En toda
aquella vasta región no había palacio más espléndido que el del viejo
mandarín, ni doncella más hermosa que su hija, la dulce Li-Chi. Cada vez que
el viejo mandarín veía pasearse a su hija por el umbroso jardín del palacio,
en el que crecían las más variadas plantas y los árboles de flores más
delicadas como las del melocotonero que sombreaba con sus ramas la ventana de
los apartamentos de Li-Chi, el viejo mandarín suspiraba, y se decía que le iba
a ser difícil encontrar un digno pretendiente para su hija; mujer de tales
cualidades y de tal fortuna sólo podía casarse con un gran señor. Lo que menos
podía llegar a imaginarse el padre de Li-Chi era que su hija, por quien él
tanto se preocupaba, había elegido ya al que deseaba como marido: amaba a
Chang, un pobre secretario al servicio de su padre, que vivía junto al palacio
en una cabaña separada sólo de los jardines de la regia mansión por un grácil
puentecillo.
Aquel
día el viejo mandarín estaba radiante. El rico hacendado Ta-Jin había
manifestado el deseo de casarse con Li-Chi; el alto digna-tario sabía
perfectamente que después de él nadie en la región podía vanagloriarse de poseer
mayores riquezas ni de ostentar mayor poder. Lleno de gozo el mandarín hizo
llamar a su hija:
-Li-Chi,
hija mía, tengo que darte una alegre noticia. Ya va siendo hora de que te
conviertas en la esposa de alguien importante. He decidido casarte con Ta-Jin,
el rico hacendado, tan pronto como florezca el melocotonero que crece junto a
tu ventana. Sé que es tu árbol preferido.
Li-Chi
se quedó helada de espanto al oír las palabras de su padre, pero como buena
hija no se atrevió a replicar. Con los ojos llenos de lágrimas apenas si
acertó a hacer una torpe reverencia antes de retirarse a su aposento.
Apoyada
en el quicio de la ventana, Li-Chi lloraba amargamente mientras contemplaba el
hermoso melocotonero que tenía ante sus ojos; tristemente pensaba «¡Oh amado
melocotonero, cuántas veces al verte florecer se ha regocijado mi corazón, y
pensar que este año cuando aparezcan las flores en tus ramas va a ser el
instante más triste de mi vida!...»
La pobre
Li-Chi no dejaba de suspirar y llorar; los días iban pasando, se acercaba el
instante tan temido y Chang no parecía acordarse de ella. Era imposible que no
se hubiera enterado de lo de la boda; nadie lo ignoraba ya ni en el palacio
ni fuera de él.
Un buen
día en que Li-Chi se paseaba cabizbaja por las orillas del riachuelo, sobre
cuyas aguas tranquilas el puentecillo trazaba un gracioso arco, algo que se
deslizaba sobre las aguas atrajo la atención de la doncella. Una cáscara de
coco flotaba a la deriva por aquellas mansas aguas; dentro de ella se
distinguía perfectamente la forma de un papel cuidadosamente enrollado. «Sin
duda era un mensaje, tal vez un mensaje de su amado Chang», pensó la muchacha.
Li-Chi con una ramita acercó hacia ella la frágil cáscara de coco y con gran
emoción desplegó el rollito de papel que había dentro. Efectivamente: ¡era un
mensaje de Chang! Su enamorado se lamentaba tristemente de que cuando
floreciera el melocotonero ella se alejaría de su lado. Tímidamente le
sugería si quería casarse con él. Li-Chi se apresuró a contestar rápidamente a
su amado en un trozo de marfil, que arrancó de su vestido; su estilete volaba
casi mientras escribía. En la tablilla le decía a Chang que tan pronto como
floreciese el melocotonero se hallaría dispuesta a seguirle a donde él
quisiese.
El aire
cada vez se iba haciendo más perfumado, los rayos del sol se iban tornando más
tibios. Li-Chi contemplaba ansiosamente día a día las ramas del melocotonero.
Los brotes estaban a punto ya de reventar; de un momento a otro aparecerían las
flores y el instante decisivo habría llegado.
Aquella
mañana antes de que su padre la mandara llamar, Li-Chi adivinaba ya lo que
éste iba a decirle. Al levantarse y asomarse a la ventana.había visto que
durante la noche el melocotonero había florecido. Sabía que el día siguiente
iba a ser el de su boda.
Las
sirvientas se movían presurosas, iban de un lado a otro dando pequeños y
apresurados pasos para engalanar a su ama. Li-Chi se casaba aquel día; nunca
una desposada había tenido tan bellos trajes ni su futuro esposo le había
ofrecido un cofre con joyas más valiosas y delicadas que las que el rico Ta-Jin
había regalado a su futura esposa. Pero la hermosa Li-Chi no hacía caso ni de
las galas ni de las alhajas.
Cuando
tuvieron que vestirla, las sirvientas se quedaron muy sor-prendidas al ver que
elegía el vestido más sencillo de todos cuantos tenía; en cuanto a las joyas ni
las miró, se limitó a cerrar el cofrecillo con cuidado y se guardó la llave.
Li-Chi
ya estaba vestida para la ceremonia; a pesar de que se había adornado con un
sencillo atuendo su belleza resplandecía como la luna en la noche. Cuando ya
estuvo preparada para la ceremonia, la joven hizo salir de su aposento a todas
sus doncellas y se dispuso a esperar; no tardó en llamar a su puerta un
mendigo. Los ojos de Li-Chi resplandecieron de alegría: ¡era Chang! Había que
darse prisa. LiChi le dio inmediatamente el cofrecillo, Chang lo cogió bajo
el brazo, y la joven lo siguió sin olvidarse antes de tomar la rueca. Sin ella
habría sido una esposa inútil. A toda prisa atravesaron el jardín y se
dirigieron hacia el puentecillo; pero la desgraciada Li-Chi no se había
acordado de quitarse sus diminutos zapatitos de boda y apenas podía dar un
paso. Tan despacio tenía que andar que el viejo man-darín tuvo tiempo de ver
cómo se escapaban los dos enamorados; terriblemente encolerizado cogió un
látigo y salió en persecución de su hija y de Chang, blandiendo el látigo
amenazadoramente. En aquel momento, Chang, que era un joven muy devoto,
dirigió una súplica a los dioses y éstos se compadecieron de los enamorados
convirtiéndolos en aquel momento en un par de tórtolas, que alegremente
empezaron a revolotear sobre el sauce que crecía a la orilla del río, y...
todavía puede vérseles así representados en un famoso plato chino de delicada
porcelana; están atravesando el puentecillo, Li-Chi va delante con la rueca;
Chang, detrás con el cofrecillo; el viejo mandarín aparece el último
enarbolando el látigo mientras en lo alto, por encima del perfumado sauce,
revolotean un par de tórtolas...
Según la
leyenda, gracias a esta metamorfosis la bella Li-Chi y el devoto Chang
lograron alcanzar la felicidad...
005. Anonimo (china),
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