Hubo
una vez una pareja de recién casados. Vestidos aún con sus ropas de
boda se pusieron cómodos en su nuevo hogar cuando, finalmente, hubo
partido el último de sus invitados.
-Querido
esposo -dijo la joven señora, vé y cierra la puerta de calle, que
ha quedado abierta.
-¿Cerrarla
yo? -dijo el novio.
¿Un novio en su traje espléndido, con unas ropas principescas y una
daga llena de joyas? ¿Cómo podría esperarse que hiciera tal cosa?
Debes de estar fuera de tus cabales. Vé y ciérrala tú misma.
-¿Ah,
sí? -gritó la novia.
¿Esperas que yo sea tu esclava? ¿Una gentil y hermosa criatura como
yo, que usa un vestido de la seda más fina, engalanada para mi día
de bodas, vaya a cerrar la puerta que conduce a una calle pública?
¡Imposible!
Permanecieron
ambos en silencio un rato, y la mujer sugirió que podrían
solucionar el problema con una apuesta. Quien hablara primero,
convinieron, sería el que cerrara la puerta.
Había
dos sofas en la habitación y la pareja se sentó, cara a cara, uno
en cada uno, mirándose en silencio.
Estuvieron
así dos o tres horas, cuando una banda de ladrones pasó por allí y
se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Los ladrones se
deslizaron dentro de la silenciosa casa, que parecía desierta, y
comenzaron a llevarse cuanto objeto de valor encontra-ban.
La
pareja de novios los oyó entrar, pero cada uno pensó que era el
otro quien debía atender el asunto. Ninguno de los dos habló ni se
movió mientras los ladrones iban de un cuarto a otro, hasta que
finalmente entraron en la sala y, al principio, no notaron a la
sombría y estática pareja.
La
pareja seguía sentada allí mientras los ladrones se llevaban todos
los objetos de valor y enrollaban las alfombras bajo los pies de los
esposos. Confundiendo al idiota y a su obstinada mujer con maniquíes
de cera, les sacaron sus joyas personales y la pareja no dijo nada en
absoluto.
Los
ladrones se fueron y la novia y el novio permanecieron sentados toda
la noche sin moverse.
Cuando
se hizo de día, un policía, en su ronda, vio la puerta abierta y
entró a la casa. Yendo de un lugar a otro, llegó finalmente hasta
la pareja y les preguntó qué había pasado. Ni el hombre ni la
mujer se dignaron contestar.
El
policía buscó refuerzos y una multitud de defensores de la ley se
volvieron más y más coléricos ante el silencio total que a ellos
les parecía, obviamente, una afrenta calculada.
El
oficial a cargo, por último, perdió el control y le ordenó a uno
de sus hombres:
-Dale
a ese hombre un golpe o dos a ver si le vuelve el sentido.
Ante
esto, la mujer no pudo contenerse:
-Por
favor, gentiles oficiales -lloró. No le golpeen; ¡es mi marido!
-¡Gané!
-gritó el tonto inmediatamente. Por lo tanto, tú tienes que cerrar
la puerta!
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anonimo (asia) - 065
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