Había
una vez un rey que tenía un pájaro dorado en una jaula de oro. El
pájaro no tenía nada que hacer. Todos los días, un sirviente del
rey le traía agua y comida y le limpiaba las finas plumas amarillas
mientras el pájaro entonaba su hermosa canción para el monarca.
-¡Qué
afortunado soy de tener un pájaro tan bello que canta con una voz
tan hermosa! -decía el rey.
Pero
con el paso del tiempo empezó a preocuparse por el pájaro. «No es
justo», pensó, «tener encerrada en una jaula a tan hermosa
criatura. Le voy a dar la libertad.» Llamó a un sirviente y le
ordenó que llevara el pájaro a la selva y lo liberase. El sirviente
obedeció. Llevó la jaula a un pequeño claro en lo más profundo de
la selva, la depositó en el suelo, abrió la puerta e hizo salir al
pájaro.
-Espero
que sepas cuidar de ti mismo -dijo el sirviente al alejarse.
El
pájaro dorado miró a su alrededor. «¡Qué raro!», pensó.
«Espero que alguien venga pronto a darme de comer». Y se sentó a
esperar.
Al
cabo de un rato, oyó un chasquido entre los árboles y vio a un mono
que se columpiaba de rama en rama con sus largos brazos.
-¡Hola!
-saludó el mono, colgándose de la cola, mientras sonreía al pájaro
amistosamente. ¿Quién eres tú?
-Soy
el pájaro dorado -contestó éste con altanería.
-Ya
veo que eres nuevo aquí -dijo el mono. Si quieres te enseño los
mejores lugares para comer en las copas de los árboles.
-No,
gracias -replicó el desagradecido del pájaro dorado. ¿Qué podría
enseñarme un mono como tú?
-Y
añadió: Qué feo eres. Seguro que tienes envidia de mi hermoso
pico.
-Como
quieras -le dijo el mono. Tomó impulso y desapareció entre los
árboles.
Al
poco rato, el pájaro dorado oyó un siseo y una serpiente apareció
reptando por el suelo.
-¡Hola!
-saludó la serpiente. ¿Quién eres tú?
-Soy
el pájaro dorado -replicó éste lleno de soberbia.
-Si
quieres te enseño los senderos de la selva -dijo la serpiente.
-No,
gracias -contestó el grosero del pájaro. ¿Qué puede enseñarme
una serpiente? Tu voz es sibilante y horrorosa y seguro que tienes
envidia de mi hermoso canto -dijo, sin darse cuenta de que todavía
no había cantado nada.
-Como
quieras -siseó la serpiente. Y desapareció entre la maleza.
En
ese momento, el pájaro empezó a preguntarse cuándo llegarían los
exquisitos bocados que se había acostumbrado a comer cada día.
En
ese preciso instante le llamó la atención un movimiento que se
produjo en el árbol que tenía detrás. Al fijarse, descubrió un
camaleón camuflado con el tronco.
-Buenos
días -lo saludó el camaleón. Como llevo aquí todo el rato, ya sé
quien eres: el pájaro dorado. Es importante saber esconderse en caso
de peligro. Si quieres, yo te enseño.
-No,
gracias -contestó el pájaro dorado. ¿Qué podría enseñarme un
adefesio como tú? Seguro que te gustaría tener unas plumas tan
bonitas como las mías -dijo, ahuecando su hermoso plumaje dorado.
-Como
quieras, pero luego no digas que no te lo advertí –murmuró el
camaleón. Y se alejó a toda prisa.
El
pájaro dorado acababa de volver a sentarse cuando una gran sombra
gris pasó volando sobre la selva. Cuando levantó la vista, vio una
gran águila que planeaba a poca altura. El mono se apresuró a
esconderse entre el denso follaje de la copa de los árboles, la
serpiente se deslizó entre la espesa maleza y el camaleón se quedó
muy quieto hasta que su piel se volvió del mismo color que el árbol
en el que estaba, Haciéndose totalmente invisible.
«Ajá»,
pensó el pájaro dorado. «Lo único que tengo que hacer es levantar
el vuelo y esa estúpida águila ya no podrá atraparme». Agitó sus
alas una y otra vez sin saber que se le habían debilitado a causa de
su lujosa vida en palacio. En ese momento, lamentó que su plumaje
fuese dorado y deseó con todas sus fuerzas tener unas discretas
plumas marrones que no resaltasen en el claro del bosque.
-¡Socorro!
-gritó. ¡Por favor, que alguien me ayude!
Vio
al águila bajar planeando hacia él con ojos brillantes como el
fuego y unas garras interminables. En aquel preciso instante, el
pájaro dorado sintió algo que se deslizaba en torno a sus patas y
lo arrastraba a la maleza. Era la serpiente. Luego un brazo largo y
peludo lo subió a los árboles y se dio cuenta de que el mono se lo
estaba llevando.
-Quédate
quieto -susurró el camaleón, empujándolo al centro de una gran
flor amarilla. Ahí el águila no podrá verte.
El
pájaro comprobó que la flor tenía exactamente su mismo color y por
eso el águila pasó de largo.
-¡Me
habéis salvado tu vida! -exclamó el pájaro. ¿Cómo puedo
agradeceros algo así?
-Con
tu hermoso canto -contestaron.
Y,
desde ese día, el mono, la serpiente y el camaleón cuidaron del
pájaro dorado, quien a cambio cantó para ellos todos los días.
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anonimo cuento - 061
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