Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

Ts’oei


El letrado Ts'oei pasaba el verano en el valle de Lo. Era un apasionado floricultor; en su jardín crecían las plantas más raras y de colores más de­licados de todo el valle. Ts'oei cuidaba de su jardín con un esmero extraordi­nario; se levantaba muy pronto en cuan­to salía el sol, y una de sus primeras tareas era regar sus queridas y maravi­llosas plantas.
Cierto día, mientras estaba ocupado en tal menester, oyó un ruido de caba­llerías en el sendero; a lo lejos se divi­saba una nube de polvo que se iba acercando lentamente; pronto pudo dis­tinguir con toda claridad lo que era; se trataba de un cortejo que iba en direc­ción el valle de Lo. Ts'oei se quedó estupefacto de la brillantez y riqueza de las cabalgaduras. Una larga hilera de servidores, soberbiamente vestidos de ricas sedas, escoltaba a una dama de belleza indescrip-tible. Ts'oei era un hombre mundano, acostumbrado a ver extra-ordinarias bellezas en la ciudad, pero doncella igual a aquélla jamás hubiera creído que pudiera existir. El letrado quiso decirle algo a la joven cuando pasó por delante de su puerta, pero su caballo pasó tan veloz que a Ts'oei no le dio tiempo ni de abrir la boca.
Al día siguiente, al alba, bajó de nue­vo a su jardín. Tenía la secreta esperan­za de volver a ver aquella beldad, y así fue. Todo transcurrió como el día an­terior: se oyó el ruido de los caballos, apareció la nube de polvo a lo lejos, se fue acercando el cortejo y de nuevo pasó por delante de la casa de Ts'oei la dama y su séquito. El letrado empezó a reflexionar y se dijo que al día siguiente prepararía las cosas de tal manera que la joven tendría que detenerse a la fuer­za ante su casa. Prepararía el té y dis­pondría todo el servicio en el jardín. Luego se adelantaría a invitar a la don­cella y a sus acompa-ñantes.
Aquel día Ts'oei se levantó todavía más pronto de lo acostumbrado. Esco­gió las más delicadas tazas y platos que tenía, lo dejó todo dispuesto en el jar­dín sobre una estera y se dispuso a es­perar... A la hora habitual, cuando el sol empezaba a iluminar con sus tibios rayos el fragante jardín del letrado, apareció el cortejo. Ts'oei se adelantó entonces presuroso y desde el borde del camino saludó a la dama inclinándose profundamente:
-Señora, os he visto pasar por aquí varios días seguidos cabal-gando y nada podía serme más grato que ofreceros mi humilde morada para que descansa­rais en ella unos momentos y tomarais el té de la amistad; luego tendría sumo placer en mostraros mi florido jardín. Soy un apasionado floricultor y me gus­taría que os dignarais contemplar mis plantas.
La doncella permaneció muda e in­diferente a tan gentiles pala-bras. Ape­nas parecía darse cuenta de que un joven se había inclinado profundamente al borde del camino para dirigirle la palabra; la dama ni le contestó. Siguió hacia adelante. Algunos de sus servido­res echaron una burlona mirada a Ts'oei al pasar. Éste permaneció un buen rato junto al camino, desilusiona­do y perplejo: jamás le había ocurrido nada semejante.
El letrado Ts'oei era un hombre te­naz, no era fácil hacerle desistir de una idea. Inmediatamente su cerebro empe­zó a elaborar un plan para el día si­guiente. Tenía que conseguir que la bella desconocida detuviera su caballo ante su puerta. Pronto creyó haber en­contrado solución a su problema.
Al despuntar el día ya estaba Ts'oei en su jardín con el té a punto como el día anterior. El cortejo no tardó en apa­recer; tan pronto como lo vio en lon­tananza, el letrado cabalgó en aquella dirección, se unió al séquito de la dama y en cuanto estuvieron ante su mansión descabalgó y se prosternó en medio del camino antela cabalgadura de la don­cella, que así se vio forzosamente obli­gada a detenerse. Ts'oei le suplicó de nuevo con finas palabras que se detu­viera ante su casa y que se dignara pro­bar el té de la amistad. La doncella tam-poco esta vez parecía llevar trazas de contestarle ni una palabra, pero en aquel momento intervino un viejo y bondadoso criado diciendo:
-Mi señora, los jinetes están cansa­dos y a los caballos tampoco les vendría mal pacer un poco. Podríamos descan­sar, si os parece unos momentos aquí, en este maravilloso jardín de tonalida­des tan diversas como las del arco iris.
La doncella sonrió entonces amable­mente al anciano y asintió; descabalgó y penetró en el jardín de Ts'oei. Nuestro letrado estaba tan embebido contem­plando la radiante belleza de aquella des-conocida de piel tan blanca como los rayos de la luna, que -apenas pronuncia­ba palabra; pronto llegó la hora de mar­charse. Sólo entonces se dio cuenta el letrado de que aún no había hecho ni dicho nada para retener a la honorable desconocida. En aquel momento el vie­jo criado, como si adivinara los secre­tos pensamientos de su anfitrión, se acercó a Ts'oei y en un aparte le dijo:
-Honorable señor, veo que os ha­béis enamorado de mi ama. Si queréis os puedo servir de intermediario, si es que pensáis casaros con ella. No creo que haya dificultades para conseguir el permiso de la familia. Parecéis un hom­bre culto y bueno, y vuestro aspecto es agradable. Ahora nos dirigimos precisa­mente (y los otros días también íbamos al mismo lugar) a ver a la hermana de mi ama. Está algo delicada de salud y por eso reside actualmente en este valle; en cuanto lleguemos le notificaré vues­tros deseos y como estoy seguro de que accederá os ruego, señor, que empecéis a hacer ya todos los prepara-tivos nece­sarios para la boda, pues no pasarán muchas lunas sin que os traiga a la que ha de ser vuestra esposa.
Muy agradecido quedó el letrado al buen sirviente. Al instante le prome­tió hacer todo lo que le había dicho.
La dama y su séquito se alejaron de nuevo. Ts'oei se despidió cortésmente de sus huéspedes y desde aquel mismo instante empezó a hacer los preparati­vos para su boda. Transcurridas dos semanas el letrado, una tarde que esta­ba en su jardín pensando en su amada, vio acercarse un rico palanquín del que descendieron dos damas. Eran su futu­ra esposa y la hermana de ésta. Ts'oei salió a su encuentro inmediatamente y las alojó en su casa.

El joven Ts'oei era el más feliz de los mortales. Tenía la esposa más per­fecta que pudiera existir. No había flor que admitiera comparación con su be­lleza, ni gorjeo de pájaro de trinos más suaves y puros que los de la voz de su amada. Pero el letrado en su precipita­ción se había olvidado de cumplir con un deber fundamental: no había no­tificado su enlace matrimonial a su ho­norable y anciana madre. Decidió po­ner remedio a su descuido inmediata­mente. Tan pronto como le fue posible emprendió el viaje con su esposa hacia la ciudad donde moraba la anciana.
Cuando a la honorable señora le fue presentada su nuera quedó gratamente sorprendida; su hijo no habría podido encontrar en toda la ciudad doncella más hermosa ni más educada que la que había hallado en pleno valle de Lo.
La madre de Ts'oei les rogó encare­cidamente que no se marcharan, les suplicó que permanecieran ambos a su lado y los jóvenes esposos así lo hi­cieron.
La vida transcurría feliz en casa de Ts'oei. Una mañana llegaron unos ser­vidores procedentes de la casa de su cuñada. Eran portadores de delicadas golosinas para el letrado y su parente­la. Al probar aquellos manjares, Ts'oei y sus familiares quedaron descon-cer­tados. Aquellos dulces tenían un sabor exquisito, lleno de suaves y delicados perfumes que no parecían de este mun­do.
La vieja señora admiraba cada día más a su nuera, pero en su admiración empezaba a mezclarse cierta temerosa desconfianza que no acertaba a disimu­lar totalmente. Su hijo, que amaba tier­namente a su madre, pronto se dio cuenta de ello y respetuosamente le preguntó cuál era la causa de su preo­cupación.
-Honorable madre, os ruego que os dignéis revelarme el origen de vues­tro pesar. Leo en vuestro dulce rostro que algo os atormenta.
-Hijo mío, no sabes cuánto siento tener que revelarte el motivo de mis te­mores. Desconfío de tu esposa. No pa­rece un ser de este mundo. Su voz es más cristalina y más pura que los gor­jeos del ruiseñor, sus manos tañen el laúd mejor que el más consumado ar­tista, su piel es más blanca que los ra­yos de la luna, y la seda y el brocado de sus vestidos es más brillante y suave que los pétalos de las flores de tu jar­dín; y aún hay otra cosa que me preo­cupa más: las golosinas que nos envió tu cuñada no parecen alimentos de la tierra, sino manjares celestes; hijo mío, creo..., creo que tu linda esposa es un espíritu maligno que quiere posesio­narse de ti para atormentarte; mejor será que la devuelvas con los suyos.
Ts'oei experimentó una aguda pena al oír aquellas palabras de su venerable madre, pero como era un hijo bueno y respetuoso sabía que su deber era obe­decer y callar.
Con profundo pesar se dirigió al encuentro de su esposa para comuni­carle la triste noticia. Entró en sus ha­bitaciones y la encontró llorando; es­taba ya enterada de lo que había dicho su suegra y de la terrible separación que les había sido impuesta. Triste­mente escuchó lo que le decía su mari­do, y de común acuerdo decidieron em­prender el viaje al día siguiente. Lo único que se atrevió a decir la dulce esposa fue que su honorable suegra es­taba equivocada al juzgarla de aquel modo tan despiadado.
Tan pronto como apareció el sol en cl horizonte traspusieron el umbral de la puerta de su casa Ts'oei y su esposa; fuera los estaban esperando ya los ser­vidores de ésta. Se formó el cortejo y lentamente se encaminaron hacia el valle de Lo. Tras varios días de fatigoso camino llegaron a una frondosa hon­donada. Las más variadas plantas cre­cían en aquella tierra ocultando apenas los curvados techos de un suntuoso pa­lacio. Ts'oei quedó maravillado al con­templarlo: ni el palacio del emperador podía comparársele.
Al ver llegar la caravana salieron a recibirles numerosos ser-vidores que miraron despectivamente al letrado mientras ayudaban a descabalgar a su amo. Uno de los criados hizo una pro­funda reve-rencia a su señora y otra muy ligera a Ts'oei y les invitó a entrar en la casa. En una de las salas del palacio estaba esperando a los esposos la cu­ñada del letrado. Ésta al verlos saludó ceremonio-samente a ambos y dijo a Ts'oei:
-Eres un buen hijo, pero eres tam­bién un hombre inconstante y tu hono­rable madre ha sido una desconfiada. Las relaciones entre nuestras dos fami­lias han terminado, pero teniendo en cuenta que durante todo el tiempo que mi hermana ha permanecido entre vos­otros la habéis tratado con cariño quiero agasajarte y despedirte con un banquete. Venid conmigo que ya lo ten­go todo preparado.
Ts'oei sentado cómodamente sobre esteras volvió a comer aquellos manja­res, que habían provocado la descon­fianza de su madre, y bebió un aromáti­co vino cuyo sabor, tal como había dicho la honorable señora, no podía ser cosa de este mundo. Mientras esta-ban comiendo, unas bellísimas doncellas empezaron a tocar el laúd. Los sones de aquella música eran tan armoniosos que Ts'oei notó que un dulce sueño le hacía cerrar los ojos. Tardó mucho en despertar. Cuando por fin sus ojos vol­vieron a abrirse oyó como su cuñada le decía:
-Ha llegado el momento de la des­pedida, hermana. Desea feliz viaje a tu esposo y entrégale algo como recuerdo, si tal es tu deseo.
La esposa de Ts'oei lloraba dulce­mente; sin decir nada sacó de una de sus mangas de brocado plateado «un cofrecito de jade blanco», de bellísima factura, y se lo ofreció a su marido. Ts'oei lo cogió con gran emoción y tam­bién de sus ojos brotaron lágrimas. Luego se inclinó más de cien veces; sa­lió de palacio, montó en su caballo y se alejó lentamente hacia su mansión. Al cabo de un rato, acariciando dulcemen­te el cofrecillo con su mano, se volvió para ver por última vez el lugar donde había dejado a su amada, pero no vio nada: sólo abruptos roquedales y hon­das simas quedaban atrás.
Fueron pasando los días, los meses y los años. Ts'oei seguía yendo en vera­no a cultivar su hermoso jardín del valle de Lo. Una tarde, cuando ya se disponía a entrar en la casa, vio apare­cer en el sendero a un bonzo. Iba pere­grinando por aquellas tierras y se diri­gía directamente hacia él. Cuando se hallaron frente a frente, el bonzo le sa­ludó diciendo:
-Ilustre letrado, vengo en tu busca desde muy lejos. Sé que guardas un preciado tesoro: muéstramelo, por fa­vor.
-¿Cómo sabéis que tengo tal cosa en mi poder?
-En tu cara lo veo escrito, hijo mío. Una persona muy importante te ofreció algo. Enséñamelo, te lo ruego.
Ts'oei estaba asombrado, pero deci­dió complacer al bonzo; le pareció ser alguien lleno de bondad. Entró en la casa y salió llevando el precioso cofreci­tó de jade entre sus manos. El bonzo al ver aquel objeto quedó profundamen­te emocionado; inmediatamente ofre­ció una enorme cantidad de sapeques al letrado para comprárselo. Deseaba adquirirlo a toda costa. A Ts'oei su cu­ñada le había llamado inconstante, pero además de inconstante era bastante avaricioso. Así que decidió vendérselo al bonzo.
El taoísta le dio las gracias con emo­ción, y se disponía a marcharse ya cuando oyó que Ts'oei le decía:
-Señor ¿podríais revelarme quién era la que fue mi esposa?
-Serás complacido, honorable le­trado. Tuviste par esposa a la hija ter­cera de la divinidad del Oeste. Su nom­bre es Ánfora de Jade. Fue una lástima que tu anciana madre fuera tan descon­fiada y tú tan inconstante y débil que no supieras guardar a tu esposa contigo y justificarla ante los ojos de tu madre. Si la hubieras hecho así tú y toda tu familia habríais vivido eternamente, pero tu desconfianza, tu inconstancia y tu cobardía te perdieron.

005. Anonimo (china),

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