Todas
las mañanas, después de varias horas de práctica, Wang Yizhi, el famoso
calígrafo aclaraba los pinceles y tinteros en el estanque de loto frente a su
puerta. Luego, antes del desayuno, daba un paseo para contemplar los gansos
blancos nadando en el Lago del Oeste. Le llamaba siempre la atención el
movimiento gracioso de sus patas, que, según los maestros de la caligraña, se
asemejan al movimiento de la muñeca cuando se escribía al estilo de la «hierba».
Acostumbraba
a escribir con el índice de la mano en su pantalón imitando los caracteres
inscritos en las antiguas estelas de piedra vistas en sus repetidos viajes
culturales por China. Estos hábitos le atrajeron frecuentes quejas de su mujer,
porque las aguas del estanque quedaban totalmente negras de tinta y las ropas
se desgastaban rápidamente en la zona donde trazaba diariamente los ideogramas
con los dedos. Pero gracias a esa constancia y concentración, se consagró como
el mejor calígrafo de la historia de China.
Dado el
alto prestigio de su arte, sus obras estaban muy cotizadas. Todo el mundo
andaba en busca de una caligrafia suya, bien para embellecer las paredes de
las mansiones, bien para enriquecer sustancialmente las colecciones
caligráficas. Un rótulo de su puño y letra podía hacer prosperar un negocio;
una cuantiosa deuda se amortizaba con un abanico que llevaba su puño y letra.
Había un
monje pobre que anhelaba una copia del Libro
de la moral con su letra para atesorarlo en el templo budista. Ni él ni el
templo tenían dinero para comprar tan cara obra de arte. Pero al enterarse de
la afición a los gansos, se le ocurrió una magnífica idea. Compró una manada de
gansos pequeños en el mercado y los crió con sumo cuidado durante varios meses.
Un día, cuando el calígrafo paseaba por la orilla del lago, quedó maravillado
de la blancura de los gansos del monje y la gracia y armonía de sus
movimientos.
¿De
quién son estas criaturas tan graciosas? -preguntó.
El monje
que contemplaba el asombro del artista sintió gran satisfacción y creyó
llegado el momento:
-Son del
Buda. Porque su santo espíritu les ha conferido la elegancia natural, y la
pureza de su amor les ha dado la blancura. Son suyos, mi señor, desde este
momento, si son de su agrado.
-Desde luego
que sí, ¿pero cómo se los voy a pagar?
-Nuestro
templo es un lugar sobrio pero sagrado. No hay ninguna decoración mejor que
una copia del Libro de la moral. Si
nos pudiera hacer el favor, la gente que va a rezar apreciaría su arte y se
iluminaría con la norma de la buena conducta.
Al día
siguiente se presentó el maestro de caligrafla en el templo con un manojo de
pinceles y su tintero tallado con un dragón. Unos días después obsequió al
templo budista con una verdadera obra de arte: la copia entera del Libro de la moral.
005. Anonimo (china),
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