Tres
ancianas sostenían un día una animada conversación entre ellas.
Decía la
primera:
-Es
triste ver encanecer el cabello, sentir que la piel se va aflojando lentamente
sobre nuestras mejillas y comprobar cada vez que te miras al espejo que la
mirada ha perdido todo su brillo, que jamás volverá a haber en los ojos aquel
resplandor de luna nueva.
La
segunda anciana le contestó:
-Hermana,
cuánta verdad ha salido de tu boca. Cuando tomo entre mis manos el espejo, yo
también lloro al comprobar que mis cejas ya no son negras como el ébano, que de
mis labios tiempo ha que ha desaparecido el color de cereza, y que mis ojos
apenas si son más que dos minúsculas rayas apenas perceptibles sobre mi rostro.
Sí, es triste mirarse al espejo cuando la nieve ha caído ya sobre nuestras cabezas.
Entonces
habló la tercera:
-¡Ay
hermanas, qué pena me dais! También yo ciertamente cada vez que cojo el espejo
de fina plata y me miro en él veo nieve en mis cabellos, arrugas en mi cara,
un macilento color en mis labios y una mirada sin brillo en mis ojos, pero no
me preocupo tanto como vosotras porque he llegado a la conclusión de que el
único culpable de nuestras desdichas es el espejo; él es quien está equivocado
y quien ha envejecido. Su clara luna con el tiempo ha perdido la razón y
cuando alguien refleja su cara en ella no sabe lo que hace. Los años lo han
perturbado, su reflejo antaño claro y límpido sobre el que se veía el
resplandor de los ojos, la tersura de la piel y el color de cereza encendida
de los labios deliciosamente entreabiertos se ha empañado con el tiempo y ahora
es incapaz de reflejar lo que ve. El triste invierno no se ha cernido
amenazador sobre nuestras cabezas, sino sobre la luna de nuestros espejos de
plata que ahora están empañados.
005. Anonimo (china),
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