Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

Sieou-sieou o el boddhisatva de jade


El príncipe de Yen-ngan ostentaba el cargo de general y además era gober­nador de tres distritos militares. Cier­to día en que el príncipe regresaba jun­to con toda su familia de un paseo por el campo, cuando el brillante cortejo de palanquines cruzaba el puente de Kiu-Kia, oyó que un hombre gritaba:
-¡Corre, hija, ven, que verás pasar el príncipe!
El gobernador al oír aquella voz, como si se sintiera movido por un re­sorte, dijo a su mayordomo:
-Tráeme a esa persona a quien lla­maban. Quiero que entre a formar par­te del personal de mi palacio.
El mayordomo no se hizo repetir dos veces la orden. Bajó rápidamente hacia el muelle y poco tardó en encon­trar una pequeña tienda en la que ha­bía un letrerito colgado, que indicaba que en aquel comercio, llamado Casa Kiu, se dedicaban a vender marcos an­tiguos y modernos para cuadros o ca­ligrafías. El mayordomo de palacio echó una mirada al interior de la tiendecita y vio que dentro había una joven sen­tada junto al viejo Kiu; el dignatario se dijo que nunca había visto a una muchacha de belleza más delicada que aquélla. Una negra y vaporosa cabelle­ra se extendía sobre sus hombros, sus cejas eran suavemente arqueadas y su boca, de un rojo encendido al abrirse, dejaba entrever unos dientes más blan­cos que la nieve cuando se posa sobre las montañas.
El mayordomo no necesitaba ver más; muy satisfecho se dirigió hacia un pabellón de té e inmediatamente orde­nó a la sirvienta que le había prepara­do la infusión que fuera a avisar al vie­jo Kiu, pues deseaba hablarle con toda la urgencia posible.
El anciano acudió presuroso a la llamada de aquel gran señor. Tímida­mente se sentó frente a él, tras haber hecho las reverencias de rigor. Fue el mayordomo quien empezó la conversa­ción:
-Honorable Kiu, siento un poco de curiosidad -le dijo para empezar-, ¿quisiera saber si aquella linda mucha­cha a la que llamaste cuando pasaba el príncipe era tu hija?
-Ciertamente, respetable señor, es mi única hija. Mi familia es muy re­ducida; sólo somos tres personas: mi mujer, mi hija y yo.
-Verdaderamente, no sois muchos, y dime, ¿has pensado casarla?
-¡Oh no, señor! Mucho me gusta­ría, pero somos pobres y no podemos darle ninguna dote.
-¿Entonces seguramente habrás pensado colocarla en casa de algún po­deroso señor, supongo? Si así fuera yo podría hacerla entrar en casa de mi se­ñor, el príncipe de Yen-ngan. Siempre que tu hija sepa bien algún oficio, por supuesto.
-Sabe un oficio, honorable señor. Mi hija es bordadora y os aseguro que no me ciega el cariño al decir que hace trabajos muy finos.
-Me alegro mucho. Siendo así no habrá dificultades. Sé que precisamen­te en palacio necesitan una bordadora. Se le hará un contrato y entrara a for­mar parte inmediatamente del personal de la regia casa.
El anciano Kiu hizo múltiples reve­rencias al mayordomo antes de despe­dirse y le expresó varias veces su pro­fundo agradecimiento.
Al día siguiente la muchacha se pre­sentó en palacio. Fue admitida e inme­diatamente se le hizo un contrato. Des­de entonces se le dio el nombre de Sieou-Sieou, «la que borda-borda».

Hacía ya tiempo que Sieou-Sieou vi­vía en palacio. Cierto día el príncipe recibió un espléndido regalo: el celeste emperador se había dignado enviarle unas magníficas vestiduras bordadas con unos círculos. Todos en palacio se hacían lenguas de la maravilla de aquel bordado y de la calidad de la seda de aquellas vestiduras. Sieou-Sieou asegu­ró muy seria entonces que ella sería ca­paz de hacer algo igual, y efectivamen­te puso manos a la obra y logró hacer una túnica tan preciosa como la que el emperador había enviado a su servidor y amigo. El príncipe alabó mucho el arte de Sieou-Sieou, la bordadora, pero como no podía mandarle él a su vez otra túnica al emperador en devolución de su regalo decidió hacerle labrar algo en un trozo de jade de extraordinaria pureza.
Tan pronto como el gobernador hu­bo decidido con toda seguridad que lo que deseaba mandar al emperador era aquel trozo de jade, que poseía conve­nientemente tallado, hizo venir a pala­cio a los mejores artesanos de su de­marcación para que le dieran sus res­pectivos pareceres sobre la mejor ma­nera de aprovechar aquel maravilloso trozo de jade.
Cuando los lapidarios estuvieron to­dos reunidos en la sala del palacio del gobernador cada uno fue dando su pa­recer sobre cuál sería la mejor solu­ción para sacar un buen partido de aquel pedazo tan puro de jade. Uno propuso hacer unas tazas, otro una di­minuta cajita, etc. Le llegó el turno de hablar entonces al más joven de los lapidarios. El muchacho se llamaba Tsoei-ning y hacía sólo dos años que estaba al servicio del gobernador. An­tes de contestar hizo varias reverencias y luego dijo muy decidido que de aquel trozo de jade de forma puntiaguda por arriba y ancha por abajo lo mejor que podría hacerse era una estatuilla de la Divinidad del Sur, un Boddhisatva.
El príncipe sonrió complacido:
-Te felicito, muchacho. Tu idea me parece excelente. También yo había pensado en ello.
Al día siguiente, Tsoei-ning se levan­tó con la aurora y se puso a trabajar con gran ahínco; sesenta veces tuvo que levantarse con el alba antes de poder ver terminado su trabajo. Cuando por fin hubo dado los últimos retoques al Boddhisatva se quedó contemplando la figurita y lanzó un suspiro de satisfac­ción. Estaba contento de su obra. Rá­pidamente se encaminó hacia palacio para entregársela al príncipe.
-Estoy muy contento, Tsoei-ning -le dijo el príncipe-; tu figurilla me parece verdaderamente admirable, creo que será del agrado del emperador. Aprecio en lo que vale tu habilidad. Puedes retirarte.
Tsoei-ning hizo las reverencias de ritual y se retiró muy contento. Sabía que su situación en palacio desde este momento iba a ser francamente buena.
Y así fue. El lapidario era feliz, era muy bien visto en palacio. El príncipe le apreciaba mucho y todo su séquito naturalmente se hacía eco de los senti­mientos de su señor. Además, para aca­bar de colmar la dicha del muchacho, el príncipe, un día, medio en serio me­dio en broma, le había prometido dar­le a Sieou-Sieou por esposa; a partir de este momento el joven artesano se consideró el hombre más afortunado de todo el imperio.
Un buen día Tsoei-ning se encontra­ba bebiendo alegremente en compañía de unos amigos cuando de pronto oyeron unos gritos terribles. Extrañados echaron a correr inmediatamente hacia la puerta y al asomarse a la calle se die­ron cuenta de que se había producido un incendio por la parte del puente de Tsing-Ting.
-¡Es terrible -murmuraba Tsoei­-ning- y lo malo es que este barrio que­da muy cerca del palacio!
Sin ni siquiera despedirse de sus compañeros el lapidario echó a correr como un loco y llegó jadeante a palacio; el edificio aparecía envuelto en humo, estaba vacío. Todos habían huido. Tsoei-ning corriendo atropelladamente se precipitó por uno de los pasillos y de repente tropezó violentamente con una figura femenina, que venía en direc­ción contraria con un envoltorio entre las manos; era Sieou-Sieou, que apresu­radamente se disponía a abandonar el palacio con sus joyas.
-¡Oh, honorable Tsoei-ning! ¿Eres tú? Llévame contigo, por favor; no sé a  donde ir, todo el mundo se ha mar­chado ya.
-Tsoei-ning muy emocionado se lleva a la muchacha consigo y ambos se diri­gen hacia el puente de Che-hoei. La po­bre Sieou-Sieou ya no puede dar un paso más y tiene que detenerse un mo­mento.
-No te detengas, por favor, Sieou­-Sieou. Ya estamos llegando a mi casa. ¿Supongo que no tendrás ningún incon­veniente en entrar en ella para descan­sar y reponerte un poco?
-Naturalmente que no.
Pronto estuvieron ante la sencilla morada de Tsoei-ning; ambos entraron en la casa y Tsoei-ning se apresuró a traer buenos y apetitosos manjares a la mesa. Estaban los dos cansados y ham­brientos. Sieou-Sieou al ver entonces que se levantaba para ir en busca de más comida le dijo:
-Honorable Tsoei-ning, traed si lo tenéis un poco de vino. Nos vendrá bien para levantar el ánimo.
Tsoei-ning se apresuró a satisfacer el deseo de Sieou-Sieou. Ambos empeza­ron a comer y a beber alegremente.
Sieou-Sieou, muy animada, le dijo de repente al lapidario:
-Señor lapidario, nuestro amo el príncipe prometió hacer de mí vuestra esposa, pero los días van pasando y nuestra boda no se realiza. Podríamos casarnos ahora, ¿qué os parece?
Tsoei-ning se llevó tal susto al oírla decir aquello que estuvo a punto de atragantarse. Luego casi tartamudeando dijo:
-¿Cómo podría atreverme a tomar­te por esposa sin el consenti-miento de nuestro amo?
-Pues tendrás que casarte conmigo inmediatamente. Ya estoy cansada de esperar.
-Está bien, nos casaremos en segui­da sin el permiso del príncipe, pero no nos podemos quedar aquí. Mañana an­tes de que amanezca tendremos que huir hacia la encrucijada de los Cinco Caminos. Una vez allí decidiremos cuál es el que nos conviene tomar.
Al día siguiente la pareja de recién casados emprendió viaje con el alba. Tsoei-ning se llevó todos los sapeques que tenía y algunas otras cosas de va­lor, y Sieou-Sieou se apresuró a coger también el pequeño envoltorio con las joyas que había traído el día anterior.
Tras un penoso viaje llegaron por fin a la encrucijada de los Cinco Cami­nos. Una vez allí, Tsoei-ning dijo:
-Me parece, esposa, que el mejor camino que podríamos tomar es el de Sin-Tcheou. Por esa parte conozco a mucha gente, tal vez podríamos poner alguna tienda allí.
Empezaron a caminar, pues, en aquella dirección hasta que llegaron a Sin-Tcheou. Se quedaron en ese pueblo descansando unos días y después, de mutuo acuerdo, decidieron ir más lejos porque aquel lugar les pareció ser un sitio de mucho tránsito y temieron ser reconocidos.
Emprendieron de nuevo el camino y tras varios días de viaje llegaron a Tain-Tcheou. Ambos esposos tuvieron en aquel pueblo una larga conversación y tras sopesar todos los pros y los con­tras llegaron a la conclusión de que por fin estaban ya lo bastante lejos del pa­lacio del gobernador. Decidieron poner inmediatamente una tienda (con el di­nero que traían podían hacerlo), alqui­laron un bonito comercio en uno de los lugares más frecuentados del pueblo y se apresuraron a colocar un anuncio que decía: «Se hacen trabajos en jade. Maese Tsoei-ning, lapidario de la capi­tal.»
La pequeña tienda de Tsoei-ning empezó a prosperar rápidamente. Todos los nobles señores de la región, entera­dos de que el lapidario había hecho trabajos finos en la capital, se apresura­ron a hacerle encargos. Tsoei-ning y su mujer eran felices. De vez en cuando llegaba algún forastero y entonces di­simuladamente le pedían noticias de la capital, y así fue como se enteraron de que el príncipe Yen-ngan ofrecía una recompensa a quien le devolviera a una sirvienta que había desaparecido del palacio el día del incendio.

Transcurrieron varios años. Durante ellos nada vino a turbar la paz del ho­gar del lapidario.
Pero un buen día por la mañana se presentaron en la tienda dos descono­cidos vestidos de negro; eran enviados de un alto magistrado que deseaba que Tsoei-ning le hiciera algunos trabajos de joyería. El artesano partió muy sa­tisfecho en compañía de los dos desco­nocidos. Por aquellos trabajos iba a poder cobrar una buena cantidad.
Tsoei-ning regresaba muy contento hacia su casa; la entrevista con el ma­gistrado había sido fructuosa: le había encargado varias joyas. Por el camino venía en dirección contraria un hombre vestido con una blusa negra y cuello de raso blanco con dos cestas al hombro, colgadas de una caña de bambú al uso del país. Se cubría la cabeza con un ancho sombrero de paja que le hacía sombra en la cara. Al cruzarse con Tsoei-ning se le quedó mirando fijamen­te, pero éste ni se dio cuenta, tan en­frascado iba con sus alegres pensamien­tos. El desconocido tras haberlo mirado detenidamente se puso a seguir a Tsoei­ning con cautela.
El forastero era el sargento Ko y pertenecía al personal del palacio del príncipe Yen-ngan; había llegado hasta aquellos lejanos parajes enviado por su Señor para entregar una carta y una buena cantidad de dinero a un viejo ge­neral, llamado Lieou Leang Fou, que tras haber sido un valiente guerrero en los campos de batalla luchando contra los tártaros había acabado siendo víc­tima de su desprecio por el dinero y ahora vivía pobremente entre los cam­pesinos, teniendo que codearse con ellos en la taberna, lo que a veces le hacía exclamar: «¡Jamás sentí miedo ante el grito de combate de los tár­taros y ahora me acobarda el ruido de un puñado de miserables camposi­nos!» El general puede decirse verda­deramente que vivía de las cantidades de dinero que su buen amigo el prín­cipe Yen-ngan y otros, tenían a bien mandarle de vez en cuando.
El hombre del sombrero ancho, el sargento Ko, no perdía de vista al la­pidario. Lo fue siguiendo hasta que le vio entrar en la tienda. El sargento se acercó entonces cautelosamente a la puerta y vio dentro a Sieou-Sieou aten­diendo a la clientela.
Ko no vaciló ni un momento. En cuanto vio que estaban solos entró en la tienda ruidosamente diciendo:
-¡Vaya, maese Tsoei-ning, quién me iba a decir que os iba a encontrar en esos apartados lugares! ¡Ya veo que habéis formado una familia con Sieou-­Sieou! ¡Felicidades! Me hallo aquí co­mo enviado del príncipe. Vine a traerle un mensaje al viejo general y por ca­sualidad os he visto, Tsoei-ning.
Tsoei-ning y su mujer se habían que­dado aterrados al ver aquel sujeto. No era hombre de fiar: era charlatán y po­co discreto, no sabía callar. El matrimo­nio Tsoei-ning asustadísimo se apresuró a colmarle de regalos para comprar su discreción.
El sargento Ko sonreía halagado cada vez que oía decir al matrimonio:
-Honorable Ko, toma también esto. Llévatelo, pero recuerda que no debes decir nada al príncipe de cuanto has visto.
El sargento les aseguraba una y otra vez que ante su señor permanecería callado como un muerto.

Tras varios días de camino el sar­gento charlatán llegó de nuevo al pala­cio de su dueño; prontamente fue a dar cuenta al príncipe de su gestión y des­pués como quien no dice nada añadió:
-Señor, vi a unos antiguos conoci­dos también...
-Y eso qué puede importarme a mí.
-¡Oh señor! Eran el lapidario Tsoei-­ning y su mujer Sieou-Sieou...
-¿Qué estás diciendo? -gritó de pronto el príncipe. Estaba furioso, era un hombre muy violento y no podía soportar que nadie se atre-viera a des­obedecer sus órdenes.
Inmediatamente mandó una orden de detención y el matrimonio Tsoei-ning fue arrestado y llevado a la capital.

El príncipe Yen-ngan estaba sentado en el sitial de la sala de audiencias; los dos temibles sables «El gran Azul» y «El pequeño Azul» aparecían colgados en la pared. ¡Cuántas cabezas de tárta­ros cayeron segadas por el filo de los dos temibles sables que el valiente prín­cipe esgrimía, uno en cada mano, en el sangriento campo de batalla!
Los dos prisioneros en aquel mo­mento fueron llevados ante la presencia de su antiguo dueño y señor; éste al verlos se sintió invadido por la cólera, se levantó, descolgó los sables, y fue de­recho hacia los dos detenidos dispuesto a cortarles la cabeza; pero en aquel preciso instante, una dulce voz detuvo el gestó del príncipe, era la de su esposa que oculta tras el biombo lo había visto todo:
-¡Señor! Recordad que no estáis en el campo de batalla. Serenaos y entre­gadlos al prefecto, que es quien debe juzgarles.
El príncipe comprendió que su es­posa tenía razón, envainó de nuevo los dos sables y decidió hacer encerrar a Sieou-Sieou y mandar a Tsoei-ning ante el prefecto.

El prefecto escuchó con gran aten­ción el detallado relato que el lapidario le hizo del suceso, y como era un hom­bre justo llegó a la conclusión de que al artesano sólo podía castigársele por haber cedido a las sugerencias de Sieou­-Sieou. De todas maneras el prefecto se apresuró a consultar con el príncipe. Éste fue del mismo parecer que el juez y llegó a la conclusión de que Tsoei-ning no merecía más castigo que la pena del destierro; ordenó que fuera enviado a la ciudad fronteriza de Kien-Kan.
Dos guardias iban a ser los encarga­dos de llevarlo hasta allá.

Tsoei-ning, tristemente, iba camino del destierro escoltado por sus dos guardianes. De repente oyeron una me­lodiosa voz de mujer que gritaba:
-¡Deténte, maese Tsoei-ning!
El lapidario habría jurado que era la voz de su mujer, ignoraba lo que ha­bía sido de ella. Los tres se volvieron repentinamente para mirar de dónde procedía aquella voz y vieron que de un bonito palanquín descendía una dama: era Sieou-Sieou que se acercaba a su marido diciendo:
-Tsoei-ning, ¿por qué no me llevas contigo a Kien Kan? ¿Por qué me abandonas?
-No sé si puedo llevarte -le con­testó un poco asustado Tsoei-ning.
-Claro que puedes llevarme; a mí me encerraron y como castigo por ha­berme casado sin haber solicitado el permiso del príncipe me dieron treinta golpes de bambú. Luego me dejaron en libertad; me enteré de que a ti te ha­bían desterrado y he venido en tu bus­ca para que me lleves contigo.
-Está bien, siendo así no creo que haya ningún inconveniente.
Los dos guardianes fueron de la mis­ma opinión. Al día siguiente se embar­caron todos rumbo a Kien Kan. Una vez llegados al lugar donde el lapidario había sido desterrado, los dos guardia­nes empren-dieron de nuevo el camino de regreso : habían cumplido ya su mi­sión. El matrimonio Tsoei-ning esta vez tuvo suerte. Los dos guardianes eran excelentes personas y sabían callar. Nada pensaban decir al príncipe del encuentro de Sieou-Sieou con su mari­do. Sabían por experiencia que la me­jor manera de evitarse complicaciones era callar.
El lapidario Tsoei-ning y su esposa vivían de nuevo felices. Habían abierto en Kien Kan otra tienda y la extra­ordinaria habilidad de Tsoei-ning como siempre había sido apreciada. Todo transcurría perfecta-mente, pero Sieou-­Sieou de vez en cuando lanzaba profun­dos suspiros. Su marido intrigado se decidió a preguntarle un día cuál era la causa de tanto suspirar. Entonces la bordadora le contestó:
-Honorable marido, vivimos muy bien aquí. Nada nos falta, pero desde hace algún tiempo no ceso de pensar en mis pobres y ancianos padres. Cuando nos ocurrió la cruel desgracia cre­yeron morir de pena, ahora me gusta­ría verlos y poder tenerlos siempre con noso-tros.
Tsoei-ning era hombre de buen co­razón. Al oír las razones de su esposa se apresuró a decirle que podía hacer venir inmediatamente a sus padres. Po­drían vivir perfectamente todos juntos. Sieou-Sieou agradeció cumplidamente el delicado gesto de su marido e inme­diatamente se apresuró a mandar a un mensajero a casa de sus padres para que fuera a comunicarles la buena no­ticia.
El enviado se embarcó aquel mismo día. Tras un viaje algo fatigoso llegó por fin al lugar donde le habían indi­cado, pero con gran desilusión por su parte encontró la puerta de la casa de Kiu cerrada con llave. La casa parecía estar abandonada; prestamente se apresu-ró a preguntar a los vecinos si sabían algo del paradero de los ancia­nos; aquéllos, con gran lujo de detalles, le contaron que los dos viejos habían sufrido mucho a causa de su bella hija, la bordadora del palacio del goberna­dor, y que un buen día les vieron cerrar la tienda y marchar carretera adelante tristemente. Nadie se atrevió a pregun­tarles a donde iban ni ellos lo dijeron; los vecinos le aseguraron al mensajero que esto era cuanto sabían y que más no podían decirle.
El mensajero, cabizbajo, emprendió el camino de regreso; le apenaba pen­sar que tendría que dar tan malas no­ticias a aquel feliz matrimonio. Tras varios días de viaje llegó de nuevo el mensajero a Kien Kan. Lentamente se dirigió hacia la tienda del lapidario, mas cuál no sería su sorpresa al llegar allí y encontrarse al matrimonio Tsoei­ning en compañía de sus padres los an­cianos Kiu. Por el mismo anciano se enteró el enviado de que mientras él había ido en su busca, ellos habían lle­gado a Kien-Kan a visitar a su hija y ahora se iban a quedar con ella para siempre.

Toda la familia del lapidario era di­chosa. El negocio marchaba bien y Sieou-Sieou estando en compañía de sus padres había dejado ya de suspirar.
El emperador era hombre muy afi­cionado a las artes. A menudo gustaba de contemplar sus hermosas coleccio­nes de objetos raros. Cierto día en que estaba examinando con visible satis­facción la figurita del Boddhisatva de jade, al tocar una de las campanillas ésta se desprendió y cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. El empe­rador contrariado preguntó a uno de los cortesanos que le acompa-ñaban si conocía al artista que hizo la obra, pues siendo un trabajo tan delicado sólo el mismo artista iba a ser capaz de recomponer una de sus partes; el cortesano muy a su pesar hubo de con­testar que no conocía al autor de la estatuilla, pero tuvo la buena ocurren­cia de darle la vuelta a la figurita. En su base podía leerse perfectamente la firma «Hizo la obra maese Tsoei-ning». El celeste emperador recordó entonces que la figurilla había sido un obsequio del príncipe Yen-ngan. Por mediación de éste no resultó difícil dar con el paradero del artesano.
El emperador mandó llamar enton­ces rápidamente al artista; éste tuvo que embarcarse a toda prisa para asis­tir a la audiencia que el emperador se había dignado otorgarle; honor seme­jante el pobre Tsoei-ning no se habría atrevido ni a soñarlo. El emperador le recibió muy bien, alabó su obra y le encargó que labrara otra campanilla; el artista con entrecortada voz prome­tió hacerlo rápidamente. El emperador en su magnífica bondad prometió a Tsoei-ning, además, darle una fuerte pensión para que pudiera establecer su tienda en la capital. El lapidario salió de palacio dándole vueltas la cabeza. Rápidamente hizo venir junto a él a su mujer y a sus suegros y pusieron una hermosa tienda junto al muelle. La tienda era un comercio verdaderamen­te importante y de lujo.
No hacía ni tres días que habían abierto la tienda cuando acertó a pa­sar por allí un antiguo conocido, el sargento Ko. Éste tras haber leído el letrerito se apresuró a entrar para sa­ludar a Tsoei-ning. El sargento Ko no era hombre de muchas luces. Si lo hu­biera sido a su edad ya habría sido honrado con un cargo superior. Al ver al lapidario le saludó tranquilamente diciendo:
-¡Honorable amigo, veo que tu ne­gocio prospera día a día, felicidades!
En aquel momento detrás de su ma­rido apareció Sieou-Sieou. El sargento al verla lanzó un chillido y echó a correr como un loco.
Sieou-Sieou le llamó :
-¡Eh, sargento Ko!, no te mar­ches tan aprisa. Entra un momento y siéntate con nosotros. Tengo algunas cosas que decirte.
El sargento muy atemorizado entró de nuevo en la tienda sin dejar de mi­rar con aire despavorido a Sieou-Sieou.
-Bueno, sargento Ko -empezó a decirle Sieou-Sieou-, con qué a pesar de los muchos regalos que te hicimos y de tus muchas promesas nos denun­ciaste inmediatamente al príncipe. Mil gracias. A mi marido le desterraron, su­pongo que ya lo sabes. En cuanto a mí recibí treinta vergajos de bambú en plena espalda. De nuevo te doy las gra­cias. ¡Vete ahora mismo, hijo de tortuga, si quieres, a denunciarnos otra vez al príncipe! ¡Ya no nos das miedo, estamos bajo la protección del empe­rador!
El sargento Ko ya hemos dicho más de una vez que no era hombre de agu­da inteligencia.
A todo correr llegó al palacio del gobernador gritando a pleno pulmón:
-¡He visto un fantasma, he visto un fantasma!...
El príncipe que estaba en su jardín le oyó y murmuró:
-¿Qué le pasa a éste?
Inmediatamente mandó llamar al sargento y le preguntó por qué estaba tan alterado:
-Oh, señor, he visto un fantasma, he visto un fantasma...
-Habla claro ya de una vez -le dijo el príncipe impaciente- ¿qué es todo eso del fantasma?
-Alteza, ¡he visto a Sieou-Sieou! ¡No hay duda alguna!
-¡Basta de estupideces! Sieou-­Sieou está muerta. Tú mismo viste como después de los golpes la enterra­ban en el jardín; aquel castigo fue ex­cesivo, ahora lamento profundamente haber permitido que le fuera impuesto.
-Sí, señor, lo vi, pero hoy os ase­guro que he visto a Sieou-Sieou y que he hablado con ella.
-Atrévete a firmar un juramento militar y entonces te creeré.
El sargento firmó el juramento mi­litar allí mismo.
-Está bien, ve a buscarla en un palanquín y tráela de nuevo a mi pre­sencia.
El sargento Ko se dirige presuroso con el palanquín en busca de Sieou­-Sieou. Llega ante la tienda de Tsoie-­ning y entra en la casa. Sieou-Sieou pa­recía que le estuviera esperando. Lleva un hermoso vestido de brocado fina­mente bordado.
-¿Qué quieres, sargento Ko? ¡Otra vez por aquí! Tus visitas menudean más que la lluvia.
-Oh señora, mucho lo siento, pero tendréis que acompañarme a casa de mi amo. El príncipe os espera. Subid a ese palanquín ahora mismo, por fa­vor.
Sieou-Sieou no pareció asustarse lo más mínimo. Subió al palanquín con toda calma.
Tan pronto como llegó a palacio, el sargento se apresuró a anunciar a su amo que Sieou-Sieou acababa de llegar.
El príncipe ordenó entonces que fuera llevada a su presencia inmediata­mente.
Corre el sargento Ko hacia el palan­quín, tira de la cortinilla y... ¡Sieou­-Sieou no está: ha desaparecido!
-Oh, mi señor, perdonad a este vuestro siervo. ¡Oh señor! Sieou-Sieou, la bordadora, subió al palanquín y aho­ra no está. Ya os dije, alteza, que era un fantasma, un verdadero y auténtico fantasma.
-Sargento Ko, ya no soporto más tus sandeces. Has firmado un juramen­to militar sin saber ni lo que esto era. ¡Ahora mismo vas a ser pasado por las armas!
-Alteza, escuchadme, os lo ruego. No sólo he sido yo que he visto a Sieou­-Sieou. También los portadores la han visto; preguntadles a ellos, señor. Pre­guntadles, os lo suplico.
El príncipe terriblemente airado e impaciente pregunta a los portadores; éstos efectivamente aseguran que tam­bién ellos vieron subir a Sieou-Sieou al palanquín.
-Que venga Tsoei-ning -vocifera entonces el príncipe en el colmo ya de la exasperación.
Llega Tsoei-ning a la residencia del aterrado príncipe. Este le interpela y se da cuenta de que el lapidario no tiene ninguna culpa y manda ponerle en li­bertad. Luego se vuelve furiosamente hacia el sargento y dice con voz to­nante:
-¡Que se le administren algunos golpes de bambú a ese charlatán!
Tsoei-ning corrió aterrado hacia su casa, entró precipitadamente en la tien­da y preguntó a sus ancianos suegros:
-Decidme, ¿qué sabéis vosotros de la muerte de Sieou-Sieou?
Los dos viejecitos al oír eso le mi­raron aterrados, salieron precipi-tada­mente de la tienda y desaparecieron misteriosamente. Por más que luego se intentó encontrarles todo fue inútil. Todo fue inútil porque también ellos eran dos fantasmas, dos espíritus fue­ra de este mundo, como su hija.
Tsoei-ning tiene el rostro desenca­jado de dolor. Con los ojos húmedos de lágrimas va a encerrarse en su habi­tación. De pronto tiene un terrible so­bresalto. Sentada sobre la esterilla ve a Sieou-Sieou; ésta le sonríe dulce­mente.
La aparición dice con melodiosa voz:
-Tsoei-ning, querido marido, a cau­sa de mi amor hallé la muerte, pero por ti sería capaz de morir mil veces si fuera preciso. Ahora ya no puedo permanecer más aquí contigo porque todos saben que soy un espectro; tengo que marcharme.
Mientras pronunciaba estas últimas palabras se iba acercando lentamente a Tsoei-ning. Al llegar junto a él le abrazó tiernamente; el lapidario lanzó un agudo grito y se desplomó en el suelo. Cuando entraron los vecinos le hallaron muerto.
El lapidario había ido a reunirse con su mujer y sus suegros a otro mun­do, en un mundo donde todos pudieran amarse en paz.

005. Anonimo (china),

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