Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

Quien tonto nace, tonto muere


En una lejana aldea de la antigua China vivía hace siglos un matrimonio singular. Nadie en el pueblo había vis­to nunca a un hombre más tonto ni a una mujer más lista. El marido no ser­vía para nada y la mujer valía para todo.
Cierto día la mujer, cansada de ver holgazanear tanto a su marido, trató de animarle para que se convirtiera en un comerciante. Le dijo:
-Honorable esposo, ¿por qué no te decides a emprender algún negocio? Comprando y vendiendo se puede ga­nar mucho dinero.
-¿Cómo quieres que me ponga yo a traficar, mujer, si no tengo un solo sapeque? -le contestó Ha-Poh (tal es el nombre de nuestro protagonista).
-Por eso no te apures, ahí tienes unos cuantos sapeques que yo he guar­dado -contestó la mujer-, con ellos puedes empezar el negocio; compra algo que no se estropee; así, en el caso de que no logres venderlo, no perderás nada. Ve ahora mismo al mercado. Eres muy joven, sólo cuentas veinte años. Tienes toda una vida por delante para hacerte rico.
Ha-Poh cogió el dinero que le daba su mujer y de bastante mala gana se dirigió hacia el mercado. La idea de tener que empezar a trabajar no le gus­taba nada. Prefería pasarse todo el día vagabundeando de uno a otro lado del pueblo.
Durante el camino, el bueno de Ha-­Poh empezó a pensar en qué invertiría el dinero. Tan pronto como llegó al mercado se encontró de buenas a pri­meras con un pescador que estava ven­diendo almejas. Ha-Poh no lo pensó mucho. Abrió la mano y le dio todos los sapeques que llevaba al pescador di­ciéndole:
-Dame todo esto de almejas.
Como la mujer de Ha-Poh le había dado todos sus ahorros, aquél llevaba un buen montoncito de sapeques por lo que el pescador le dio toda una cesta de almejas.
Ha-Poh, con su cesto de mariscos, iba muy contento por la calle. Estaba muy satisfecho de haber comprado algo, aunque de momento aún no sabía qué era lo que iba a hacer con aquella compra. De pronto se paró en seco en medio del camino; las almejas se remo­vían extrañamente en el cesto y pare­cía que estuvieran diciendo continua­mente «O-Oh». Ha-Poh al oírlas se puso hecho una fiera, le pareció una irreve­rencia que las almejas se atrevieran a pronunciar el nombre de su difunto pa­dre. Estaba tan enfadado que en cuan­to pasó junto al río las tiró todas al agua. Luego, acordándose de que con aquellas almejas había gastado todos los ahorros de su mujer y de que pre­cisamente ahora iba camino de su casa, se desnudó apresuradamente y se echó al río para recogerlas, pero por mucho que buceó sólo logró coger media do­cena. Muy decepcionado se disponía a salir del agua cuando vio con horror que le habían robado la ropa. Decidi­damente su suerte no era buena.
Mientras Ha-Poh seguía metido en el agua sin saber cómo salir de ella, vio venir en aquella dirección un entierro. Se fijó en el detalle de que encima del ataúd habían puesto los familiares un paño. Ha-Poh no lo pensó dos veces. Tan pronto como vio que el cortejo fú­nebre pasaba por delante de donde él estaba tiró de la tela, se la puso por encima y echó a correr hacia su casa, pero antes de que hubiera podido lle­gar a ella ya le habían molido a palos los que acompañaban el difunto a su última morada.
Cuando le vio llegar a casa de aque­lla manera, su mujer salió a recibirle diciendo:
-Honorable marido, ¿qué te ha pa­sado? ¿Qué compraste con el dinero que te di y qué ganaste con la compra?
Ha-Poh, muy apesadumbrado, tuvo que explicarle todo lo sucedido sin omi­tir ni siquiera lo de la paliza.
-Bueno, marido. Todo esto te ha ocurrido porque lo que tenías que ha­ber hecho al pasar el entierro por de­lante de ti era decir con una cara muy seria «Os acompaño a todos en vuestro dolor», y ni por asomo se te tenía que haber ocurrido apoderarte del paño mortuorio porque es cosa sagrada. Así es que ya lo sabes...
Ha-Poh prometió obrar así en otra ocasión. Desde luego nada le podía ir mejor, pensó, que seguir los consejos de su mujer a quien todos considera­ban tan lista:
Aquel día, Ha-Poh, mientras vaga­bundeaba por el pueblo como un pas­marote, vio que se estaba celebrando una boda. Se acercó y dijo a los comen­sales con una cara muy seria:
-Os acompaño a todos en vuestro dolor.
Todos los asistentes al acto empeza­ron entonces a tirarle cosas y a pegar­le, hechos unas verdaderas furias.
Al verle llegar a casa con la cara hinchada y tras haberse enterado de lo que había ocurrido, su mujer no pudo por menos de decirle:
-¡Ahimé!, honorable marido. Te­nías que haber dicho «Mucho me ale­gro», y poner cara alegre y satisfecha. Ahora ya lo sabes...
Habían pasado tres lunas desde el día en que el bueno de Ha-Poh había sostenido aquella conversación con su mujer. Aquel día, como de costumbre, Ha-Poh se dedicaba a andar de un lado para otro del pueblo sin hacer nada; de pronto, al doblar la esquina de una calle, vio que se estaba quemando una casa, Todos los vecinos habían acudido con cubos llenos de agua y trabajaban afanosamente para apagar el incendio. Ha-Poh se acercó entonces a ellos rien­do estrepitosamente y les dijo:
-Mucho me alegro.
Ha-Poh de repente empezó a reci­bir cubos de agua sobre la cabeza sin saber ni de donde le venían.
Mojado y con más de un chichón en la cabeza volvió nuestro hombre a su casa. Su mujer al verle lanzó un sus­piro, procurando que su marido no se diera cuenta porque era muy bien edu­cada y le preguntó en seguida:
-Pero, honorable marido, ¿qué te ha pasado hoy?
-Pues mira, esposa. Hice lo que tú me dijiste. Esta vez dije «Mucho me alegro», pero a aquellos hombres que estaban apagando el fuego no les pare­ció nada bien y me dejaron en el estado en que me ves.
-Naturalmente -replicó la mu­jer- porque lo que tenías que haber hecho era ayudarles a extinguir el in­cendio. Siempre que hay fuego hay que ayudar a apagarlo.
Ha-Poh le prometió a su mujer que así lo haría.
Al día siguiente, cuando Ha-Poh sa­lió a la calle lo primero que vio fue a un herrero que estaba encendiendo fue­go en la fragua. Ha-Poh tan pronto como vio aparecer las primeras llamas empezó a correr como loco, le pidió prestado un cubo a una vecina, fue a la fuente y a todo correr volvió a casa del herrero y sin decir ni una palabra le echó el cubo de agua sobre la fra­gua y le apagó el fuego; el herrero como recompensa le propinó tal paliza que a Ha-Poh no le quedó hueso sano.
Lloriqueando se fue hacia su casa y quejándose se lo contó todo a su mu­jer.
-Claro, honorable marido, esto te ha ocurrido porque en tal caso lo que tenías que haber hecho era ayudarle a encender el fuego para que terminara antes su trabajo.
-Otra vez así lo haré -dijo Ha-­Poh muy convencido.
Transcurridos unos días, cierta ma­ñana Ha-Poh al volver del mercado tropezó con dos chiquillos que estaban ensuciando con pintura la pared de una casa. Ha-Poh se acercó, e inmediata­mente cogió también una brocha, y brochazo va brochazo viene pronto en­tre los tres dejaron aquella pared he­cha un desastre. Cuando el dueño de la casa se dio cuenta de lo que estaba pasando salió hecho una fiera enarbo­lando un palo y le pegó unos cuantos golpes con toda su fuerza a Ha-Poh, que era el único que no se había movi­do de allí; los dos chiquillos ya se ha­bían dado buena maña en escapar.
Aquella noche la esposa de Ha-Poh suspiró otra vez al ver a su marido y de nuevo le aconsejó:
-Cuando se ve que alguien está es­tropeando algo que no es suyo hay que impedirlo. Procura no olvidarlo, hono­rable marido.
Ha-Poh así prometió hacerlo.
Aquella tarde andaba el bueno de Ha-Poh por un camino y vio que dos obreros estaban derribando a toda pri­sa una casa. No lo pensó dos veces, co­gió carrerilla y de un solo golpe les echó abajo el andamio donde estaban subidos. Ambos hombres cayeron al suelo con gran estrépito, pero no tarda­ron en levantarse y en darle a Ha-Poh su merecido.
Aquel día, Ha-Poh prefirió callarse y no decir nada a su mujer. Temía que a ésta llegara un momento en que se le acabara la paciencia.

Pasaron ocho lunas. Jna mañana en que Ha-Poh había salido a dar un paseo por el campo vio a dos pastorcillos guardando ganado. De pronto, los chi­quillos empezaron a reñir entre sí por algo y acabaron peleándose a golpes. El tonto de Ha-Poh se echó a reír a grandes carcajadas; entonces los pa­dres de los dos chiquillos que lo ha­bían visto todo salieron enfurecidos de sus casas, separaron a los dos niños y le pegaron un buen par de puntapiés a Ha-Poh.
-Honorable marido -le estaba di­ciendo en aquel momento su mujer-, esto pasó porque tu deber habría sido interponerte entre los que reñían y tra­tar de separarles.
Ha-Poh aseguró que de ahora en ade­lante así lo había de hacer. Estaba dis­puesto a obedecer a su esposa...
No habían pasado aún tres días des­pués de aquello cuando cierto día en que Ha-Poh como de costumbre había salido a pasear vio como dos toros es­taban peleando. Sin pensarlo ni un mo­mento se acercó a ellos, se colocó en medio y trató de persuadirles de que no se atacaran mutuamente, pero los toros no le dieron tiempo ni de abrir la boca. En un momento el pobre Ha­-Poh cogido entre los cuernos de ambos animales dejó de existir.

Así dice la leyenda que ocurrió la trágica muerte de Ha-Poh. La pobre esposa lloró amargamente a su mari­do, pero en su interior no podía por menos de decirse que quizás había sido una suerte para el pobre Ha-Poh que se hubiera ido al otro mundo porque verdaderamente para vivir en éste no servía.

005. Anonimo (china),

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