En una
lejana aldea de la antigua China vivía hace siglos un matrimonio singular.
Nadie en el pueblo había visto nunca a un hombre más tonto ni a una mujer más
lista. El marido no servía para nada y la mujer valía para todo.
Cierto
día la mujer, cansada de ver holgazanear tanto a su marido, trató de animarle
para que se convirtiera en un comerciante. Le dijo:
-Honorable
esposo, ¿por qué no te decides a emprender algún negocio? Comprando y vendiendo
se puede ganar mucho dinero.
-¿Cómo
quieres que me ponga yo a traficar, mujer, si no tengo un solo sapeque? -le
contestó Ha-Poh (tal es el nombre de nuestro protagonista).
-Por eso
no te apures, ahí tienes unos cuantos sapeques que yo he guardado -contestó la
mujer-, con ellos puedes empezar el negocio; compra algo que no se estropee;
así, en el caso de que no logres venderlo, no perderás nada. Ve ahora mismo al
mercado. Eres muy joven, sólo cuentas veinte años. Tienes toda una vida por
delante para hacerte rico.
Ha-Poh
cogió el dinero que le daba su mujer y de bastante mala gana se dirigió hacia
el mercado. La idea de tener que empezar a trabajar no le gustaba nada.
Prefería pasarse todo el día vagabundeando de uno a otro lado del pueblo.
Durante
el camino, el bueno de Ha-Poh empezó a pensar en qué invertiría el dinero. Tan
pronto como llegó al mercado se encontró de buenas a primeras con un pescador
que estava vendiendo almejas. Ha-Poh no lo pensó mucho. Abrió la mano y le dio
todos los sapeques que llevaba al pescador diciéndole:
-Dame
todo esto de almejas.
Como la
mujer de Ha-Poh le había dado todos sus ahorros, aquél llevaba un buen
montoncito de sapeques por lo que el pescador le dio toda una cesta de almejas.
Ha-Poh,
con su cesto de mariscos, iba muy contento por la calle. Estaba muy satisfecho
de haber comprado algo, aunque de momento aún no sabía qué era lo que iba a
hacer con aquella compra. De pronto se paró en seco en medio del camino; las
almejas se removían extrañamente en el cesto y parecía que estuvieran
diciendo continuamente «O-Oh». Ha-Poh al oírlas se puso hecho una fiera, le
pareció una irreverencia que las almejas se atrevieran a pronunciar el nombre
de su difunto padre. Estaba tan enfadado que en cuanto pasó junto al río las
tiró todas al agua. Luego, acordándose de que con aquellas almejas había
gastado todos los ahorros de su mujer y de que precisamente ahora iba camino
de su casa, se desnudó apresuradamente y se echó al río para recogerlas, pero
por mucho que buceó sólo logró coger media docena. Muy decepcionado se
disponía a salir del agua cuando vio con horror que le habían robado la ropa.
Decididamente su suerte no era buena.
Mientras
Ha-Poh seguía metido en el agua sin saber cómo salir de ella, vio venir en
aquella dirección un entierro. Se fijó en el detalle de que encima del ataúd
habían puesto los familiares un paño. Ha-Poh no lo pensó dos veces. Tan pronto
como vio que el cortejo fúnebre pasaba por delante de donde él estaba tiró de
la tela, se la puso por encima y echó a correr hacia su casa, pero antes de que
hubiera podido llegar a ella ya le habían molido a palos los que acompañaban
el difunto a su última morada.
Cuando
le vio llegar a casa de aquella manera, su mujer salió a recibirle diciendo:
-Honorable
marido, ¿qué te ha pasado? ¿Qué compraste con el dinero que te di y qué
ganaste con la compra?
Ha-Poh,
muy apesadumbrado, tuvo que explicarle todo lo sucedido sin omitir ni
siquiera lo de la paliza.
-Bueno,
marido. Todo esto te ha ocurrido porque lo que tenías que haber hecho al pasar
el entierro por delante de ti era decir con una cara muy seria «Os acompaño a
todos en vuestro dolor», y ni por asomo se te tenía que haber ocurrido
apoderarte del paño mortuorio porque es cosa sagrada. Así es que ya lo sabes...
Ha-Poh
prometió obrar así en otra ocasión. Desde luego nada le podía ir mejor, pensó,
que seguir los consejos de su mujer a quien todos consideraban tan lista:
Aquel
día, Ha-Poh, mientras vagabundeaba por el pueblo como un pasmarote, vio que
se estaba celebrando una boda. Se acercó y dijo a los comensales con una cara
muy seria:
-Os
acompaño a todos en vuestro dolor.
Todos
los asistentes al acto empezaron entonces a tirarle cosas y a pegarle, hechos
unas verdaderas furias.
Al verle
llegar a casa con la cara hinchada y tras haberse enterado de lo que había
ocurrido, su mujer no pudo por menos de decirle:
-¡Ahimé!,
honorable marido. Tenías que haber dicho «Mucho me alegro», y poner cara
alegre y satisfecha. Ahora ya lo sabes...
Habían
pasado tres lunas desde el día en que el bueno de Ha-Poh había sostenido
aquella conversación con su mujer. Aquel día, como de costumbre, Ha-Poh se
dedicaba a andar de un lado para otro del pueblo sin hacer nada; de pronto, al
doblar la esquina de una calle, vio que se estaba quemando una casa, Todos los
vecinos habían acudido con cubos llenos de agua y trabajaban afanosamente para
apagar el incendio. Ha-Poh se acercó entonces a ellos riendo estrepitosamente
y les dijo:
-Mucho
me alegro.
Ha-Poh
de repente empezó a recibir cubos de agua sobre la cabeza sin saber ni de
donde le venían.
Mojado y
con más de un chichón en la cabeza volvió nuestro hombre a su casa. Su mujer al
verle lanzó un suspiro, procurando que su marido no se diera cuenta porque era
muy bien educada y le preguntó en seguida:
-Pero,
honorable marido, ¿qué te ha pasado hoy?
-Pues
mira, esposa. Hice lo que tú me dijiste. Esta vez dije «Mucho me alegro», pero
a aquellos hombres que estaban apagando el fuego no les pareció nada bien y me
dejaron en el estado en que me ves.
-Naturalmente
-replicó la mujer- porque lo que tenías que haber hecho era ayudarles a
extinguir el incendio. Siempre que hay fuego hay que ayudar a apagarlo.
Ha-Poh
le prometió a su mujer que así lo haría.
Al día
siguiente, cuando Ha-Poh salió a la calle lo primero que vio fue a un herrero
que estaba encendiendo fuego en la fragua. Ha-Poh tan pronto como vio aparecer
las primeras llamas empezó a correr como loco, le pidió prestado un cubo a una
vecina, fue a la fuente y a todo correr volvió a casa del herrero y sin decir
ni una palabra le echó el cubo de agua sobre la fragua y le apagó el fuego; el
herrero como recompensa le propinó tal paliza que a Ha-Poh no le quedó hueso
sano.
Lloriqueando
se fue hacia su casa y quejándose se lo contó todo a su mujer.
-Claro,
honorable marido, esto te ha ocurrido porque en tal caso lo que tenías que
haber hecho era ayudarle a encender el fuego para que terminara antes su
trabajo.
-Otra
vez así lo haré -dijo Ha-Poh muy convencido.
Transcurridos
unos días, cierta mañana Ha-Poh al volver del mercado tropezó con dos
chiquillos que estaban ensuciando con pintura la pared de una casa. Ha-Poh se
acercó, e inmediatamente cogió también una brocha, y brochazo va brochazo
viene pronto entre los tres dejaron aquella pared hecha un desastre. Cuando
el dueño de la casa se dio cuenta de lo que estaba pasando salió hecho una
fiera enarbolando un palo y le pegó unos cuantos golpes con toda su fuerza a
Ha-Poh, que era el único que no se había movido de allí; los dos chiquillos ya
se habían dado buena maña en escapar.
Aquella
noche la esposa de Ha-Poh suspiró otra vez al ver a su marido y de nuevo le
aconsejó:
-Cuando
se ve que alguien está estropeando algo que no es suyo hay que impedirlo.
Procura no olvidarlo, honorable marido.
Ha-Poh
así prometió hacerlo.
Aquella
tarde andaba el bueno de Ha-Poh por un camino y vio que dos obreros estaban
derribando a toda prisa una casa. No lo pensó dos veces, cogió carrerilla y
de un solo golpe les echó abajo el andamio donde estaban subidos. Ambos hombres
cayeron al suelo con gran estrépito, pero no tardaron en levantarse y en darle
a Ha-Poh su merecido.
Aquel
día, Ha-Poh prefirió callarse y no decir nada a su mujer. Temía que a ésta
llegara un momento en que se le acabara la paciencia.
Pasaron
ocho lunas. Jna mañana en que Ha-Poh había salido a dar un paseo por el campo
vio a dos pastorcillos guardando ganado. De pronto, los chiquillos empezaron a
reñir entre sí por algo y acabaron peleándose a golpes. El tonto de Ha-Poh se
echó a reír a grandes carcajadas; entonces los padres de los dos chiquillos
que lo habían visto todo salieron enfurecidos de sus casas, separaron a los
dos niños y le pegaron un buen par de puntapiés a Ha-Poh.
-Honorable
marido -le estaba diciendo en aquel momento su mujer-, esto pasó porque tu
deber habría sido interponerte entre los que reñían y tratar de separarles.
Ha-Poh
aseguró que de ahora en adelante así lo había de hacer. Estaba dispuesto a
obedecer a su esposa...
No
habían pasado aún tres días después de aquello cuando cierto día en que Ha-Poh
como de costumbre había salido a pasear vio como dos toros estaban peleando.
Sin pensarlo ni un momento se acercó a ellos, se colocó en medio y trató de
persuadirles de que no se atacaran mutuamente, pero los toros no le dieron
tiempo ni de abrir la boca. En un momento el pobre Ha-Poh cogido entre los
cuernos de ambos animales dejó de existir.
Así dice
la leyenda que ocurrió la trágica muerte de Ha-Poh. La pobre esposa lloró
amargamente a su marido, pero en su interior no podía por menos de decirse que
quizás había sido una suerte para el pobre Ha-Poh que se hubiera ido al otro
mundo porque verdaderamente para vivir en éste no servía.
005. Anonimo (china),
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