometer
más fechorías.
Cuando
la criada bajó por la mañana, se encontró una cocina impecable. Le
extrañó mucho que faltaran algunos de los frascos, pero en el
fondo, y esto que quede entre nosotros, se alegró, pues así tendría
menos cosas que limpiar.
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anonimo cuento - 061
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