No
hay cosa en el mundo que más guste a un oso de peluche que los
bollos, los grandes y pegajosos bollos de pasas cubiertos de azúcar
y con un jugoso relleno. Un oso de peluche está dispuesto a hacer
casi cualquier cosa por un bollo. Pero para el osito Felipe
estuvieron a punto de convertirse en su perdición.
La
muñeca de trapo preparaba los mejores bollos que pueda hacer un
cocinero de juguete. Los hacía grandes y pequeños, glaseados y con
pasas, con almendras y de crema, pero siempre calientes y crujientes.
Los repartía entre todos los juguetes del cuarto y a todos les
encantaban. Pero a quien más le gustaban era a Felipe.
-Si
me das tu bollo, te limpio las botas -ofrecía al soldado de
hojalata.
Y
a veces, si el soldado de hojalata no tenía mucha hambre, accedía.
Siempre había alguien que daba a Felipe su bollo a cambio de un
favor y en algunas ocasiones Felipe llegaba a comerse cinco o seis
bollos en un solo día. Por eso siempre estaba ocupado lavando
vestidos de muñeca, cepillando el pelo del perro
Scotty
o limpiando el coche de policía de juguete. ¡Una vez incluso se
estuvo quieto mientras el payaso le arrojaba pasteles de nata!
Así
que ya ves, Felipe no era un oso perezoso, pero sí un oso goloso, y
a pesar del ajetreo que llevaba, se estaba convirtiendo cada vez más
en un osito glotón bastante rollizo. Todos aquellos bollos se le
iban notando en la cintura, y la piel se le empezaba a estirar por
las costuras. Un día, Felipe entró corriendo en el cuarto de juegos
muy emocionado. Eva, su dueña, le había dicho que a la semana
siguiente lo iba a llevar a una merienda de osos de peluche.
-¡Me
ha dicho que habrá bocadillos de miel, helado, galletas y montones
de bollos! -contó Felipe a los otros, frotándose las patas. ¡Me
muero de impaciencia! Y todo este ajetreo me está dando hambre. Me
parece que me tomaré un bollo.
-Y
sacó un bollo grande y pegajoso que había escondido antes debajo de
un cojín.
-¡Felipe!
-le dijo el conejo. Un día de éstos vas a explotar.
-¡Alégrate
de que no me gusten las zanahorias! -le respondió Felipe con una
sonrisa.
Esa
semana Felipe estuvo más ocupado que nunca. Cada vez que pensaba en
la merienda le daba hambre y tenía que convencer a alguien pura que
le diera su bollo. Se comió un bollo tras otro y no hizo caso cuando
la muñeca de trapo le advirtió de que la espalda se le estaba
empezando a descoser.
Por
fin llegó el día de la merienda. Felipe bostezó y se desperezó
sonriente. Pero al estirarse tuvo la sensación de que el estómago
le explotaba, y al ir a incorporarse notó que no podía moverse.
Miró hacia abajo y descubrió que la costura de la tripa se le había
reventado y se le había caído el relleno por toda la cama.
-¡Socorro!
-gritó. ¡Estoy explotando! En ese momento se despertó Eva.
-¡Felipe!
-gritó cuando lo vio. ¡Así no te puedo llevar a la merienda de los
ositos!
Eva
se lo enseñó a su madre y ésta dijo que había que llevarlo al
hospital de los juguetes. Felipe estuvo fuera toda una semana, pero
cuando volvió estaba como nuevo. Le habían quitado un poco de
relleno y lo habían vuelto a coser. En el hospital había tenido
mucho tiempo para pensar en lo glotón y tonto que había sido. ¡Qué
pena le daba haberse perdido la merienda! Los otros ositos le dijeron
que se lo habían pasado como nunca y que Eva había llevado al
conejo en su lugar.
-Fue
terrible -se lamentó el conejo. No hubo ni una sola zanahoria. Pero
te guardé un bollo.
-Y
se sacó un bollo del bolsillo.
-No,
gracias, Conejo -dijo Felipe. ¡Se acabaron los bollos!
Por
supuesto que al cabo de un tiempo Felipe volvió a comer bollos, pero
nunca más de uno al día. Además, ahora, cuando hace favores, es
sólo porque quiere hacerlos.
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anonimo cuento - 061
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