Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 6 de enero de 2015

El más pequeño de todos

Cerdito tenía un secreto. Acurrucado en el cálido heno junto a sus hermanos, miraba el cielo oscuro, donde brillaban las estrellas,
y sonreía para sí mismo. Después de todo, a lo mejor no estaba tan mal ser el más pequeño de todos...
Hasta hacía poco, Cerdito se había sentido bastante triste. Era el cerdito más joven y el más pequeño de su familia. Tenía cinco hermanos y cinco hermanas y todos eran mucho más grandes y gordos que él. La mujer del granjero lo llamaba enano, porque era el más pequeño de la camada. Sus hermanos y hermanas se burlaban terriblemente de él.
-¡Pobre enanito! -le decían, riéndose. ¡Debes de ser el cerdo más pequeño del mundo!
-¡Dejadme en paz! -replicaba Cerdito, y se arrastraba hasta la esquina de la pocilga, donde se enroscaba como si fuera una bola y se ponía a llorar. Si no fueseis tan glotones y me dejaseis algo de comida, podría crecer -murmuraba tristemente.
A la hora de comer siempre pasaba lo mismo: los otros se le adelantaban y no le dejaban más que las migajas.
Así nunca podría crecer. Pero un día hizo todo un descubrimiento. Estaba escondido como siempre en la esquina de la pocilga, cuando se dio cuenta de que en la valla de detrás del comedero había un pequeño agujero.
«Por aquí cabría yo», pensó Cerdito.
Esperó todo el día hasta que se hizo la hora de ir a la cama. Cuando estuvo seguro de que todos sus hermanos se habían dormido, se escabulló por el agujero. De repente, se encontró fuera, libre para ir donde quisiera. ¡Qué bien se lo pasó!
Primero corrió al gallinero y se zampó los potes de grano. Después se dirigió al campo y devoró las zanahorias del burro.
Luego se encaminó al huerto y engulló una fila de coles. ¡Qué festín! Cuando ya no pudo más, se encaminó a casa. Por el camino, se detuvo junto al seto ¿Qué era lo que olía tan bien? Se puso a olfatear y descubrió que el aroma procedía de una mata de fresas silvestres.
Cerdito nunca había probado algo tan delicioso. «Mañana empezaré por aquí», se prometió a sí mismo. Echó a trotar hacia la pocilga, volvió a deslizarse por el agujero y se durmió acurrucado junto a su madre, sonriendo muy contento.
Cerdito continuó cada noche sus sabrosas aventuras. Ahora ya no le importaba que lo empujaran a un lado a la hora de comer, pues sabía que fuera lo esperaba un festín mucho mejor. A veces encontraba el plato del perro lleno de los restos de la cena del granjero, o cubos de avena que estaban preparados para los caballos. «¡Nam, ñam! ¡Papilla para cerditos!», bromeaba mientras engullía.
Pasaron los días y las semanas, Cerdito se fue haciendo más grande y gordo, y por las noches pasaba cada vez más apuros para entrar y salir.
Sabía que dentro de poco ya no cabría por el agujero, pero para entonces ya sería lo suficientemente grande como para defenderse de sus hermanos.
Así que, por el momento, disfrutaba de su secreto.


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