Había
una vez, no hace mucho tiempo, un reino cuyos habitantes eran gente
excesivamente próspera. Habían hecho todo tipo de descubrimientos
acerca del crecimiento de las plantas, la cosecha y conservación de
frutos, la manufactura de objetos para vender a otros países, y
muchas otras artes prácticas.
Su
soberano poseía una sabiduría poco común. Fomentaba el logro de
nuevos descubrimientos y todo género de actividades, pues sabía las
ventajas que éstas aportaban a sus súbditos.
Tenía
un hijo llamado Hoshyar, experto en el uso de extraños aparatos, y
otro llamado Tambal, soñador, que parecía estar interesado sólo en
algunas cosas que los habitantes juzgaban de poco valor.
De
tanto en tanto, el Rey Mumkin, pues así se llamaba el soberano,
hacía difundir pregones que decían: «Todos aquellos que posean
invenciones notables y artefactos útiles, llévenlos a palacio,
donde serán examinados y tomados en cuenta para que sus inventores
sean debidamente recom-pensados».
Resultó
que en ese país había dos hombres -un herrero y un carpintero- que
eran grandes rivales en la mayoría de las cosas, aunque tenían una
en común: a ambos les gustaba construir extraños artefactos.
Al
oír un día la proclama, uno y otro aceptaron competir por un
premio, de manera que su soberano decidiera, de una vez por todas,
quién de los dos tenía mayor mérito, seguros de que esta decisión
sería aceptada pública y unánimemente.
Con
el objeto de lograrlo para sí, el herrero trabajó día y noche en
la construcción de una poderosa máquina, empleando a una multitud
de talentosos especialistas, y rodeó su taller con altos muros, de
manera que sus inventos y métodos permanecieran secretos.
Al
mismo tiempo, el carpintero tomó sus sencillas herramientas y se
dirigió al bosque, donde, después de una larga y solitaria
meditación, preparó su obra de arte.
Las
noticias sobre esta rivalidad se esparcieron. La gente pensaba que el
herrero vencería fácilmente, pues sus ingeniosos trabajos habían
sido vistos anteriormente y, aunque en general los productos del
carpintero eran admirados, su uso se consideraba ocasional y de poca
utilidad.
Cuando
ambos estuvieron listos, el rey los recibió en la corte.
El
herrero había fabricado un enorme pez metálico que, según decía,
podía nadar tanto por la superficie como sumergido en el agua. Podía
horadar la tierra y hasta podía volar lentamente a gran altura.
Al
principio, la corte dudaba de que tal maravilla pudiese haber sido
construida, pero cuando el herrero y sus asistentes hicieron una
demostración, el rey quedó maravillado y proclamó al herrero uno
de los hombres más dignos de consideración de la comarca, lo elevó
a un rango especial y le honró con el título de «Benefactor de la
Comunidad».
El
príncipe Hoshyar fue puesto a cargo de la fabricación de los
maravillosos peces, y los beneficios de este nuevo invento estuvieron
al alcance de toda la humanidad.
Todos
alababan al herrero y a Hoshyar, como también al benigno y sagaz
monarca, a quien tanto amaban.
A
merced de aquel entusiasmo, todos olvidaron al modesto carpintero,
hasta que un día alguien preguntó:
-Pero
¿qué ha sucedido con la competencia? ¿Dónde está lo presentado
por el carpintero? Todos sabemos que se trata de un hombre ingenioso.
Quizás haya fabricado algo útil.
-¿Cómo
podría hacer algo tan útil como los Peces Maravillosos? -preguntó
Hoshyar.
Muchos
de los cortesanos y pobladores coincidieron con él.
Mas
llegó un día en que el rey se halló muy aburrido. Se había
acostumbrado a los extraordinarios peces; y los informes de las
maravillas que tan a menudo solían ejecutar perdieron el interés de
la novedad.
Dijo,
entonces, el rey:
-Llamen
al carpintero. Me complacería ver ahora lo que él ha hecho.
El
humilde carpintero entró en la sala del trono llevando un paquete,
envuelto en una tela ordinaria. Al aproximársele toda la corte para
ver qué tenía, quitó al paquete su envoltura y mostró un caballo
de madera. Estaba finamente tallado, y con un intrincado diseño
cincelado en su cuerpo. También estaba decorado con pinturas de
colores.
-¡Pero
esto es sólo un simple juguete! -estalló el rey.
-Padre
-dijo el príncipe Tambal, preguntemos al hombre para qué sirve...
-Muy
bien -dijo el rey.
¿Para qué sirve?
-Majestad
-balbuceó el carpintero, es un caballo mágico. No impresiona a la
vista, pero tiene algo así como sus propios sentidos internos. A
diferencia del pez, que debe ser guiado, esta caballo puede
interpretar los deseos de su jinete, y llevarlo a donde necesite ir
por lejos que sea.
-Semejante
estupidez sólo es adecuada para Tambal -murmuró el primer ministro
que se hallaba junto al rey. No puede tener ninguna ventaja real si
se lo compara con el Pez Maravilloso.
El
carpintero, triste y acongojado, se preparaba para partir, cuando
Tambal dijo:
-Padre,
deja que me quede con el caballo de madera.
-Muy
bien -dijo el rey.
Dádselo. Llevaos al carpintero y atadlo a algún árbol para que se
dé cuenta de que nuestro tiempo es valioso y no tiene derecho a
hacérnoslo perder con niñerías. Dejadlo que contemple la
prosperidad que el Pez Maravilloso nos ha traído, y quizá, después
de algún tiempo, lo dejemos libre para que, habiendo meditado a
conciencia, practique lo que haya aprendido y sea de verdadera
utilidad.
El
carpintero fue conducido a su destino y el príncipe Tambal se retiró
de la corte llevándose consigo el caballo mágico a sus
habita-ciones. Alli descubrió que tenía varias llaves diminutas,
astutamente disimuladas en los diseños labrados.
Cuando
estas llaves eran giradas en cierta forma, el caballo, junto con
quienquiera que estuviese montado sobre él, se alzaba en el aire y
volaba velozmente al sitio deseado mentalmente por la persona que
giraba las llaves.
De
esta manera, día tras día, Tambal voló a lugares que nunca había
visto antes, y llegó a conocer gran cantidad de cosas. Llevaba al
caballo con él dondequiera que fuese.
Un
día se encontró con Hoshyar, quien le reprochó su frivolidad
diciendo:
-Llevar
un caballo de madera es una ocupación adecuada para un ser como tú.
En cuanto a mí, trabajo solamente para el bien de todos siguiendo el
deseo de mi corazón.
Tambal
pensó: «Desearía saber cuál es el bien de todos, y cuál el deseo
de mi corazón».
Cuando
regresó a su habitación, se sentó sobre el caballo y pensó. «Me
gustaría encontrar el deseo de mi corazón», y después giró
algunas de las perillas en el cuello del caballo.
Más
veloz que la luz, el caballo se alzó por los aires y llevó al
príncipe a un reino lejano regido por un rey mago. Llegar a ese
reino, utilizando medios de transporte comunes, le hubiese llevado
mil días.
El
rey, cuyo nombre era Kahana, tenía una bella hija llamada Perla
Preciosa, Durri-Karima. Para protegerla, la había encerrado en un
palacio que giraba en el cielo, mucho más alto de lo que podría
alcanzar cualquier mortal.
Al
acercarse a la tierra mágica, Tambal vio el reluciente palacio en
los cielos, y decidió visitarlo.
La
princesa y el joven jinete se conocieron y se enamoraron.
-Mi
padre nunca permitirá que nos casemos -dijo ella, pues ordenó que
sea la esposa del hijo de otro rey mago, que vive al este de nuestra
comarca, cruzando el frío desierto. Ha prometido que cuando yo tenga
edad suficiente, afianzará la unión de ambos reinos con mi
casamiento. Su voluntad nunca ha sido contrariada con éxito por
persona alguna.
-Iré
y trataré de razonar con él -contestó Tambal, mientras montaba
nuevamente su caballo mágico.
Sucedió
que, cuando descendió a la tierra mágica, había tantas cosas
nuevas y apasionantes para ver, que no se apresuró en ir al palacio.
Cuando
finalmente llegó a sus puertas, el tambor de la entrada tocaba
anunciando la ausencia del rey.
-Ha
ido a visitar a su hija al palacio que gira -le dijo un hombre que
pasaba, al preguntarle Tambal cuándo regresaría el rey- y cuando la
visita suele pasar varias horas con ella.
Se
retiró Tambal a un lugar apartado y deseó que el caballo lo llevase
a los aposentos del rey. «Me acercaré a él en su propia casa,
pensó, pues si voy a buscarle al palacio girador sin su permiso
podría enojarse.»
Una
vez en los aposentos reales, se escondió tras unas cortinas y se
puso a dormir.
Mientras
tanto, incapaz de guardar su secreto, la princesa Perla Preciosa le
confesó a su padre que había sido visitada por un hombre montado en
un caballo volador que le había propuesto matrimonio. Hakana se puso
furioso.
Colocó
centinelas alrededor del palacio girador y volvió a sus aposentos a
meditar nuevamente sobre los hechos, tal cual habían sucedido. Tan
pronto entró en su dormitorio, uno de los mudos sirvientes que lo
custodiaban señaló el caballo de madera, que se hallaba en un
rincón.
-¡Ajá!
-exclamó el rey mago-. Ahora lo tengo en mis manos. Observemos su
caballo y veamos cómo es.
Mientras
el rey y sus sirvientes examinaban el caballo, el príncipe logró
escabullirse y esconderse en otro lugar del palacio.
Después
de mover las llaves, dar unas palmadas al caballo y tratar de
entender su funcionamiento, el rey se mostró muy confuso.
-Llévense
el caballo. No tiene ya virtud alguna, aunque la haya tenido alguna
vez -dijo. Es sólo una tontería, apropiada para los niños.
El
caballo fue guardado en un almacén.
El
rey Kahana pensó que debía hacer sin pérdida de tiempo los
arreglos para el matrimonio de su hija, en previsión de que el
fugitivo tuviese otros poderes o inventos para ganarla. De modo que
la trajo a su propio palacio y dirigió un mensaje al otro rey mago,
rogándole que enviase al príncipe que iba a desposarla, para pedir
la mano de la princesa.
Mientras
tanto, el príncipe Tambal, que había escapado del palacio de noche
cuando algunos guardias dormían, decidió volver a su propio país.
La búsqueda del deseo de su corazón parecía ahora casi imposible.
-Aunque
me lleve el resto de mi vida -se dijo, volveré aquí con tropas para
adueñarme de este reino por la fuerza. Sólo podré lograrlo si
consigo convencer a mi padre de que necesito su ayuda para obtener el
deseo de mi corazón.
Diciendo
esto, partió. Nunca hubo un hombre peor equipado que él para
semejante travesía: era extranjero, viajaba a pie, sin provisiones,
en medio de un implacable calor diurno y noches heladas, sufriendo el
embate de terribles tormentas de arena.
No
pasó mucho tiempo sin que se perdiera irremediablemente en el
desierto.
En
esa situación, en su delirio, Tambal comenzó a culparse a sí
mismo, a su padre, al rey mago, al carpintero e incluso a la princesa
y al caballo mágico.
Fue
víctima de espejismos: creyó ver agua unas veces; otras, hermosas
ciudades. En ciertos momentos se sentía lleno de júbilo, en otros
incompara-blemente triste. Hubo ocasiones en las que creyó que tenía
compañeros en sus dificultades, pero, al despabilarse, se encontraba
total-mente solo.
Le
parecía haber viajado durante una eternidad.
De
pronto, vio enfrente de él un jardín lleno de frutas deliciosas,
centelleantes, que parecían invitarlo a comerlas.
Al
principio, Tambal no les dio mucha importancia por si era una
alucinación, pero después, al caminar, vio que realmente estaba
atravesando un jardín. Juntó algunas frutas y las probó con
precaución. Eran deliciosas. Le hicieron perder su temor, así como
su hambre y su sed. Cuando se sintió satisfecho, se acostó a la
sombra de un árbol enorme y hospitalario, y se durmió.
Al
despertar se sentía bastante bien, aunque notaba - algo raro. Corrió
hacia una laguna cercana, se miró en ella como en un espejo, y se
horrorizó al hallar ante sí una horrible visión: tenía una larga
barba, cuernos retorcidos y orejas enormes. Miró sus manos y estaban
cubiertas de pelo.
¿Era
una pesadilla? Trató de despertarse a fuerza de pellizcos y
bofetadas sin resultado alguno. Ya casi sin sentido, fuera de sí de
miedo y horror, histérico y agobiado de llorar, se arrojó al suelo.
«Viva
o muera -pensó- estos frutos malditos me han arruinado
definitivamente. Aunque tuviera el mayor ejército de todos los
tiempos, la conquista de nada me serviría porque nadie se casará
conmigo ahora, y menos aún la princesa Perla Preciosa. No puedo
imaginar bestia alguna que no se aterrorice al verme, y ninguna mujer
se mostrará dispuesta a convertirse en el deseo de mi corazón.»
Perdió
el conocimiento, y al volver en sí ya había oscurecido. Una luz se
acercaba a través del bosquecillo de árboles silenciosos. Miedo y
esperanza se debatieron en él. A medida que se aproximaba la luz,
pudo precisar en qué consistía. Vio que provenía de una lámpara
en forma de estrella brillante, llevada por un hombre barbudo, que
caminaba al amparo de la luz que la lámpara proyectaba a su
alrededor.
El
hombre advirtió su presencia y le dijo:
-Hijo
mío, has sido víctima de las influencias de este lugar. De no haber
pasado yo por aquí habrías permanecido como una bestia más de este
jardín encantado, pues hay muchos como tú. Pero yo te puedo ayudar.
Tambal
se preguntaba si este hombre era un monstruo disfrazado o quizá el
dueño mismo de los árboles malignos.
Pero
cuando recuperó el sentido, se dio cuenta de que no tenía nada que
perder.
-Ayúdame,
padre -le dijo al sabio.
-Si
realmente quieres el deseo de tu corazón -dijo el hombre- sólo
tienes que fijar este deseo firmemente en tu pensamiento y olvidar el
fruto. Luego tienes que comer, no los frutos frescos y deliciosos,
sino algunos de los frutos secos que se hallan al pie de estos
árboles. Cómelos y sigue tu destino.
Dicho
esto se alejó.
Mientras
la luz del sabio se perdía en la oscuridad, Tambal vio que salía la
luna, y a su resplandor pudo ver que había realmente abundantes
frutas secas al pie de cada árbol.
Juntó
algunas y las comió tan pronto como pudo. Poco a poco, observó cómo
el pelaje desaparecía de sus manos y brazos; los cuernos, primero se
encogieron y finalmente desaparecieron; la barba se desprendió.
Había vuelto a ser él mismo.
Para
entonces, ya asomaban las primeras luces del día y, al alba, oyó el
tintineo de las campanillas de unos camellos.
Un
cortejo atravesaba el bosque encantado. Era, sin duda, la caravana de
algún personaje importante, en una larga travesía.
Mientras
Tambal se encontraba allí, absorto e inmóvil, dos escoltas se
separaron del brillante cortejo y galoparon hacia él.
-En
nombre del príncipe, nuestro señor, exigimos algunos de vuestros
frutos. Su Alteza Celestial está sediento y nos ha indicado su deseo
de comer de estos extraños damascos -dijo un oficial.
Tambal
aún permanecía inmóvil a causa de su estupor, tras sus recientes
experiencias.
Entonces,
el príncipe bajó de su palanquín y le dijo:
-Yo
soy Jadugarzada, hijo del rey mago del Este. Aquí tienes una bolsa
con monedas de oro, idiota. Comeré algunos de tus frutos, ya que
tengo ese deseo. Voy de prisa, y no puedo perder tiempo, pues tengo
que solicitar la mano de mi prometida, Perla Preciosa, hija de
Kahana, rey mago del Oeste.
Al
oír estas palabras, el corazón de Tambal se encogió. Pero
comprendiendo que éste debía ser su destino, que el sabio le dijo
que siguiera, ofreció al príncipe toda la fruta que pudiese comer.
Una
vez satisfecho, el príncipe empezó a adormecerse, y comen-zaron a
crecerle cuernos, pelaje y orejas enormes. Los soldados lo
sacudieron, y el príncipe actuó de una manera extraña. Él
pretendía ser normal y que ellos eran deformes.
Los
consejeros que acompañaban al cortejo contuvieron al príncipe y
mantuvieron un apresurado debate con Tambal.
Pretendía
éste convencerlos de que nada habría ocurrido si el príncipe no se
hubiera dormido.
Finalmente,
decidieron poner a Tambal en el palanquín para que desempeñase el
papel del príncipe, por miedo a la venganza del rey mago del Oeste.
Jadugarzada,
disfrazado como sirvienta con un velo sobre el rostro, fue atado a un
caballo.
Quizá
recobre finalmente su juicio -dijeron los consejeros, y en todo caso,
sigue siendo nuestro príncipe.
Tambal
se casará con la chica y, después, tan pronto como sea posible, los
llevaremos a todos de vuelta a nuestro país, para que nuestro rey
resuelva el problema.
Tambal,
en espera del momento oportuno, siguió su destino, y aceptó su
papel en la farsa.
Cuando
el cortejo llegó a la capital del Oeste, el rey en persona salió a
recibirlo. Tambal fue presentado como su novio a la princesa que se
desmayó por la sorpresa, pero Tambal logró susurrarle rápidamente
al oído lo que había sucedido. Y fueron debidamente casados, en
medio de solemnes ceremonias y grandes fiestas.
Mientras
tanto, el infortunado príncipe había recobrado a medias su juicio,
mas no su forma humana, y su escolta lo mantenía escondido.
Tan
pronto como los festejos llegaron a su fin, el jefe del cortejo del
Príncipe (que había estado vigilando muy de cerca a Tambal y a la
princesa) se presentó a la corte. Dijo:
-Oh,
justo y glorioso monarca, fuente de sabiduría: ha llegado el
momento, de acuerdo a las declaraciones de nuestros astrólogos y
adivinos, para conducir a la pareja a nuestra tierra, de manera que
puedan establecerse en su nuevo hogar en las más felices
circunstancias y bajo influencias propicias.
La
princesa miró alarmada a Tambal, pues sabía que Jadugarzada la
reclamaría tan pronto estuviesen en camino, terminando también con
Tambal.
Tambal,
entonces, susurró:
-No
temas. Debemos actuar lo mejor que podamos, siguiendo nuestro
destino. Acepta ir, poniendo como condición que no viajarás sin el
caballo de madera.
Al
principio, el rey mago se sintió molesto por este capricho de su
hija. Comprendió que quería el caballo porque estaba relacionado
con su primer pretendiente.
Pero
el jefe de los ministros del suplantado príncipe dijo:
-Majestad,
no veo que este capricho por un juguete, tal como lo tendría
cualquier niña, pueda tener malas consecuencias. Espero que le
permita tener su juguete, de forma que podamos ponernos en marcha.
El
rey mago aceptó, y pronto el cortejo se halló en camino, rodeado de
esplendor. Tan pronto las escoltas del rey se hubieron retirado, y
antes del alto de la primera noche, el horrible Jadugarzada se quitó
el velo y le gritó a Tambal:
-¡Miserable
autor de mis desgracias! Te ataré de pies y manos y te llevaré
cautivo a nuestra tierra. Si cuando lleguemos allá no me dices cómo
quitarme este hechizo, te haré desollar vivo, pulgada a pulgada.
Ahora, entrégame a la princesa Perla Preciosa.
Tambal
corrió hacia la princesa y, ante el asombrado cortejo, se elevó
hacia las alturas montado en su caballo de madera, llevando consigo a
Perla Preciosa.
En
cuestión de minutos, la pareja llegó al palacio del rey Mumkin.
Relataron todo cuanto les había sucedido, y el rey se mostró
satisfecho por la dicha de verlos sanos y salvos.
Dio
inmediatamente órdenes para que el desventurado carpintero fuese
dejado en libertad, recompensado y aclamado por toda la población.
Cuando
el rey se reunió con sus antepasados, la Rrincesa Perla Preciosa y
el príncipe Tambal lo sucedieron en el trono.
El
Príncipe Hoshyar también quedó complacido, ya que seguía
fascinado con el Pez Maravilloso. Solía decirles:
-Estoy
feliz por vosotros, pero para mí nada es más satisfactorio que
dedicarme al Pez Maravilloso.
Y
esta historia es el origen de un extraño dicho entre las gentes de
estas tierras, aunque sus orígenes han sido ya olvidados, que dice
así:
Aquellos
que desean peces, pueden lograr mucho por medio de los peces, y
aquellos que no conocen el deseo de su corazón deberán escuchar
primero la historia del caballo de madera.
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anonimo (asia) - 065
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