El
príncipe de Yen-ngan ostentaba el cargo de general y además era gobernador de
tres distritos militares. Cierto día en que el príncipe regresaba junto con
toda su familia de un paseo por el campo, cuando el brillante cortejo de
palanquines cruzaba el puente de Kiu-Kia, oyó que un hombre gritaba:
-¡Corre,
hija, ven, que verás pasar el príncipe!
El
gobernador al oír aquella voz, como si se sintiera movido por un resorte, dijo
a su mayordomo:
-Tráeme
a esa persona a quien llamaban. Quiero que entre a formar parte del personal
de mi palacio.
El
mayordomo no se hizo repetir dos veces la orden. Bajó rápidamente hacia el
muelle y poco tardó en encontrar una pequeña tienda en la que había un letrerito
colgado, que indicaba que en aquel comercio, llamado Casa Kiu, se dedicaban a
vender marcos antiguos y modernos para cuadros o caligrafías. El mayordomo de
palacio echó una mirada al interior de la tiendecita y vio que dentro había una
joven sentada junto al viejo Kiu; el dignatario se dijo que nunca había visto
a una muchacha de belleza más delicada que aquélla. Una negra y vaporosa
cabellera se extendía sobre sus hombros, sus cejas eran suavemente arqueadas y
su boca, de un rojo encendido al abrirse, dejaba entrever unos dientes más blancos
que la nieve cuando se posa sobre las montañas.
El
mayordomo no necesitaba ver más; muy satisfecho se dirigió hacia un pabellón de
té e inmediatamente ordenó a la sirvienta que le había preparado la infusión
que fuera a avisar al viejo Kiu, pues deseaba hablarle con toda la urgencia
posible.
El
anciano acudió presuroso a la llamada de aquel gran señor. Tímidamente se
sentó frente a él, tras haber hecho las reverencias de rigor. Fue el mayordomo
quien empezó la conversación:
-Honorable
Kiu, siento un poco de curiosidad -le dijo para empezar-, ¿quisiera saber si
aquella linda muchacha a la que llamaste cuando pasaba el príncipe era tu
hija?
-Ciertamente,
respetable señor, es mi única hija. Mi familia es muy reducida; sólo somos
tres personas: mi mujer, mi hija y yo.
-Verdaderamente,
no sois muchos, y dime, ¿has pensado casarla?
-¡Oh no,
señor! Mucho me gustaría, pero somos pobres y no podemos darle ninguna dote.
-¿Entonces
seguramente habrás pensado colocarla en casa de algún poderoso señor, supongo?
Si así fuera yo podría hacerla entrar en casa de mi señor, el príncipe de
Yen-ngan. Siempre que tu hija sepa bien algún oficio, por supuesto.
-Sabe un
oficio, honorable señor. Mi hija es bordadora y os aseguro que no me ciega el
cariño al decir que hace trabajos muy finos.
-Me
alegro mucho. Siendo así no habrá dificultades. Sé que precisamente en palacio
necesitan una bordadora. Se le hará un contrato y entrara a formar parte
inmediatamente del personal de la regia casa.
El
anciano Kiu hizo múltiples reverencias al mayordomo antes de despedirse y le
expresó varias veces su profundo agradecimiento.
Al día
siguiente la muchacha se presentó en palacio. Fue admitida e inmediatamente
se le hizo un contrato. Desde entonces se le dio el nombre de Sieou-Sieou, «la
que borda-borda».
Hacía ya
tiempo que Sieou-Sieou vivía en palacio. Cierto día el príncipe recibió un
espléndido regalo: el celeste emperador se había dignado enviarle unas
magníficas vestiduras bordadas con unos círculos. Todos en palacio se hacían
lenguas de la maravilla de aquel bordado y de la calidad de la seda de aquellas
vestiduras. Sieou-Sieou aseguró muy seria entonces que ella sería capaz de
hacer algo igual, y efectivamente puso manos a la obra y logró hacer una
túnica tan preciosa como la que el emperador había enviado a su servidor y
amigo. El príncipe alabó mucho el arte de Sieou-Sieou, la bordadora, pero como
no podía mandarle él a su vez otra túnica al emperador en devolución de su regalo
decidió hacerle labrar algo en un trozo de jade de extraordinaria pureza.
Tan
pronto como el gobernador hubo decidido con toda seguridad que lo que deseaba
mandar al emperador era aquel trozo de jade, que poseía convenientemente
tallado, hizo venir a palacio a los mejores artesanos de su demarcación para
que le dieran sus respectivos pareceres sobre la mejor manera de aprovechar
aquel maravilloso trozo de jade.
Cuando
los lapidarios estuvieron todos reunidos en la sala del palacio del gobernador
cada uno fue dando su parecer sobre cuál sería la mejor solución para sacar
un buen partido de aquel pedazo tan puro de jade. Uno propuso hacer unas tazas,
otro una diminuta cajita, etc. Le llegó el turno de hablar entonces al más
joven de los lapidarios. El muchacho se llamaba Tsoei-ning y hacía sólo dos
años que estaba al servicio del gobernador. Antes de contestar hizo varias
reverencias y luego dijo muy decidido que de aquel trozo de jade de forma
puntiaguda por arriba y ancha por abajo lo mejor que podría hacerse era una
estatuilla de la Divinidad del Sur, un Boddhisatva.
El
príncipe sonrió complacido:
-Te
felicito, muchacho. Tu idea me parece excelente. También yo había pensado en
ello.
Al día
siguiente, Tsoei-ning se levantó con la aurora y se puso a trabajar con gran
ahínco; sesenta veces tuvo que levantarse con el alba antes de poder ver
terminado su trabajo. Cuando por fin hubo dado los últimos retoques al
Boddhisatva se quedó contemplando la figurita y lanzó un suspiro de satisfacción.
Estaba contento de su obra. Rápidamente se encaminó hacia palacio para
entregársela al príncipe.
-Estoy
muy contento, Tsoei-ning -le dijo el príncipe-; tu figurilla me parece
verdaderamente admirable, creo que será del agrado del emperador. Aprecio en lo
que vale tu habilidad. Puedes retirarte.
Tsoei-ning
hizo las reverencias de ritual y se retiró muy contento. Sabía que su situación
en palacio desde este momento iba a ser francamente buena.
Y así
fue. El lapidario era feliz, era muy bien visto en palacio. El príncipe le
apreciaba mucho y todo su séquito naturalmente se hacía eco de los sentimientos
de su señor. Además, para acabar de colmar la dicha del muchacho, el príncipe,
un día, medio en serio medio en broma, le había prometido darle a Sieou-Sieou
por esposa; a partir de este momento el joven artesano se consideró el hombre
más afortunado de todo el imperio.
Un buen
día Tsoei-ning se encontraba bebiendo alegremente en compañía de unos amigos cuando
de pronto oyeron unos gritos terribles. Extrañados echaron a correr
inmediatamente hacia la puerta y al asomarse a la calle se dieron cuenta de
que se había producido un incendio por la parte del puente de Tsing-Ting.
-¡Es
terrible -murmuraba Tsoei-ning- y lo malo es que este barrio queda muy cerca
del palacio!
Sin ni
siquiera despedirse de sus compañeros el lapidario echó a correr como un loco y
llegó jadeante a palacio; el edificio aparecía envuelto en humo, estaba vacío.
Todos habían huido. Tsoei-ning corriendo atropelladamente se precipitó por uno
de los pasillos y de repente tropezó violentamente con una figura femenina, que
venía en dirección contraria con un envoltorio entre las manos; era
Sieou-Sieou, que apresuradamente se disponía a abandonar el palacio con sus
joyas.
-¡Oh,
honorable Tsoei-ning! ¿Eres tú? Llévame contigo, por favor; no sé a donde ir, todo el mundo se ha marchado ya.
-Tsoei-ning
muy emocionado se lleva a la muchacha consigo y ambos se dirigen hacia el
puente de Che-hoei. La pobre Sieou-Sieou ya no puede dar un paso más y tiene
que detenerse un momento.
-No te
detengas, por favor, Sieou-Sieou. Ya estamos llegando a mi casa. ¿Supongo que
no tendrás ningún inconveniente en entrar en ella para descansar y reponerte
un poco?
-Naturalmente
que no.
Pronto
estuvieron ante la sencilla morada de Tsoei-ning; ambos entraron en la casa y
Tsoei-ning se apresuró a traer buenos y apetitosos manjares a la mesa. Estaban
los dos cansados y hambrientos. Sieou-Sieou al ver entonces que se levantaba
para ir en busca de más comida le dijo:
-Honorable
Tsoei-ning, traed si lo tenéis un poco de vino. Nos vendrá bien para levantar
el ánimo.
Tsoei-ning
se apresuró a satisfacer el deseo de Sieou-Sieou. Ambos empezaron a comer y a
beber alegremente.
Sieou-Sieou,
muy animada, le dijo de repente al lapidario:
-Señor
lapidario, nuestro amo el príncipe prometió hacer de mí vuestra esposa, pero
los días van pasando y nuestra boda no se realiza. Podríamos casarnos ahora,
¿qué os parece?
Tsoei-ning
se llevó tal susto al oírla decir aquello que estuvo a punto de atragantarse.
Luego casi tartamudeando dijo:
-¿Cómo
podría atreverme a tomarte por esposa sin el consenti-miento de nuestro amo?
-Pues
tendrás que casarte conmigo inmediatamente. Ya estoy cansada de esperar.
-Está
bien, nos casaremos en seguida sin el permiso del príncipe, pero no nos
podemos quedar aquí. Mañana antes de que amanezca tendremos que huir hacia la
encrucijada de los Cinco Caminos. Una vez allí decidiremos cuál es el que nos
conviene tomar.
Al día
siguiente la pareja de recién casados emprendió viaje con el alba. Tsoei-ning
se llevó todos los sapeques que tenía y algunas otras cosas de valor, y
Sieou-Sieou se apresuró a coger también el pequeño envoltorio con las joyas que
había traído el día anterior.
Tras un
penoso viaje llegaron por fin a la encrucijada de los Cinco Caminos. Una vez
allí, Tsoei-ning dijo:
-Me
parece, esposa, que el mejor camino que podríamos tomar es el de Sin-Tcheou.
Por esa parte conozco a mucha gente, tal vez podríamos poner alguna tienda
allí.
Empezaron
a caminar, pues, en aquella dirección hasta que llegaron a Sin-Tcheou. Se
quedaron en ese pueblo descansando unos días y después, de mutuo acuerdo,
decidieron ir más lejos porque aquel lugar les pareció ser un sitio de mucho
tránsito y temieron ser reconocidos.
Emprendieron
de nuevo el camino y tras varios días de viaje llegaron a Tain-Tcheou. Ambos
esposos tuvieron en aquel pueblo una larga conversación y tras sopesar todos
los pros y los contras llegaron a la conclusión de que por fin estaban ya lo
bastante lejos del palacio del gobernador. Decidieron poner inmediatamente una
tienda (con el dinero que traían podían hacerlo), alquilaron un bonito
comercio en uno de los lugares más frecuentados del pueblo y se apresuraron a
colocar un anuncio que decía: «Se hacen trabajos en jade. Maese Tsoei-ning,
lapidario de la capital.»
La
pequeña tienda de Tsoei-ning empezó a prosperar rápidamente. Todos los nobles
señores de la región, enterados de que el lapidario había hecho trabajos finos
en la capital, se apresuraron a hacerle encargos. Tsoei-ning y su mujer eran
felices. De vez en cuando llegaba algún forastero y entonces disimuladamente
le pedían noticias de la capital, y así fue como se enteraron de que el
príncipe Yen-ngan ofrecía una recompensa a quien le devolviera a una sirvienta
que había desaparecido del palacio el día del incendio.
Transcurrieron
varios años. Durante ellos nada vino a turbar la paz del hogar del lapidario.
Pero un
buen día por la mañana se presentaron en la tienda dos desconocidos vestidos de
negro; eran enviados de un alto magistrado que deseaba que Tsoei-ning le
hiciera algunos trabajos de joyería. El artesano partió muy satisfecho en
compañía de los dos desconocidos. Por aquellos trabajos iba a poder cobrar una
buena cantidad.
Tsoei-ning
regresaba muy contento hacia su casa; la entrevista con el magistrado había
sido fructuosa: le había encargado varias joyas. Por el camino venía en
dirección contraria un hombre vestido con una blusa negra y cuello de raso
blanco con dos cestas al hombro, colgadas de una caña de bambú al uso del país.
Se cubría la cabeza con un ancho sombrero de paja que le hacía sombra en la
cara. Al cruzarse con Tsoei-ning se le quedó mirando fijamente, pero éste ni
se dio cuenta, tan enfrascado iba con sus alegres pensamientos. El
desconocido tras haberlo mirado detenidamente se puso a seguir a Tsoeining con
cautela.
El
forastero era el sargento Ko y pertenecía al personal del palacio del príncipe
Yen-ngan; había llegado hasta aquellos lejanos parajes enviado por su Señor
para entregar una carta y una buena cantidad de dinero a un viejo general,
llamado Lieou Leang Fou, que tras haber sido un valiente guerrero en los campos
de batalla luchando contra los tártaros había acabado siendo víctima de su
desprecio por el dinero y ahora vivía pobremente entre los campesinos,
teniendo que codearse con ellos en la taberna, lo que a veces le hacía exclamar:
«¡Jamás sentí miedo ante el grito de combate de los tártaros y ahora me
acobarda el ruido de un puñado de miserables camposinos!» El general puede
decirse verdaderamente que vivía de las cantidades de dinero que su buen amigo
el príncipe Yen-ngan y otros, tenían a bien mandarle de vez en cuando.
El
hombre del sombrero ancho, el sargento Ko, no perdía de vista al lapidario. Lo
fue siguiendo hasta que le vio entrar en la tienda. El sargento se acercó
entonces cautelosamente a la puerta y vio dentro a Sieou-Sieou atendiendo a la
clientela.
Ko no
vaciló ni un momento. En cuanto vio que estaban solos entró en la tienda ruidosamente
diciendo:
-¡Vaya,
maese Tsoei-ning, quién me iba a decir que os iba a encontrar en esos apartados
lugares! ¡Ya veo que habéis formado una familia con Sieou-Sieou! ¡Felicidades!
Me hallo aquí como enviado del príncipe. Vine a traerle un mensaje al viejo
general y por casualidad os he visto, Tsoei-ning.
Tsoei-ning
y su mujer se habían quedado aterrados al ver aquel sujeto. No era hombre de
fiar: era charlatán y poco discreto, no sabía callar. El matrimonio
Tsoei-ning asustadísimo se apresuró a colmarle de regalos para comprar su
discreción.
El
sargento Ko sonreía halagado cada vez que oía decir al matrimonio:
-Honorable
Ko, toma también esto. Llévatelo, pero recuerda que no debes decir nada al
príncipe de cuanto has visto.
El
sargento les aseguraba una y otra vez que ante su señor permanecería callado
como un muerto.
Tras
varios días de camino el sargento charlatán llegó de nuevo al palacio de su
dueño; prontamente fue a dar cuenta al príncipe de su gestión y después como
quien no dice nada añadió:
-Señor,
vi a unos antiguos conocidos también...
-Y eso
qué puede importarme a mí.
-¡Oh
señor! Eran el lapidario Tsoei-ning y su mujer Sieou-Sieou...
-¿Qué
estás diciendo? -gritó de pronto el príncipe. Estaba furioso, era un hombre muy
violento y no podía soportar que nadie se atre-viera a desobedecer sus
órdenes.
Inmediatamente
mandó una orden de detención y el matrimonio Tsoei-ning fue arrestado y llevado
a la capital.
El
príncipe Yen-ngan estaba sentado en el sitial de la sala de audiencias; los dos
temibles sables «El gran Azul» y «El pequeño Azul» aparecían colgados en la
pared. ¡Cuántas cabezas de tártaros cayeron segadas por el filo de los dos
temibles sables que el valiente príncipe esgrimía, uno en cada mano, en el
sangriento campo de batalla!
Los dos
prisioneros en aquel momento fueron llevados ante la presencia de su antiguo
dueño y señor; éste al verlos se sintió invadido por la cólera, se levantó,
descolgó los sables, y fue derecho hacia los dos detenidos dispuesto a
cortarles la cabeza; pero en aquel preciso instante, una dulce voz detuvo el
gestó del príncipe, era la de su esposa que oculta tras el biombo lo había
visto todo:
-¡Señor!
Recordad que no estáis en el campo de batalla. Serenaos y entregadlos al
prefecto, que es quien debe juzgarles.
El
príncipe comprendió que su esposa tenía razón, envainó de nuevo los dos sables
y decidió hacer encerrar a Sieou-Sieou y mandar a Tsoei-ning ante el prefecto.
El
prefecto escuchó con gran atención el detallado relato que el lapidario le
hizo del suceso, y como era un hombre justo llegó a la conclusión de que al
artesano sólo podía castigársele por haber cedido a las sugerencias de Sieou-Sieou.
De todas maneras el prefecto se apresuró a consultar con el príncipe. Éste fue
del mismo parecer que el juez y llegó a la conclusión de que Tsoei-ning no
merecía más castigo que la pena del destierro; ordenó que fuera enviado a la
ciudad fronteriza de Kien-Kan.
Dos
guardias iban a ser los encargados de llevarlo hasta allá.
Tsoei-ning,
tristemente, iba camino del destierro escoltado por sus dos guardianes. De
repente oyeron una melodiosa voz de mujer que gritaba:
-¡Deténte,
maese Tsoei-ning!
El
lapidario habría jurado que era la voz de su mujer, ignoraba lo que había sido
de ella. Los tres se volvieron repentinamente para mirar de dónde procedía
aquella voz y vieron que de un bonito palanquín descendía una dama: era
Sieou-Sieou que se acercaba a su marido diciendo:
-Tsoei-ning,
¿por qué no me llevas contigo a Kien Kan? ¿Por qué me abandonas?
-No sé
si puedo llevarte -le contestó un poco asustado Tsoei-ning.
-Claro
que puedes llevarme; a mí me encerraron y como castigo por haberme casado sin
haber solicitado el permiso del príncipe me dieron treinta golpes de bambú.
Luego me dejaron en libertad; me enteré de que a ti te habían desterrado y he
venido en tu busca para que me lleves contigo.
-Está
bien, siendo así no creo que haya ningún inconveniente.
Los dos
guardianes fueron de la misma opinión. Al día siguiente se embarcaron todos
rumbo a Kien Kan. Una vez llegados al lugar donde el lapidario había sido
desterrado, los dos guardianes empren-dieron de nuevo el camino de regreso :
habían cumplido ya su misión. El matrimonio Tsoei-ning esta vez tuvo suerte.
Los dos guardianes eran excelentes personas y sabían callar. Nada pensaban
decir al príncipe del encuentro de Sieou-Sieou con su marido. Sabían por
experiencia que la mejor manera de evitarse complicaciones era callar.
El
lapidario Tsoei-ning y su esposa vivían de nuevo felices. Habían abierto en
Kien Kan otra tienda y la extraordinaria habilidad de Tsoei-ning como siempre
había sido apreciada. Todo transcurría perfecta-mente, pero Sieou-Sieou de vez
en cuando lanzaba profundos suspiros. Su marido intrigado se decidió a
preguntarle un día cuál era la causa de tanto suspirar. Entonces la bordadora
le contestó:
-Honorable
marido, vivimos muy bien aquí. Nada nos falta, pero desde hace algún tiempo no
ceso de pensar en mis pobres y ancianos padres. Cuando nos ocurrió la cruel
desgracia creyeron morir de pena, ahora me gustaría verlos y poder tenerlos
siempre con noso-tros.
Tsoei-ning
era hombre de buen corazón. Al oír las razones de su esposa se apresuró a
decirle que podía hacer venir inmediatamente a sus padres. Podrían vivir
perfectamente todos juntos. Sieou-Sieou agradeció cumplidamente el delicado
gesto de su marido e inmediatamente se apresuró a mandar a un mensajero a casa
de sus padres para que fuera a comunicarles la buena noticia.
El
enviado se embarcó aquel mismo día. Tras un viaje algo fatigoso llegó por fin
al lugar donde le habían indicado, pero con gran desilusión por su parte
encontró la puerta de la casa de Kiu cerrada con llave. La casa parecía estar
abandonada; prestamente se apresu-ró a preguntar a los vecinos si sabían algo
del paradero de los ancianos; aquéllos, con gran lujo de detalles, le contaron
que los dos viejos habían sufrido mucho a causa de su bella hija, la bordadora
del palacio del gobernador, y que un buen día les vieron cerrar la tienda y
marchar carretera adelante tristemente. Nadie se atrevió a preguntarles a
donde iban ni ellos lo dijeron; los vecinos le aseguraron al mensajero que esto
era cuanto sabían y que más no podían decirle.
El
mensajero, cabizbajo, emprendió el camino de regreso; le apenaba pensar que
tendría que dar tan malas noticias a aquel feliz matrimonio. Tras varios días
de viaje llegó de nuevo el mensajero a Kien Kan. Lentamente se dirigió hacia la
tienda del lapidario, mas cuál no sería su sorpresa al llegar allí y
encontrarse al matrimonio Tsoeining en compañía de sus padres los ancianos
Kiu. Por el mismo anciano se enteró el enviado de que mientras él había ido en
su busca, ellos habían llegado a Kien-Kan a visitar a su hija y ahora se iban
a quedar con ella para siempre.
Toda la
familia del lapidario era dichosa. El negocio marchaba bien y Sieou-Sieou
estando en compañía de sus padres había dejado ya de suspirar.
El
emperador era hombre muy aficionado a las artes. A menudo gustaba de
contemplar sus hermosas colecciones de objetos raros. Cierto día en que estaba
examinando con visible satisfacción la figurita del Boddhisatva de jade, al
tocar una de las campanillas ésta se desprendió y cayó al suelo rompiéndose en
mil pedazos. El emperador contrariado preguntó a uno de los cortesanos que le
acompa-ñaban si conocía al artista que hizo la obra, pues siendo un trabajo tan
delicado sólo el mismo artista iba a ser capaz de recomponer una de sus partes;
el cortesano muy a su pesar hubo de contestar que no conocía al autor de la estatuilla,
pero tuvo la buena ocurrencia de darle la vuelta a la figurita. En su base
podía leerse perfectamente la firma «Hizo la obra maese Tsoei-ning». El celeste
emperador recordó entonces que la figurilla había sido un obsequio del príncipe
Yen-ngan. Por mediación de éste no resultó difícil dar con el paradero del
artesano.
El
emperador mandó llamar entonces rápidamente al artista; éste tuvo que
embarcarse a toda prisa para asistir a la audiencia que el emperador se había
dignado otorgarle; honor semejante el pobre Tsoei-ning no se habría atrevido
ni a soñarlo. El emperador le recibió muy bien, alabó su obra y le encargó que
labrara otra campanilla; el artista con entrecortada voz prometió hacerlo
rápidamente. El emperador en su magnífica bondad prometió a Tsoei-ning, además,
darle una fuerte pensión para que pudiera establecer su tienda en la capital.
El lapidario salió de palacio dándole vueltas la cabeza. Rápidamente hizo venir
junto a él a su mujer y a sus suegros y pusieron una hermosa tienda junto al
muelle. La tienda era un comercio verdaderamente importante y de lujo.
No hacía
ni tres días que habían abierto la tienda cuando acertó a pasar por allí un
antiguo conocido, el sargento Ko. Éste tras haber leído el letrerito se
apresuró a entrar para saludar a Tsoei-ning. El sargento Ko no era hombre de
muchas luces. Si lo hubiera sido a su edad ya habría sido honrado con un cargo
superior. Al ver al lapidario le saludó tranquilamente diciendo:
-¡Honorable
amigo, veo que tu negocio prospera día a día, felicidades!
En aquel
momento detrás de su marido apareció Sieou-Sieou. El sargento al verla lanzó
un chillido y echó a correr como un loco.
Sieou-Sieou
le llamó :
-¡Eh,
sargento Ko!, no te marches tan aprisa. Entra un momento y siéntate con nosotros.
Tengo algunas cosas que decirte.
El
sargento muy atemorizado entró de nuevo en la tienda sin dejar de mirar con
aire despavorido a Sieou-Sieou.
-Bueno,
sargento Ko -empezó a decirle Sieou-Sieou-, con qué a pesar de los muchos
regalos que te hicimos y de tus muchas promesas nos denunciaste inmediatamente
al príncipe. Mil gracias. A mi marido le desterraron, supongo que ya lo sabes.
En cuanto a mí recibí treinta vergajos de bambú en plena espalda. De nuevo te
doy las gracias. ¡Vete ahora mismo, hijo de tortuga, si quieres, a
denunciarnos otra vez al príncipe! ¡Ya no nos das miedo, estamos bajo la
protección del emperador!
El
sargento Ko ya hemos dicho más de una vez que no era hombre de aguda
inteligencia.
A todo
correr llegó al palacio del gobernador gritando a pleno pulmón:
-¡He
visto un fantasma, he visto un fantasma!...
El
príncipe que estaba en su jardín le oyó y murmuró:
-¿Qué le
pasa a éste?
Inmediatamente
mandó llamar al sargento y le preguntó por qué estaba tan alterado:
-Oh,
señor, he visto un fantasma, he visto un fantasma...
-Habla
claro ya de una vez -le dijo el príncipe impaciente- ¿qué es todo eso del
fantasma?
-Alteza,
¡he visto a Sieou-Sieou! ¡No hay duda alguna!
-¡Basta
de estupideces! Sieou-Sieou está muerta. Tú mismo viste como después de los
golpes la enterraban en el jardín; aquel castigo fue excesivo, ahora lamento
profundamente haber permitido que le fuera impuesto.
-Sí,
señor, lo vi, pero hoy os aseguro que he visto a Sieou-Sieou y que he hablado
con ella.
-Atrévete
a firmar un juramento militar y entonces te creeré.
El
sargento firmó el juramento militar allí mismo.
-Está
bien, ve a buscarla en un palanquín y tráela de nuevo a mi presencia.
El
sargento Ko se dirige presuroso con el palanquín en busca de Sieou-Sieou. Llega
ante la tienda de Tsoie-ning y entra en la casa. Sieou-Sieou parecía que le
estuviera esperando. Lleva un hermoso vestido de brocado finamente bordado.
-¿Qué
quieres, sargento Ko? ¡Otra vez por aquí! Tus visitas menudean más que la
lluvia.
-Oh
señora, mucho lo siento, pero tendréis que acompañarme a casa de mi amo. El
príncipe os espera. Subid a ese palanquín ahora mismo, por favor.
Sieou-Sieou
no pareció asustarse lo más mínimo. Subió al palanquín con toda calma.
Tan
pronto como llegó a palacio, el sargento se apresuró a anunciar a su amo que
Sieou-Sieou acababa de llegar.
El
príncipe ordenó entonces que fuera llevada a su presencia inmediatamente.
Corre el
sargento Ko hacia el palanquín, tira de la cortinilla y... ¡Sieou-Sieou no
está: ha desaparecido!
-Oh, mi
señor, perdonad a este vuestro siervo. ¡Oh señor! Sieou-Sieou, la bordadora,
subió al palanquín y ahora no está. Ya os dije, alteza, que era un fantasma,
un verdadero y auténtico fantasma.
-Sargento
Ko, ya no soporto más tus sandeces. Has firmado un juramento militar sin saber
ni lo que esto era. ¡Ahora mismo vas a ser pasado por las armas!
-Alteza,
escuchadme, os lo ruego. No sólo he sido yo que he visto a Sieou-Sieou.
También los portadores la han visto; preguntadles a ellos, señor. Preguntadles,
os lo suplico.
El
príncipe terriblemente airado e impaciente pregunta a los portadores; éstos
efectivamente aseguran que también ellos vieron subir a Sieou-Sieou al
palanquín.
-Que
venga Tsoei-ning -vocifera entonces el príncipe en el colmo ya de la
exasperación.
Llega
Tsoei-ning a la residencia del aterrado príncipe. Este le interpela y se da
cuenta de que el lapidario no tiene ninguna culpa y manda ponerle en libertad.
Luego se vuelve furiosamente hacia el sargento y dice con voz tonante:
-¡Que se
le administren algunos golpes de bambú a ese charlatán!
Tsoei-ning
corrió aterrado hacia su casa, entró precipitadamente en la tienda y preguntó
a sus ancianos suegros:
-Decidme,
¿qué sabéis vosotros de la muerte de Sieou-Sieou?
Los dos
viejecitos al oír eso le miraron aterrados, salieron precipi-tadamente de la
tienda y desaparecieron misteriosamente. Por más que luego se intentó
encontrarles todo fue inútil. Todo fue inútil porque también ellos eran dos
fantasmas, dos espíritus fuera de este mundo, como su hija.
Tsoei-ning
tiene el rostro desencajado de dolor. Con los ojos húmedos de lágrimas va a
encerrarse en su habitación. De pronto tiene un terrible sobresalto. Sentada
sobre la esterilla ve a Sieou-Sieou; ésta le sonríe dulcemente.
La aparición
dice con melodiosa voz:
-Tsoei-ning,
querido marido, a causa de mi amor hallé la muerte, pero por ti sería capaz de
morir mil veces si fuera preciso. Ahora ya no puedo permanecer más aquí contigo
porque todos saben que soy un espectro; tengo que marcharme.
Mientras
pronunciaba estas últimas palabras se iba acercando lentamente a Tsoei-ning. Al
llegar junto a él le abrazó tiernamente; el lapidario lanzó un agudo grito y se
desplomó en el suelo. Cuando entraron los vecinos le hallaron muerto.
El lapidario
había ido a reunirse con su mujer y sus suegros a otro mundo, en un mundo
donde todos pudieran amarse en paz.
005. Anonimo (china),
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