Un
príncipe de la ilustre casa de Abbas, parientes del tío del
Profeta, vivía una vida humilde en Mosul, Iraq. Su familia había
venido a menos y debía trabajar. Después de tres generaciones, la
familia se repuso algo y el príncipe alcanzó la posición de un
pequeño tendero.
Como
es costumbre entre los nobles árabes, este hombre, cuyo nombre era
Daud Abbassi, simplemente se llamaba Daud, hijo de Altaf. Pasaba sus
días en el mercado vendiendo legumbres y verduras, tratando de
reconstruir la fortuna de su familia.
Esta
situación continuó varios años, hasta que Daud se enamoró de la
hija de un rico mercader: Zobeida Ibnar Tawil. Ella estaba más que
dispuesta a casarse con él, pero en su familia existía la costumbre
de que cualquier futuro yerno tenía que igualar una rara gema,
especialmente seleccionada por el padre, con el objeto de comprobar
su astucia y su valor.
Después
de las negociaciones preliminares, cuando a Daud se le enseñó el
brillante rubí que Tawil había seleccionado para la prueba, a fin
de poder ganar a su hija, el corazón del joven tendero se
apesadumbró.
No
sólo era una gema de una transparencia cristalina, sino que su
tamaño y color eran tales que las minas de Badakhsán con seguridad
no podían producir algo de su clase más que una vez cada mil
años...
El
tiempo pasó y Daud pensó en todos los medios para encontrar el
dinero que necesitaba para obtener una joya equivalente. Al cabo del
tiempo descubrió, a través de un joyero, que sólo tenía una
oportunidad. Mandar heraldos para que ofrecieran, a quien pudiese
igualar la joya, no solamente su casa y todas sus posesiones, sino
también tres cuartas partes de cada céntimo que ganara el resto de
su vida, y tener así la oportunidad de encontrar un rubí similar.
Daud
hizo que se anunciara su decisión, tal como le aconsejó el joyero.
Día
tras día se divulgó que se buscaba un rubí de sorprendente valor,
brillo y color; y gente de lejos y de cerca se apresuraba a la casa
del mercader para ver si podía vender algo tan magnífico. Pero
después de un lapso de tres años, Daud comprendió que no existía
un rubí en Arabistán o Ajam, en Khorasán o Hind, en África o en
el Oeste, en Java o Ceilán, que se acercara a la excelencia de aquél
que su posible suegro había encontrado.
Zobeida
y Daud estaban al borde de la desesperación. Parecía que nunca se
podrían casar, ya que el padre de la joven rehusaba terminantemente
aceptar un rubí que no fuese idéntico al suyo.
Una
noche, estando Daud sentado en su pequeño jardín, tratando de
imaginar por milésima vez algún medio de ganarse a Zobeida, se dio
cuenta de que una alta y delgada figura estaba de pie a su lado. En
su mano tenía un bastón, sobre su cabeza un gorro derviche,
colgando de su cintura un tazón de metal de mendigar.
-La
paz sea contigo, ¡oh, mi rey! -dijo Daud, usando el saludo
acostumbrado y poniéndose de pie.
-Daud
el Abbassi, descendiente de la casa de Koreish -dijo la aparición.
Yo soy uno de los guardianes de los tesoros del Apóstol y he venido
a ayudarte en tu necesidad. Tú buscas un rubí inigualable. Yo te lo
daré de los tesoros que han estado a salvo, en manos de paupérrimos
custodios.
Daud
le miró y dijo:
-Todo
el tesoro que poseyó mi casa se gastó y se vendió o se
despilfarró, hace ya siglos. No nos queda nada más que nuestro
nombre, y ni siquiera lo usamos por miedo a deshonrarlo. ¿Cómo
puede quedar algo del tesoro de mi patrimonio?
-Aún
existe el tesoro precisamente por no haberlo dejado en manos de la
casa -dijo el derviche, pues la gente siempre roba primero a aquellos
que tienen algo que robarles. Sin embargo, cuando eso se acaba, los
ladrones no saben ya dónde buscar. Ésta es la primera medida de
seguridad de los custodios.
Daud
reflexionó, pensando que muchos derviches tenían reputa-ción de
excéntricos y solamente dijo:
-¿Quién
dejaría tesoros inapreciables, tales como la joya de Tawil, en manos
de un mendigo harapiento, y qué mendigo harapiento, habiéndosele
dado aunque fuese solamente una cosa de tal valor, no la tiraría o
la vendería, gastándose el producto en alguna locura?
El
derviche contestó:
-Hijo
mío, eso es exactamente lo que se espera que piense la gente. Por
ser harapientos los mendigos, la gente cree que desean ropa. Porque
un hombre tiene una joya, la gente imagina que la tirará si no es un
mercader ingenioso. Tus pensamientos son las cosas que ayudan a que
nuestro tesoro esté seguro.
-Entonces,
llévame al tesoro -dijo Daud, para que yo pueda acabar con mis dudas
y miedos intolerables.
El
derviche vendó los ojos de Daud y le hizo cabalgar días y noches,
vestido como un ciego, sobre un burro escuálido. Desmon-taron y
caminaron por una grieta en una montaña y, cuando se le quitó la
venda de los ojos, Daud vio que estaba en la casa del tesoro, donde
había incalculables cantidades de increíbles gemas preciosas de
gran variedad, que brillaban en estantes adosados a las paredes de
piedra.
-¿Puede
ser éste el tesoro de mis antepasados? Nunca he oído hablar de algo
parecido, aun en los tiempos de Harun el Raschid -dijo Daud.
-Puedes
estar seguro de que lo es -dijo el dervichey aún más: ésta es sólo
la caverna que contiene las joyas de donde tú puedes escoger, pero
hay muchas más.
-¿Y
todo es mío?
-Es
tuyo.
-Entonces,
me lo llevaré todo -exclamó Daud, casi fuera de sí, con avaricia
por lo que veía.
-Tomarás
solamente lo que has venido a buscar -dijo el derviche. Estás tan
mal preparado para administrar estas riquezas como lo estuvieron tus
antepasados. Si eso no fuese así, los custodios te habrían
entregado el tesoro íntegro hace siglos.
Daud
escogió el único rubí que igualaba exactamente al de Tawil, y el
derviche le llevó a su casa de la misma manera en que lo había
traído hasta allí. Daud y Zobeida se casaron.
Y
se relata que, de esta forma, los tesoros de la casa se entregan a
los debidos herederos cuando tienen verdadera necesidad de ellos.
Hoy
día no todos los custodios son siempre derviches con mantos de
parches. A veces, parecen ser los hombres más comunes.
Pero
no entregarán los tesoros, excepto cuando haya una verdadera
necesidad.
0.187.1
anonimo (asia) - 065
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