Una
noche, un ladrón que pretendía robar a una anciana se deslizó
hasta la ventana abierta de su cuarto y escuchó. Estaba acostada en
su cama y hablaba, con gran emoción, de manera muy extraña:
-¡Ahh...
el Dib-Dib, el horrible Dib-Dib!, ¡este abominable Dib-Dib acabará
conmigo!
El
ladrón pensó: «Esta desdichada mujer sufre de una terrible
enfemedad... ¡El maligno Dib-Dib del cual ni siquiera había oído
hablar antes!»
Como
los lamentos aumentaban de volumen, empezó a decirse a sí mismo:
«¿Me
habré contagiado yo también? Después de todo, casi sentí su
aliento al asomarme por su ventana...»
Cuanto
más pensaba en ello, más aumentaba su temor de haber contraído el
maligno Dib-Dib. Al poco rato, le temblaba todo el cuerpo y logró, a
duras penas, llegar tambaleante hasta su casa y entre quejas y
lamentos dijo a su mujer:
-El
siniestro Dib-Dib, no hay duda de que he caído en las garras del
fatal Dib-Dib...
Su
esposa le acostó inmediatamente con grandes temores. ¿Qué horrible
cosa había atacado a su esposo? Imaginó al principio que algún
animal salvaje, llamado el Dib-Dib, lo había herido. Pero a medida
que hablaba con mayor incoherencia, y no veía marca alguna en su
cuerpo, la mujer comenzó a temer que fuera una causa sobrenatural.
La
persona más capacitada que conocía para pedirle consejo era, por
supuesto, el santurrón local, algo parecido a un sacerdote, versado
en la Ley y conocido como el sabio Faqih.
Entonces
se dirigió inmediatamente a la casa del sabio y le rogó que fuera a
ver a su esposo. El Faqih, pensando que ciertamente ésa podría ser
la oportunidad para aplicar su santidad especial, se apresuró a
visitar al ladrón.
Cuando
éste vio al hombre de fe junto a su cama, pensó que su fin llegaría
más aprisa de lo que había temido. Y, juntando todas sus fuerzas,
murmuró:
-La
vieja del extremo de la calle tiene el maldito Dib-Dib y me lo ha
contagiado. Ayúdame, si puedes, reverendo Faqih.
-Hijo
mío -dijo el Faqih, aunque también estaba perplejo, piensa en el
arrepentimiento y pide misericordia, pues quizá sean pocas las horas
que te quedan.
Dejó
al ladrón y se encaminó hacia la cabaña de la anciana. Atisbando
por la ventana, oyó claramente que, mientras se retorcía y
temblaba, decía con voz lastimera:
-Inmundo
Dib-Dib, me estás matando... Detente, detente, maldito Dib-Dib, me
estás chupando la vida misma.
Y
continuó por algún tiempo hablando de esta manera. Ocasionalmente,
sollozaba y, a veces, permanecía en silencio. Faqih empezó a sentir
como si un siniestro viento helado le atravesara. Comenzó a temblar
y sus manos se asieron al marco de la ventana, haciéndolo sonar como
un castañeteo de dientes.
Al
oír el ruido, la vieja saltó de la cama y tomó las manos de Faqih,
que ya estaba aterrorizado.
-¿Qué
haces tú, hombre respetable y sabio, a estas horas de la noche,
mirando por las ventanas de la gente decente? -le gritó.
-Buena
pero infeliz mujer -balbuceó el erudito, te escuché hablar del
terrible Dib-Dib y ahora temo que se haya apoderado de mi corazón,
como lo ha hecho con el tuyo, y que esté física y espiritual-mente
perdido...
-¡Increíble
tonto! -gritó la vieja-. Pensar que durante todos estos años te he
considerado un hombre sabio e instruido. Oyes que alguien dice
Dib-Dib e imaginas que te ha de matar. Mira hacia aquel rincón y
observa lo que es en verdad el terrible Dib-Dib.
Y
señaló un grifo que goteaba. Faqih, repentinamente, advirtió que
producía el sonido dib-dib-dib...
Pero
los teólogos pueden recomponerse con facilidad. En un instante se
sintió maravillosamente restablecido por la desaparición de sus
temores, y corrió a la casa del ladrón, porque tenía trabajo que
hacer.
-Vete
de aquí -gruñó el ladrón,
porque me abandonaste cuando te necesité y la vista de un rostro tan
deprimente me ofrece pocas esperanzas sobre mi estado futuro.
El
anciano le interrumpió:
-¡Desgraciado,
infeliz! ¿Crees que un hombre de mi piedad y erudición dejaría sin
resolver un problema como éste? Por lo tanto, presta gran atención
a mis palabras y a mis actos y te enseñaré cómo he trabajado sin
descanso de acuerdo con mi mandato celestial, por tu seguridad y
mejoría.
La
palabra «mejoría» inmediatamente despertó la atención tanto del
ladrón como de su esposa sobre la imponente dignidad del pretendido
sabio.
Tomó
un poco de agua en sus manos y pronunció ciertas palabras. Entonces
hizo prometer al ladrón que nunca más robaría. Finalmente, lo
roció con el agua así preparada, haciendo grandes gestos y
pronunciando largas palabras, y terminó:
-Aléjate,
sucio e infernal Dib-Dib por donde viniste, y nunca regreses a
molestar a este desdichado.
El
ladrón se sentó en el lecho, ya curado.
Desde
ese día, el ladrón nunca más robó. Tampoco le ha contado nada a
nadie acerca de la cura milagrosa porque, a pesar de todo, aún no
simpatiza mucho con el sabio y sus ideas. Y la vieja, normalmente
chismosa, no ha corrido la voz acerca de la estultez de Faqih. Planea
eventualmente aprovecharse de ello: alguna ocasión se presentará en
la que pueda usarlo, quizá.
Por
supuesto, Faqih... bueno, Faqih no desea que trasciendan los detalles
y tampoco habla sobre esta historia.
Pero,
como es común entre los hombres, cada uno de los prota-gonistas ha
contado su versión en estricta confidencia, por supuesto, a otra
persona. Por eso has podido conocer la historia completa de la mujer,
el ladrón, el sacerdote y el terrible Dib-Dib.
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anonimo (asia) - 065
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