Había
una vez un rey que era tan tacaño como rico. Vivía en un gran
palacio y se pasaba los días contando sus bolsas de monedas de oro,
mientras sus súbditos vivían en la mayor pobreza. A veces hacía
llamar a su paje para que le preparase tu carroza real y así,
exhibiéndose en su gran carruaje dorado, salía a supervisar su
reino. Además de tremendamente rico, el rey era también muy
vanidoso. Cuando pasaba ante sus súbditos mientras éstos trabajaban
en el campo, le gustaba que se inclinasen ante él y le dedicasen
halagos como «¡Qué buen aspecto tiene hoy su Majestad!» o«¡Cómo
os favorece el color rosa, señor!». Se te llenaba la cabeza de
vanidad y pensaba: « La verdad es que mi pueblo me adora». Pero a
pesar de todos los halagos, el pueblo odiaba a su rey. Sentían un
gran resentimiento hacia él, ya que se rodeaba de lujo mientras sus
súbditos vivían en la miseria.
Hasta
que un día los campesinos celebraron una reunión secreta.
-¡Firmemos
una petición para reclamar nuestros derechos! -gritó un hombre.
-¡Y
salarios justos! -gritó otro.
Todos
aplaudieron.
-¿Quién
escribirá nuestras peticiones? -preguntó una anciana.
De
repente se hizo el silencio, pues nadie sabía leer ni escribir.
-Yo
sé lo que podemos hacer en lugar de escribir -dijo una voz desde el
fondo. Todos se volvieron y vieron a un muchacho harapiento.
¡Pongámonos en marcha hacia el palacio!
-¡Sí!
-rugió la multitud.
Cuando
la muchedumbre llegó al palacio, el rey la vio e hizo salir a sus
perros guardianes. Los campesinos tuvieron que huir, con los perros
pisándoles los talones, para proteger sus vidas. Hasta que no
desapareció de su vista el último campesino, el rey no hizo
regresar a sus perros.
A
partir de entonces, la vida del pueblo empeoró. El rey se había
puesto en guardia y ya no salía por el reino si no era acompañado
de sus sabuesos. Finalmente, se convocó otra reunión secreta.
-¿Qué
podemos hacer? -preguntaba la gente. Jamás podremos pasar con esos
perros salvajes.
-Tengo
una idea -dijo una voz familiar. Se trataba del muchacho harapiento.
Por un momento, la multitud lo acusó de haber puesto en peligro su
vida. Por favor, confiad en mí -rogó el muchacho. Ya sé que os
defraudé, pero esta vez tengo un plan muy bien preparado para
conseguir que el rey nos dé su dinero.
Finalmente,
los campesinos escucharon el plan del chico y decidieron apoyarle.
Al
día siguiente, el muchacho se escondió en la rama de un árbol que
colgaba sobre el jardín del palacio. Había llevado galletas para
perros, en las que había puesto un potente somnífero, y las arrojó
al césped de palacio.
Al
poco rato salieron los perros del rey y devoraron las galletas en un
santiamén. En cuestión de segundos dormían todos profundamente.
El muchacho bajó del árbol, se envolvió en una capa negra y se
presentó en la puerta principal del palacio.
-Buenos
días -dijo. Soy Víctor, el famosísimo veterinario. ¿Tenéis algún
animal que necesite cuidados médicos?
-No
-contestó el centinela, cerrándole la puerta en las narices. Pero
entonces se oyeron voces en el interior y el centinela volvió a
abrir la puerta, diciendo: Nos acaba de surgir un problema. Entra.
El
centinela condujo al muchacho hasta el césped, donde el rey
sollozaba sobre los cuerpos de sus perros.
-¡Ayúdame,
por favor! -exclamó. Necesito a mis perros, de lo contrario caeré
en manos de mi propio pueblo.
El
muchacho hizo como que examinaba a los perros y dijo al rey: -Lo
único que puede curar a tus animales es oro líquido.
-¿Y
de dónde voy a sacar oro líquido? -preguntó el rey.
-Tengo
una amiga que es bruja y convierte las monedas de oro en oro líquido.
Si permites que le lleve los perros, los curaré. Pero tendrás que
darme un saco de oro para que se lo lleve y -dijo el chico.
El
rey estaba tan preocupado que aceptó sin dudar. Cargaron los perros
dormidos en un carro tirado por un caballo y el rey entregó al
muchacho una bolsa de oro.
-No
tardes en volver, mis perros son lo que más aprecio -le dijo.
El
muchacho fue a su casa y sus padres le ayudaron a descargar los
perros, que estaban empezando a despertarse. Les dieron los cuidados
necesarios y al día siguiente el muchacho regresó al palacio.
-La
buena noticia es que el remedio está haciendo efecto -dijo al rey.
La mala noticia es que el oro sólo alcanza para revivir a un perro.
Necesitaré todo el oro que tengas para curar a los otros.
-Llévatelo
todo -gritó el rey. La única condición es que mis perros estén de
vuelta mañana.
Y,
abriendo la cámara del tesoro, cargó todas sus reservas de oro en
otro carro que el muchacho se llevó. Aquella noche, el muchacho
repartió bolsas de oro entre los súbditos del rey y a la mañana
siguiente llevó los perros a palacio. Pero, para su sorpresa, el rey
no los quiso, puesto que como ya no tenía oro, tampoco necesitaba
perros de guardia. Al ver que el rey había aprendido la lección, el
muchacho le contó lo que había sucedido realmente. Por fortuna, el
rey decidió que sus súbditos se quedaran con el oro. Los perros se
los quedó como simples mascotas y él se volvió mejor persona.
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anonimo cuento - 061
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