Wang Cheu-Siou habitaba, en compañía de su padre, a la
orilla del lago Toungt'ing. Ambos eran en extremo vigorosos, capaces de levantar,
con sus brazos, un mortero de piedra y muy hábiles en el juego del balón. Y nadie
como ellos era capaz de lanzarlo a tanta distancia de un vigoroso puntapié.
Wang Cheu-Siou tuvo la desgracia de perder a su
padre, cuando aun estaba en la época más vigorosa de su vida. En cierta
ocasión vióse precisado a ir a la provincia de Hounan, al sur del lago, y se
ahogó al atravesar otro lago inmediato llamado Ts'ien-t’ang.
Ocho años habían transcurrido después del accidente,
cuando Wang Cheu-Siou tuvo, a su vez, precisión de dirigirse a la provincia de
Hou-nan. Se embarcó e hizo la travesía del lago Toungt-ing. Era la noche muy
hermosa y Wang, en vez de acostarse, prefirió quedarse en el puente de su
embarcación. Se levantó la luna por el cielo oriental y las olas resplandecían
a su luz, como si fuesen de seda.
A fuerza de mirar, entornando los párpados para ver
mejor, Wang acabó por descubrir a lo lejos, en la estela luminosa que dejaba
el barco, cinco siluetas humanas que surgían del agua. Aquella visión
extraordinaria se precisó. Los hombres tiraban entonces de un gran tapiz, que
extendieron sobre la superficie del agua. Y era tan grande, que cubría casi
media hectárea. Instalá-ronse allí y,en el acto, les sirvieron una colación. A
los oídos de Wang llegaba perfectamente el ruido de los platos y de las copas,
aunque tales sonidos eran más graves y fuertes que los de nuestros utensilios
de la Tierra.
Sobre el tapiz estaban sentados tres de aquellos
personajes y los otros dos, en pie ya su lado, se ocupaban en servirlos. Entre
los tres primeros, uno iba vestido de amarillo y los otros dos de blanco, pero
todos se cubrían las cabezas con unos gorros negros. Estaban sentados de
espaldas uno con otro y en actitudes majestuosas. A la confusa claridad de la
noche, Wang no podía distinguir a los dos servidores, pero observó que ambos
vestían trajes de tela negra, bastante ordinaria. Y, a lo que parecía, uno era
muy joven y el otro ya de alguna edad.
De repente, en la inmensa tranquilidad de aquella
noche y de las aguas, llegó una voz hasta el oído de Wang. Y, fijándose en un
ligero movimiento, creyó reconocer que había hablado el individuo vestido de
amarillo, diciendo:
-¡Qué agradable resulta beber los tres juntos en un
claro de luna tan bello como éste!
A eso contestó uno de sus vecinos
-En efecto, en este ambiente se cree ver al Rey del Mar
del Sur que da una fiesta en el promontorio de los Perales en Flor.
Entonces los tres personajes se divirtieron haciendo
flotar sus vasos en el agua, pero bajaron el tono de sus voces y ya no fué
posible distinguir sus palabras. Alrededor de Wang los marineros, que también
habían observado aquella extraña aparicion, estaban pasmados y sin atreverse a
hacer el más leve movimiento y casi sin respirar. Wang concentraba su atención
en los servidores. Al de mayor edad le encontraba un extraño parecido con su padre,
pero notó que no tenía la voz de éste.
Iban a dar las doce de la noche. Entonces se
elevó una voz y pudieron oírse estas palabras:
-Aprovechemos la claridad de la luna para jugar una
partida de balón.
El criado joven se sumergió en las aguas del lago y,
un instante después, reapareció llevando entre sus manos un balón que parecía
ser de mercurio y extrañamente luminoso. Los tres personajes se pusieron en
pie y el que iba vestido de amarillo invitó al criado de más edad a que tomase
parte en el juego.
No se hizo de rogar el servidor y del primer puntapié
lanzó el balón a muchas toesas de distancia. El brillo de aquel balón deslumbraba
por su intensidad, pero no pudo recogerlo, porque, con gran ruido, fue a caer
en el puente de la embarcación.
Wang no pudo contener su instinto de jugador. En un
instante se puso en pie y, a su vez, con toda su fuerza, dio un vigoroso puntapié
al balón. Sintió que era extremadamente ligero y, por un instante, tuvo el
temor de haberlo estropeado, pero el balón subía rápida-mente, como proyectil
luminoso y adornado de todos los reflejos del arco iris. Por fin, como estrella
fugaz, fue a caer al agua que se lo tragó, cubriéndolo de espuma.
Aquellos tres extraños personajes parecían estar
furiosos y se les oyó gritar:
-¿Quién es ese hombre vivo que se permite entorpecer
nuestro juego?
El viejo servidor se esforzaba en apaciguarlos.
-No os enojéis. Ha sido mi hijo; es muy travieso.
Pero su intervención sólo consiguió enfurecer más aún
a uno de los que iban vestidos de blanco.
-¿Y eso te divierte, viejo insolente? Sal
inmediatamente en compañía del negrito a buscar al culpable, porque, de lo
contrario, lo vas a sentir.
Wang no tenía ningún medio de librarse, pero, sin
embargo, no sentía ningún miedo. Cuchillo en mano se puso en guardia, en pie, y
de modo que le viesen perfectamente sus enemigos.
Éstos, y como si cabalgaran en un rayo de luz,
saltaron hacia el barco, blandiendo unos sables y entonces Wang pudo reconocer
muy bien a su padre. Y lo llamó:
-Padre, ¡te habla tu hijo!
Miráronse desesperados, ante la gravedadde la
situación, y, mientras tanto, el criadito negro se marchó.
-Escóndete cuanto antes -le dijo el viejo-, pues,
de lo contrario, estamos perdidos.
Apenas acababa de decir eso, cuando los tres personajes
se dispusieron a encaramarse a bordo. Sus rostros tenían el tono negro de la
laca y sus pupilas eran mucho mayores que las de los mortales. De un empellón
apartaron al viejo para arrojarse sobre Wang. Se empeñó, allí, una lucha
terrible, de tal manera que el barco se estremecía y muchas jarcias resultaron
rotas. Por fin, Wang, de una violenta cuchillada, pudo cortar un brazo del
personaje vestido de amarillo; el cual cayó al agua y desapareció. Pero todavía
quedaban los dos individuos vestidos de blanco. Y cuando uno de ellos reanudó
el ataque, el joven le hendió el cráneo de una cuchillada y luego lo arrojó al
agua. El superviviente se apresuró a emprender la fuga.
Los marineros que hacían aquella noche la travesía del
lago Toung-t'ing descubrieron entonces, a lo lejos, un gaznate inmenso, profundo
como un pozo, que surgía de las aguas. En todas direcciones corrían ruidosas
las olas hacia aquel lugar y, de pronto, apareció una tromba que se elevó hasta
el estrellado cielo. Las embarcaciones viéronse sacudidas como granos en un
tamiz. La ocupada por Wang parecía ser la más amenazada. En calidad de lastre
llevaba dos enormes muelas de piedra, cada una de las cuales pesaba, por lo
menos, un centenar de libras. Wang agarró una de ellas y, con inmensa fuerza,
la arrojó por encima de la
borda. Cayó con ruido semejante al trueno y, a partir de
aquel momento, se apaciguaron un tanto las olas. El joven se apresuró a cortar
el ancla y casi en seguida amainó la tempestad. Su padre permanecía a su lado, pero
Wang no se resolvía a acercarse, por miedo de que fuese un fantasma. Pero él
adivinó ese temor y se apresuró a tranquilizar a su hijo.
-No -le dijo-, no estoy muerto. De los diecinueve
hombres que se hundieron aquel día en el lago, todos, menos yo, fueron devorados
por los demonios de las aguas. Y pude salvarme, gracias a mi habilidad en el
juego del balón.
Padre e hijo empuñaron los remos y, de acuerdo con la
tripulación, alejaron a toda prisa el barco de aquel lugar peligroso.
Al amanecer descubrieron, en el puente, la enorme
aleta de un tiburón, que medía cinco pies de longitud. Era el brazo cortado al
personaje que llevaba un traje amarillo.
005. Anonimo (china),
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