Cerdito
tenía un secreto. Acurrucado en el cálido heno junto a sus
hermanos, miraba el cielo oscuro, donde brillaban las estrellas,
y
sonreía para sí mismo. Después de todo, a lo mejor no estaba tan
mal ser el más pequeño de todos...
Hasta
hacía poco, Cerdito se había sentido bastante triste. Era el
cerdito más joven y el más pequeño de su familia. Tenía cinco
hermanos y cinco hermanas y todos eran mucho más grandes y gordos
que él. La mujer del granjero lo llamaba enano, porque era el más
pequeño de la camada. Sus hermanos y hermanas se burlaban
terriblemente de él.
-¡Pobre
enanito! -le decían, riéndose. ¡Debes de ser el cerdo más pequeño
del mundo!
-¡Dejadme
en paz! -replicaba Cerdito, y se arrastraba hasta la esquina de la
pocilga, donde se enroscaba como si fuera una bola y se ponía a
llorar. Si no fueseis tan glotones y me dejaseis algo de comida,
podría crecer -murmuraba tristemente.
A
la hora de comer siempre pasaba lo mismo: los otros se le adelantaban
y no le dejaban más que las migajas.
Así
nunca podría crecer. Pero un día hizo todo un descubrimiento.
Estaba escondido como siempre en la esquina de la pocilga, cuando se
dio cuenta de que en la valla de detrás del comedero había un
pequeño agujero.
«Por
aquí cabría yo», pensó Cerdito.
Esperó
todo el día hasta que se hizo la hora de ir a la cama. Cuando estuvo
seguro de que todos sus hermanos se habían dormido, se escabulló
por el agujero. De repente, se encontró fuera, libre para ir donde
quisiera. ¡Qué bien se lo pasó!
Primero
corrió al gallinero y se zampó los potes de grano. Después se
dirigió al campo y devoró las zanahorias del burro.
Luego
se encaminó al huerto y engulló una fila de coles. ¡Qué festín!
Cuando ya no pudo más, se encaminó a casa. Por el camino, se detuvo
junto al seto ¿Qué era lo que olía tan bien? Se puso a olfatear y
descubrió que el aroma procedía de una mata de fresas silvestres.
Cerdito
nunca había probado algo tan delicioso. «Mañana empezaré por
aquí», se prometió a sí mismo. Echó a trotar hacia la pocilga,
volvió a deslizarse por el agujero y se durmió acurrucado junto a
su madre, sonriendo muy contento.
Cerdito
continuó cada noche sus sabrosas aventuras. Ahora ya no le importaba
que lo empujaran a un lado a la hora de comer, pues sabía que fuera
lo esperaba un festín mucho mejor. A veces encontraba el plato del
perro lleno de los restos de la cena del granjero, o cubos de avena
que estaban preparados para los caballos. «¡Nam, ñam! ¡Papilla
para cerditos!», bromeaba mientras engullía.
Pasaron
los días y las semanas, Cerdito se fue haciendo más grande y gordo,
y por las noches pasaba cada vez más apuros para entrar y salir.
Sabía
que dentro de poco ya no cabría por el agujero, pero para entonces
ya sería lo suficientemente grande como para defenderse de sus
hermanos.
Así
que, por el momento, disfrutaba de su secreto.
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anonimo cuento - 061
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