Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 17 de junio de 2012

Peonía roja y peonía verde


Hace miles y miles de años existió una llanura tan vasta que nadie había con­seguido recorrerla totalmente. La vis­ta se perdía en aquellas inmen-sidades; sólo a lo lejos, casi en la línea del hori­zonte, se acertaba a distinguir la es­belta silueta de unas montañas azules. Eran muchos los pueblos y ciudades que habían surgido en la Gran Llanu­ra. El terreno era fértil y pronto la gente se había decidido -a fundar en ella su hogar. En una de las aldeas más alejadas vivía en aquellos tiempos una anciana viuda con sus dos hijos; am­bos eran varones y tan inteligentes y apuestos que todos aseguraban que nunca se había visto en aquellas tie­rras dos muchachos parecidos. La ma­dre estaba muy contenta de la buena fama de que gozaban sus hijos, pero en el fondo de su corazón guardaba una inmensa pena. Sus hijos no se que­rían casar. Siempre que ella trataba de insinuarles algo en este sentido am­bos rehusaban proseguir la conversa­ción, y si ella insistía sobre el hecho de que debían casarse, ambos solían decir a la vez:
-Madre, es imposible. No hay nin­guna muchacha que sea de nuestro agrado. No queremos casarnos. Nada nos hará cambiar...
La anciana señora suspiraba y se quedaba muy apenada pensando que tendría que morir sin haber visto ju­gar a sus nietos a su alrededor. «Con mis hijos no hay nada que hacer», decía la buena mujer.
Una noche la anciana se fue a dormir muy tarde y tal era su angustia al pensar en sus hijos y en su negativa a casarse que no podía dormir: cansa­da de dar vueltas y vueltas sobre la estera decidió levantarse y salir un poco al jardín; la noche era cálida y las estrellas brillaban en el cielo como farolillos de papel encendidos. La an­ciana se quedó contemplando un mo­mento sus bellas flores bajo la luz de la luna y entonces un tenue suspiro se escapó de su boca mientras decía en un susurro:
-Hijos míos, hijos míos. ¡Lo que yo daría por saber qué doncellas po­drían llegar a gustaros!
Había hablado con voz apenas per­ceptible, pero el silencio de la noche era tal que le pareció que sus palabras se habían oído a través de toda la lla­nura y hasta temió que las estrellas hubieran podido oírlas. Levantó los ojos al cielo como para cerciorarse de que no había sido así y de pronto le pareció ver algo muy raro. Por la par­te del sudoeste, hacia el lugar donde se elevaban las montañas azules, se veía brillar una esfera luminosa. Daba la sensación de que se iba acercando rápidamente hacia donde ella estaba; pronto ya no le quedó ninguna duda: aquella enorme bola luminosa, tan se­mejante a la luna, se iba acercando cada vez más hacia ella hasta que aca­jó por posarse en su jardín. Al ins­tante el patio se iluminó de una suave y mágica luz mientras de dentro de la esfera salía un anciano de luenga bar­ba blanca que tras inclinarse ceremo­niosamente ante la señora dijo:
-¡Buena mujer, tus súplicas han sido oídas por los Inmortales! He ve­nido a traerte lo que tanto anhelas: dos nueras.
-¡Oh Inmortal! Mucho me alegran tus palabras, pero me parece que todo será inútil. A mis hijos ninguna mujer les parece lo bastante hermosa y dudo mucho que las que me has traído pue­dan ser de su agrado. Sus gustos son excesivamente exigentes.
-Anciana -dijo el Inmortal-, es­toy seguro de que las doncellas que te ofrezco serán del agrado de tus dos hijos. Nunca han existido en la tierra mujeres más bellas, pero no creas que las he traído conmigo, no; no es ese el designio de los dioses. Sólo puedo in­dicarte a ti y a tus hijos el camino que a ellas conduce, nada más. Toma estos dos espejos y diles a tus hijos que el tres de marzo por la noche, cuando acaben de dar las doce, los orienten hacia las montañas azules. Entonces verán un largo y luminoso camino que sube hasta el cielo. Si siguen este ca­mino encontrarán a las dos doncellas que yo les ofrezco por esposas.
Mientras esto decía el anciano de la larga barba blanca había extraído de una de sus anchas mangas los dos espejos. Tras haberle entregado los dos espejitos, el Inmortal se inclinó ligeramente y rodeado de un halo de luz em­pezó a remontarse hacia las estrellas hasta que acabó convirtiéndose en aquella esfera luminosa que ya antes había visto la viuda.
La anciana señora a pesar de lo avanzado de la hora no dudó ni un segundo en despertar a sus hijos para contarles lo que le había sucedido en el jardín, aunque en realidad fue un sueño, producto de su imaginación y de sus deseos.
El mayor de los dos hermanos fue el primero en salir de su estupor. Cor­tésmente lo pidió a su madre el espejo y ésta se lo dio. Al mirar la luna del espejo, el hijo mayor de la anciana lanzó un grito de admiración y se que­dó mirando largo rato aquella hermo­sísima joven vestida de seda roja, cuyo rostro, pálido y bello como los rayos de la luna, parecía sonreírle, al mismo tiempo que balanceaba lentamente una peonía roja en la mano.
-Mamá, ya he encontrado a la mu­jer con la que quiero casarme -dijo el hijo mayor.
-Pero, hijo mío, ¿cómo quieres casarte con una joven que sólo existe en la luna de un espejo? ¿No ves que no es posible?
Entretanto el hermano menor ha­bía estado contemplando también su espejo y en la pulida superficie del cris­tal estaba viendo a una doncella hermo­sísima, que, vestida con una túnica de fina seda verde, le sonreía dulcemente, al mismo tiempo que balanceaba rítmi­camente una peonía verde en su blanca mano, fina y suave como los pétalos de una flor.
-Mamá, también yo he encontrado a la mujer con quien quiero casarme; quiero que sea mi esposa esta bellísima doncella que me está sonriendo a tra­vés del espejo.
-Pero, hijos míos, hijos míos, ¿cómo podéis decir tales cosas? ¿Cómo podéis haberos enamorado de dos som­bras nada más? ¿No veis que estas doncellas no son de carne y hueso? ¿No os dais cuenta acaso de que sólo exis­ten en el reflejo del espejo? Segura­mente todo es pura imaginación.
-Mamá -dijeron los dos mucha­chos a un tiempo-, sean reales o no estas mujeres, lo cierto es que sólo con ellas queremos casarnos y que inten­taremos encontrarlas sea donde sea, aunque tengamos que recorrer todos los caminos del Gran Imperio.
-Bien, hijos míos -dijo entonces la madre-; ya que mostráis tanto em­peño, acabaré de contaros todo lo que me ha relatado el Inmortal. Me ha di­cho que si el día tres de marzo, a las doce de la noche, enfocáis los espejos hacia las montañas azules aparecerá un lumino-so camino, que os conducirá hasta ellas; pero lo que no me ha dicho, y lo que a mí me atormenta, es saber si estos caminos estarán erizados de pe­ligros para vosotros. Mucho me temo que así sea; por eso, de momento, no había querido revelaros esta parte de la conversación que sostuve con el In­mortal de la larga barba.
-Honorable madre, mucho nos ale­gramos de que al final te hayas decidi­do a revelarnos este secreto. Hoy es tres de marzo; yo soy el mayor de tus hijos; esta noche si me das tu permiso expondré mi espejo a los rayos de la luna y emprenderé el viaje en busca de mi amada siguiendo el camino lumino­so que me señalen los Inmortales.
La madre suspiró y se quedó muy apenada; pero sabía por experiencia que cuando a sus hijos se les metía al­guna idea en la cabeza eran muy testa­rudos, y pensó que era mejor asentir porque tarde o temprano también ten­dría que hacerlo.
Durante la noche, el mayor de los dos hermanos estuvo espe-rando ansio­samente que dieran las doce. Cuando llegó el momento sacó rápidamente el espejito redondo y lo encaró hacia la luna. Inmediatamente vio un serpen­teante camino brillante como un rayo de luna, que iba directamente hacia las montañas azules; iluminadas ahora por aquella luz cegadora, aparecían rocosas y llenas de barrancos. Rápidamente el hijo mayor se despidió de su madre y de su hermano y se encaminó hacia el sendero luminoso, que tenía que con­ducirle hasta las montañas azules. An­tes del alba, el joven había llegado ya al pie de una gran montaña; empezó a escalarla y no tardó en ver una caverna rocosa de la que salía una luz extraor­dinaria. Entró en la cueva y se encon­tró ante un viejo de larga barba blan­ca. Sentado y con las piernas cruzadas parecía estar meditando profundamen­te; una radiante aureola lo envolvía de los pies a la cabeza, produciendo aque­lla preciosa luz, que había atraído la atención del muchacho. El hijo mayor de la viuda se acordó en aquel mo­mento de las palabras de su madre y quedó convencido de que aquel respe­table anciano era el Inmortal con quien su madre había sostenido aquella in­teresante conversación. Con todo res­peto se acercó al anciano y le dijo:
-Honorable anciano, he llegado ya hasta el final del sendero luminoso. ¿Podrías decirme adónde tengo que en­caminar mis pasos para encontrar a mi amada?
El Inmortal esbozó una sonrisa y dijo con extraña voz:
-Muchacho, veo que eres valiente y me alegro. Tu amada vive en la gran montaña; tienes que andar siempre ha­cia el oeste. Para llegar hasta ella te será necesario atravesar la Montaña de los Tigres y el Río de los Demonios. Tu amada está en poder de una hechicera, la tiene prisionera en un jardín conver­tida en espléndida peonía roja. Es pre­ciso si quieres que recobre su forma natural que te acerques sigilosamente hasta la flor y le pongas el espejo de­lante; una vez la flor se refleje en la luna del espejo la doncella recobrará su forma humana. Esto es todo lo que puedo decirte. A ti te toca decidir si sigues hacia adelante o te vuelves por donde has venido.
-He venido hasta aquí en busca de mi amada y no me iré sin ella -contes­tó decididamente el joven.
-Me alegra mucho oírte decir eso. Desde el primer momento me he dado cuenta de la bondad de tu corazón y del valor de que das pruebas. Puedo ayudarte aún en algo más. Toma, aquí tienes este látigo y este carrete de hilo, ambas cosas te serán de gran utilidad; pero sólo te servirán con una condi­ción: que no sientas miedo.
Luego le dio una serie de explicacio­nes para el uso de ambas cosas que el joven procuró retener fijamente en su memoria.
Siguiendo los consejos del Inmortal el muchacho anduvo siempre hacia el oeste, pero procurando pasar exacta­mente por donde le había dicho el an­ciano de la barba blanca. Tras mucho andar llegó al pie de la gran montaña. El panorama era para hacer temblar al más valiente. La montaña acababa de surgir ante él como una inmensa masa de cortantes rocas; en la cima, negros nubarrones parecían presagiar grandes tormentas, pero el hijo mayor de la viu­da no se asustó y siguió avanzando siempre hacia adelante. El sendero se iba estrechando cada vez más y llegó un momento en que ya no había ca­mino. Tuvo que ir subiendo la montaña de roca en roca, haciendo increíbles equilibrios para no despeñarse; de re­pente, al saltar sobre un roquedal, se le acercaron dos feroces tigres arquean­do el lomo, mas el joven rápido como el rayo sacó su látigo mágico y dándo­les un trallazo a cada uno dijo:
-¡Deteneos, tigres guardianes de la montaña, y no ataquéis a quien sólo va en busca de su amada!
Eran exactamente las palabras que le había dicho el Inmortal.
Al oír aquello los tigres bajaron la cabeza, cerraron la boca y se echaron al suelo como si fueran dos tiernos cor­deritos.
El muchacho seguía andando, siem­pre hacia el oeste. De pronto vio ante él las aguas de un río inmenso; vadear­lo era imposible, y recordó las pala­bras del Inmortal: «En caso necesario usa el carrete de hilo»; sacó el hilo de dentro de una de sus mangas, lo tensó un poco y tiró uno de los extremos al agua mientras decía las palabras que le había enseñado el Inmortal para aquella ocasión:
-¡Espíritus siniestros de las aguas, venid aquí a hacer un puente para que yo pueda pasar e ir en busca de mi amada!
Apenas había acabado de hablar cuando empezaron a surgir demonios del fondo de las aguas; unos tenían cuerpo humano y cola de pescado; otros, cuerpo de tortuga y cabeza hu­mana; uno de ellos, el de aspecto más terrible, cogió un extremo del hilo y lo llevó hasta la otra orilla. Tan pronto como el hilo tocó tierra se convirtió en un estrecho puente; el madero no me­diría más allá de un palmo. El mucha­cho empezó decididamente a andar por aquel estrecho madero, pero a mitad de la corriente se le ocurrió bajar la vista para mirar el azul de las aguas y vio a los demonios que le estaban mi­rando con tal cara de rabia que de re­pente le entró miedo, sus piernas em­pezaron a temblar y en aquel preciso instante el puente quedó convertido otra vez en un hilo y el muchacho se cayó y fue a parar al fondo.

-Honorable madre -le decía por tercera vez ya en aquel día el hijo me­nor de la viuda-, ha pasado ya un año y mi hermano mayor no ha vuelto. Con­sidero que es mi deber ir a buscarle a él y a mi amada; dadme vuestro con­sentimiento, madre. Hoy es tres de marzo, y esta noche al filo de las doce puedo ponerme en camino.
-Hijo mío, ya he perdido a un hijo, ¿y ahora también tú quieres abando­narme?
-Madre, tal vez mi hermano no está muerto y es posible que si me de­jáis marchar pueda traerlo otra vez sano y salvo. ¡Dadme vuestro permiso, madre!
Tanto porfió y porfió que al fin la buena anciana dijo:
-Sea. Hijo mío, ya eres un hombre, si tal es tu deseo cúmplelo. No quiero ser un estorbo en tu camino.
El muchacho agradeció cortésmente con múltiples reverencias el gran fa­vor que le acababa de prestar su ma­dre y dándole ésta su consentimiento se dispuso a prepararse para marchar al filo de la medianoche.
Cuando dieron las doce, el mucha­cho cogió el espejo redondo, lo encaró hacia la luna y esperó. No tardó mu­cho en aparecer aquel sendero lumino­so, que debía llevarle hasta las monta­ñas azules. El hijo menor de la viuda, al ver el camino resplandeciente, se despidió de su madre y empezó a an­dar hacia adelante muy decidido.
Le ocurrió exactamente lo mismo que le había pasado a su hermano mayor. Se encontró con el Inmortal, éste le dio el látigo y el carrete de hilo, di­ciéndole cómo tenía que servirse de ambas cosas y luego le notificó la triste suerte que había corrido su hermano al pasar el puente.
Al oír aquello el joven se estremeció mucho; los ojos se le llenaron de lá­grimas al pensar en su pobre hermano y en su triste suerte.
-Gracias por tu ayuda, anciano -dijo entonces el hijo menor de la viuda-, a pesar de cuanto me has di­cho, sin embargo, pienso seguir hacia adelante en busca de mi amada. No tendré miedo, te lo aseguro.
El Inmortal sonrió y le felicitó por su valor, y le indicó el camino que tenía que tomar; luego, volvió a sumir­se en profundas meditaciones.
El joven no tardó en encontrar el Gran Río, el mismo en cuyas aguas se había sumergido su hermano. Al ha­llarse ante la inmensa corriente dijo con gran decisión:
-¡Espíritus siniestros de las aguas, venid aquí a hacer un puente para que yo pueda pasar e ir en busca de mi amada!
Al instante aparecieron aquellos ho­rribles demonios con cuerpo de hom­bre y cola de pescado o con cuerpo de tortuga y cabeza de hombre. Al igual que la otra vez los demonios tendieron el hilo sobre el puente y éste se convir­tió en una estrecha tabla de madera, no más ancha de un palmo. Entonces el muchacho empezó a andar a toda pri­sa por encima del madero sin preocu­parse ni poco ni mucho de mirar a su alrededor; y sin sentir ningún temor, sano y salvo, llegó a la otra orilla. Si­guiendo las instrucciones que le había dado el Inmortal continuó andando hacia adelante y tras haber cruzado dos montañas más se encontró ante un precioso bosque de pinos y cipreses entre los cuales sobresalía la graciosa arquitectura de un rojo tejado de airo­sas curvas. El muchacho se quedó con­templando aquel precioso palacio y el no menos maravilloso jardín que lo ro­deaba, pero recordando las instruccio­nes recibidas en lugar de entrar por la puerta principal dio la vuelta y se quedó frente a la tapia de atrás. Enton­ces sacó el látigo, dio una fuerte sacu­dida y lo hizo poner derecho como un palo. Al momento el látigo se convirtió en una escalera que le permitió subir hasta la alta tapia, que rodeaba el jar­dín. De un salto se plantó en medio del jardín, luego sacudió un poco la esca­lera y la convirtió de nuevo en un lá­tigo.
El muchacho echó una ojeada, y en­tre todas las flores no tardó en distin­guir las dos preciosas peonías, la verde y la roja. Decididamente se acercó en­tonces a la peonía verde y colocando su espejo delante, dijo, siguiendo las instrucciones del Inmortal:
-¡Peonía verde!
La peonía se transformó de repente en una preciosa doncella; era exacta­mente igual a la joven que se le había aparecido a través de la pulida superfi­cie del espejo.
-Hermosa doncella, he venido has­ta aquí en tu busca: ¿Quieres venir conmigo? Si aceptas, me harás el más feliz de los mortales porque nunca vi a otra como tú.
La doncella se le quedó mirando muy complacida y una dulce sonrisa de asentimiento apareció en su boca; pero cuando volvió la cabeza y vio la peonía roja, la sonrisa desapareció de su ros­tro y una profunda tristeza se apoderó de su corazón:
-¡Oh valiente joven! De buena gana te seguiría a donde quisieras lle­varme, pero está aquí todavía mi pobre hermana peonía roja y se me parte el corazón al pensar que para seguirte debo dejarla la ella entre las garras de esa hechicera.
Mientras peonía verde había estado hablando, brillantes gotas de rocío ha­bían rodeado la corola de peonía roja, cual extraño collar hecho de cristalinas lágrimas.
El muchacho permaneció unos mo­mentos pensativo. Sabía que para ha­cer desaparecer el hechizo de peonía roja habría bastado con estar en pose­sión del otro espejo, pero él no lo te­nía: su hermano mayor se había hundi­do con él en las agitadas aguas del Gran Río.
De repente, peonía verde dijo:
-¡Corre! ¡Escondámonos pronto dentro de la casa, veo que viene hacia aquí la malvada hechicera!
Los dos jóvenes empezaron a correr y se metieron en seguida dentro de la casa, pero la perversa hechicera ya los había visto y agitando una de sus man­gas hizo derrumbarse la puerta y apa­reció ante ellos en toda su horrible fealdad; tenía la cara cubierta de pe­los y sus manos semejaban dos fuertes garras de tigre; a pesar de que iba ves­tida con una túnica de maravillosa seda su aspecto no podía ser más repulsivo. Al verlos, primero pensó en vengarse cruelmente de ambos, pero dándose cuenta de que el joven conservaba aún en la mano el espejo mágico, y sabien­do que contra aquel precioso talismán no podía luchar ni servirse de sus ma­las artes, optó por fingir una alegría que estaba muy lejos de sentir:
-¡Oh gallardo joven, ya veo que eres hombre inteligente y favorecido por los dioses! Me alegro de que mi querida peonía verde, haya llegado a encontrar un prometido tan de mi agrado. Te voy a permitir que te cases con ella siempre que esta noche hagas lo siguiente: tienes que saber que esta casa, además de tener un bonito jardín, cuenta con grandes rebaños de bueyes y carneros. Esta noche sé que alguien quiere robármelos; si me ayudas a con­seguir que no me los roben, mañana mismo te daré mi permiso para que te lleves a peonía verde de aquí.
Tras decir esto, la hechicera esbozó una horrible sonrisa y entonces desapa­reció sin que se hubiera podido decir cómo.
La doncella muy triste suspiró y dijo:
-La perversa hechicera te ha tendi­do una trampa. Nada de cuanto te ha dicho es verdad; no tiene ni bueyes, ni carneros. Lo que ha hecho ahora es salir en busca de los lobos y los tigres para que vengan a devorarte,
-No te aflijas -dijo el mucha­cho-, tengo ese látigo maravilloso, con él en la mano ninguna fiera podrá acer­cárseme.
La doncella sonrió feliz al oír aque­llo, pero la sonrisa se le heló en los labios al ver que de pronto había apa­recido ante ellos la hechicera.
-Joven -dijo en aquel momento la bruja-, ha llegado el momento de demostrar tu valor. Ven conmigo y te llevaré al lugar donde pace mi ganado. Durante toda la noche quiero que lo vigiles tú solo.
-Vamos -dijo el hijo menor de la viuda-, yo siempre cumplo mis prome­sas.
Ambos se pusieron en camino y es­tuvieron andando un buen rato. Por fin llegaron a un tupido bosque, lleno de maleza y espinos. Una vez allí la he­chicera le dijo:
-Muchacho, ya hemos llegado. No tardarás en ver mis rebaños, vigílalos bien y hasta mañana.
Tras decir esto levantó una de sus mangas y desapareció de allí volando por los aires.
El joven no por eso se asustó. Sacó su látigo y esperó unos momentos. No se veía ningún rebaño, pero no tarda­ron en aparecer toda clase de bestias salvajes, que se dirigían en tropel ha­cia allí, cumpliendo órdenes de la per­versa hechicera: panteras, tigres y lo­bos llegaban en verdaderas manadas, pero el hijo de la viuda no tenía miedo a nada. Blandió su látigo y pegó un par de trallazos a los dos animales que tenía más cerca. Inmediatamente todas las bestias retrocedieron asustadas y tal como habían hecho los dos tigres agacharon la cabeza y se acostaron mansamente en el suelo. Habían reco­nocido en el látigo un poderoso talis­mán de los dioses. El joven depositó entonces su látigo ante él y se durmió tranquilamente hasta el día siguiente en que le despertaron los gorriones con sus trinos.
Tan pronto como abrió los ojos pudo comprobar que las fieras habían desaparecido; el sol brillaba en el in­menso azul del cielo y un par de nubes viajeras parecían mecerse graciosamen­te sobre la copa de un alto pino. El mu­chacho sin esperar ni un momento más se encaminó de nuevo hacia la casa de la bruja, entró al igual que la otra vez por detrás, pero esta vez no se paró en el jardín, sino que se fue directamente hacia la casa. Empujó la puerta y sa­ludó cortésmente a su amada. A ésta se le ensanchó el corazón. En cambio la hechicera a duras penas podía di­simular la rabia que sentía de verle otra vez sano y salvo; pero, como era tan perversa y astuta, se apresuró a disimular su desilusión, y llorando amargamente empezó a decir:
-¡Ay triste de mí! Ahora me veré sola aquí y privada de mi mayor teso­ro, mi querida peonía.verde; si fuerais tan amables de llevarme con vosotros os aseguro que jamás os arrepentiríais de tenerme a vuestro lado. ¡Mis pode­res son tantos y os puedo hacer tanto bien queriéndoos como os quiero!
Peonía verde no creyó ni una pa­labra de cuanto decía la bruja, pero como era tan inteligente como ella di­simuló y se apresuró a contestar fin­giendo una gran satisfacción:
-Claro, madrecita, que te llevare­mos; después de vivir tanto tiempo contigo ya no sabría pasar ni un día alejada de tu lado, lo único que me preocupa un poco es que como el viaje es tan largo y tú forzosamente tienes que venir con nosotros, para no perder­te no podrás viajar por los aires como sueles hacerlo y tal vez te resulte incó­modo el viaje. Estoy pensando que lo mejor que podrías hacer sería, aprove­chando esta facilidad tan asombrosa que tienes de poderte convertir en lo que más te apetece, que te transforma­rás en un animal pequeñito. Entonces yo te podría meter dentro de esta ca­jita de sándalo y en mis manos via­jarías cómodamente.
La bruja no lo pensó ni un mo­mento. De repente se convirtió en un ratoncito que empezó a correr por en­cima de la mesa. Peonía verde lo atra­pó al momento y lo metió dentro de la caja de sándalo. Rápidamente dio dos vueltas a la llave y la cajita quedó her­méticamente cerrada; luego le dijo a su amado:
-Ya podemos marcharnos inmedia­tamente; la perversa bruja no volverá a causar nunca más ningún daño a nadie. Al pasar, por el Gran Río la echaré en la profundidad de las aguas. ¡Que se quede para siempre entre los demonios, es donde debe de estar!
Los dos enamorados se miraron tiernamente y sin esperar ni un mo­mento más emprendieron el camino de regreso. El hijo de la viuda llevaba aún el espejo y el látigo. Su prometida sos­tenía fuertemente entre sus manos la cajita de sándalo con la perversa bru­ja encerrada dentro.
Tras andar leguas y leguas, llega­ron ambos por fin a la orilla del Gran Río. Peonía verde rápidamente y con todas sus fuerzas tiró la cajita de sán­dalo al río gritando:
-¡Muere, perversa bruja, que tanto nos has torturado a mi hermana y a mí a lo largo de nuestras vidas! Por tu culpa nos vimos transformadas en flo­res. ¡Oh!, peonía roja, querida herma­na, ¿cómo he podido ser tan cruel de dejarte sola en aquel florido jardín? ¿Qué no daría yo por poder volver a verte, hermanita de mi corazón?
Lloraba con tal tristeza que de re­pente las nubes se pusieron a llorar también con ella; finas gotas de llu­via empezaron a caer sobre los árbo­les y turgentes gotas de rocío apare­cieron sobre las copas de los frondosos pinos. Al oír a su prometida, el mu­chacho también se entristeció pensan­do en su hermano, y gruesas lágrimas asomaron a sus ojos. De repente una luz cegadora pareció surgir del fondo de las aguas dormidas, las nubes se hicieron cada vez más blancas y es­plendorosas y en medio de ellas apa­reció el Inmortal, el anciano de la bar­ba blanca, que sonriendo bajó sobre una nube hasta la tierra. Una vez en el suelo el anciano se incorporó y toman­do su bastón dijo con voz tonante, di­rigiendo la punta de su vara hacia el Gran Río:
-¡Oh Gran Río, en cuyo seno ha­bitan los demonios! ¡Devuelve ahora mismo a la orilla a aquel que vino has­ta aquí el año pasado en busca de su amada!
Inmediatamente, una verdadera le­gión de demonios con cuerpo humano y cola de pescado y con cuerpo de tor­tuga y cabeza de persona apareció so­bre las aguas llevando sobre un lecho de algas al hijo mayor de la viuda, quien nada más poner pie a tierra se incorporó y frotándose los ojos dijo:
-¿Es posible que sea cierto lo que ven mis ojos? ¿Será esto una mera ilu­sión o tal vez un simple espejismo de mis sentidos?
-¡Hermano mío! ¿Eres tú? Dime que no es un sueño, sino la más feliz de las realidades lo que están viendo mis ojos.
Los dos hermanos corrieron uno al encuentro del otro y se abrazaron lle­nos de alegría.
Pasado el primer momento de estu­por y de natural alegría, los tres deci­dieron regresar al jardín de la hechi­cera. El hijo mayor de la viuda conser­vaba aún en su poder el espejito que le había dado el Inmortal y decidieron ir a probar si aún conservaba sus po­deres mágicos.
Era de esperar que sí, porque su luna, a pesar de haber permanecido más de un año bajo las aguas, ni si­quiera se había empañado. Hubieran querido preguntárselo al Inmortal, pero por más que escrutaron la tierra y el cielo no pudieron verle. Sólo lo­graron divisar un punto resplandecien­te en el espacio, que se iba alejando rápidamente por encima de las nubes, empujado suave-mente por un ligero céfiro.
Anduvieron otra vez los tres jóvenes leguas y leguas y tras mucho caminar llegaron por fin al florido jardín de la hechicera. La preciosa peonía roja con­servaba aún sobre su corola la guir­nalda de gotas de rocío que tanto se parecían a las lágrimas. Al verla, el hijo mayor de la viuda se acercó rápida­mente hacia ella, sacó el espejito re­dondo y gritó:
-¡Peonía roja!
Al instante apareció ante ellos una linda doncella, ataviada de preciosa seda de arriba abajo. Las dos herma­nas se abrazaron llenas de emoción y peonía roja, dirigiéndose a su amado, le dijo:
-¡Te he esperado tanto! Infinitas gracias sean dadas al gran Buda por haberme favorecido de este modo con sus bondades.
Inmediatamente se encaminaron to­dos hacia la casa de la viuda, y... se­gún dicen los que conocen bien esta historia nadie vio nunca a una familia más feliz que la formada por la viuda, sus hijos y sus nueras. El sueño se ha­bía convertido en realidad...

005. Anonimo (china),

No hay comentarios:

Publicar un comentario