Juan
era un chico vivaracho que vivía con su madre en el campo, en una
pequeño choza.
Juan
y su madre eran muy pobres. El suelo de su casa era de paja y muchos
de los cristales de las ventanas estaban rotos. Lo único valioso que
les quedaba era una vaca.
Un
día, mientras Juan estaba en el jardín cortando troncos con el
hacha, su madre lo llamó.
-Tienes
que llevar a la vaca Margarita al mercado para venderla -le dijo con
tristeza.
Yendo
de camino al mercado, Juan se encontró con un extraño anciano.
-¿Adónde
llevas esa hermosa vaca lechera? -le preguntó el hombre.
-A
venderla al mercado, señor -dijo.
-Si
me la vendes a mí -le dijo el hombre, te daré estas judías. Son
especiales, son judías mágicas. Te prometo que no te arrepentirás.
Cuando
Juan oyó la palabra «mágicas», se emocionó mucho. Rápidamente,
cambió la vaca por las judías y corrió a su casa.
-¡Madre,
madre!, ¿dónde estás? -la llamó, tras entrar a toda prisa en la
choza.
-¿Cómo
es que has vuelto tan pronto? -preguntó la madre de Juan mientras
bajaba la escalera. ¿Cuánto te han dado por la vaca?
-Esto
-dijo Juan, extendiendo la mano. ¡Son judías mágicas!
-¿Qué?
-gritó su madre. ¿Has vendido nuestra única vaca por un puñado de
judías? ¡Ven aquí, estúpido!
Muy
enfadada, tomó las judías de la mano de Juan y las arrojo al jardín
por la ventana. Esa noche, Juan se tuvo que ir a la cama sin cenar.
A
la mañana siguiente, el ruido de su estómago vacío despertó a
Juan muy temprano. Cosa rara, su habitación estaba a oscuras. En
cuanto se hubo vestido, se asomó a la ventana. Lo que vio lo dejó
sin aliento: durante la noche había brotado en el jardín una mata
de judías. Su tallo era casi tan grueso como la choza y llegaba tan
arriba que se perdía entre las nubes.
Juan
gritó de emoción y salió corriendo. Mientras empezaba a trepar por
la mata de judías, apareció su madre y le rogó que volviera a
bajar, pero él no le hizo caso. Cuando al fin llegó arriba, estaba
muy cansado y tenía mucha hambre. Se encontraba en un extraño lugar
lleno de nubes. Vio algo que brillaba a lo lejos y se encaminó hacia
allí.
Finalmente,
llegó hasta el castillo más grande que había visto nunca, y pensó
que a lo mejor en las cocinas podría encontrar algo de comer. Se
arrastró con cuidado hasta la puerta principal y se dio de frente
contra un pie gigantesco.
-¿Qué
ha sido esto? -tronó una voz de mujer que hizo temblar toda la
habitación.
En
ese momento, Juan se vio a sí mismo reflejado en un ojo enorme. De
repente, una mano gigantesca lo sacudió en el aire.
-¿Quién
eres tú? -rugió la voz.
-Soy
Juan -respondió el chico. Estoy cansado y tengo hambre. ¿Podría
darme algo de comer e indicarme un sitio donde descansar?
-No
hagas ruido -susurró la mujer gigante, que era buena persona y se
compadeció de Juan. A mi marido no le gustan los chicos y, si te
encuentra, se te comerá.
A
continuación, dio a Juan una miga de pan caliente y un dedal lleno
de sopa.
Se
estaba bebiendo la última gota cuando dijo la mujer:
-¡Deprisa,
escóndete en la alacena, que viene mi marido!
Desde
dentro de la alacena, Juan pudo oír unos pasos atronadores que se
acercaban y una voz profunda que vociferaba:
-¡Huelo
a carne humana y a sangre caliente! ¡Qué ganas tengo de hincarle el
diente!
Mirando
por una rendija de la alacena, Juan vio a un gigante enorme de pie
junto a la mesa.
-Mujer
-gritó el gigante, ¡en esta casa huele a humano!
-No
digas tonterías, cariño -dijo suavemente su esposa
Lo
que huele es la cena tan rica que te he preparado. Siéntate y come.
Tras
devorar su cena y un enorme tazón de natillas, el gigante gritó:
-¡Mujer,
tráeme el oro, que lo quiero contar!
Juan
vio cómo la mujer del gigante traía varios sacos grandes llenos de
monedas. El gigante cogió uno de ellos y una cascada de oro cayó
sobre la mesa.
Juan
estuvo mirando al gigante mientras contaba las monedas una a una y
hacía montoncitos con ellas. Al cabo de un rato, el gigante empezó
a bostezar, y al poco, se quedó dormido y se puso a roncar.
-Ha
llegado el momento de salir -se dijo Juan.
Rápido
como un rayo, salió de la alacena, cogió un saco de oro, se deslizó
por la pata de la mesa y echó a correr hacia la puerta. Pero la
mujer del gigante lo oyó.
-¡Alto
ahí, ladrón! -resonó su voz.
Sus
palabras despertaron a su marido, que se levantó de un salto y echó
a correr detrás de Juan.
-¡Vuelve!
-vociferaba.
Juan
siguió corriendo hasta llegar a la mata de judías y empezó a bajar
por ella a toda velocidad, con el gigante pisándole los talones.
-¡Madre!
-gritó al acercarse al suelo, ¡deprisa, trae el hacha!
En
cuanto Juan terminó de bajar, su madre llegó con el hacha y cortó
la mata de judías. Ésta cayó arrastrando con ella al gigante, que
ya nunca se pudo volver a levantar.
El
oro hizo muy ricos a Juan y a su madre. Nunca más tuvieron que
preocuparse por el dinero y desde entonces vivieron muy felices.
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anonimo cuento - 061
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