El
emperador Mahmud El-Ghazna paseaba un día con el sabio Ahmad
Mussain. Ahmad gozaba de la reputación de ser capaz de leer el
pensamiento ajeno, y el emperador había tratado de que el sabio
hiciese ante él una demostración de su capacidad
Ahmad
había rehusado complacerle y Mahmud había decidido recurrir a un
ardid para que el sabio, sin darse cuenta, ejercitase en su presencia
sus extraordinarias dotes de clarividencia.
-Ahmad
-le dijo.
-¿Qué
señor?
-¿Quién
piensas que es ese hombre que está cerca de nosotros?
-Es
un carpintero.
-¿Cómo
se llama?
-Ahmad,
igual que yo.
-Me
pregunto si habrá comido algo recientemente.
-Sí,
algo dulce.
Llamaron
al hombre, el cual confirmó lo que el sabio había dicho.
-Tú
-dijo el emperador- has evitado hacer una demostración de tus dones
en mi presencia. ¿Te has dado cuenta de que yo te he forzado, sin
que lo adviertas, a demostrar tu capacidad, y de que la gente haría
de ti un santo si yo hiciera público el relato que ante mí has
hecho? ¿Cómo es posible que sigas ocultando tu condición de sufí
y pretendas hacerte pasar por un hombre común, como otro
cualquiera?
-Admito
que puedo leer el pensamiento ajeno -aceptó Ahmad, pero la gente
nunca advierte cuándo lo hago. Mi dignidad y amor propio no me
permiten ejercitar ese don con propósitos frívolos, y, por
consiguiente, mi secreto permanece ignorado.
-Pero
¿admites que ahora mismo acabas de usar esos poderes?
-No,
absolutamente, no.
-Entonces,
¿cómo has podido contestar acertadamente mis preguntas?
-Muy
fácilmente, señor. Cuando tú me llamaste por mi nombre, ese hombre
volvió la cabeza, lo cual me indicó que se llamaba como yo. Deduje
que era carpintero, porque en este bosque sólo dirigió su mirada a
los árboles aprovechables. Y sé que acaba de comer algo dulce,
porque le vi espantar las abejas que trataban de posarse en sus
labios. ¡Lógica, señor, no dones ocultos!
0.187.1 anonimo (asia) - 065
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