El
letrado Ts'oei pasaba el verano en el valle de Lo. Era un apasionado
floricultor; en su jardín crecían las plantas más raras y de colores más delicados
de todo el valle. Ts'oei cuidaba de su jardín con un esmero extraordinario; se
levantaba muy pronto en cuanto salía el sol, y una de sus primeras tareas era
regar sus queridas y maravillosas plantas.
Cierto
día, mientras estaba ocupado en tal menester, oyó un ruido de caballerías en
el sendero; a lo lejos se divisaba una nube de polvo que se iba acercando
lentamente; pronto pudo distinguir con toda claridad lo que era; se trataba de
un cortejo que iba en dirección el valle de Lo. Ts'oei se quedó estupefacto de
la brillantez y riqueza de las cabalgaduras. Una larga hilera de servidores,
soberbiamente vestidos de ricas sedas, escoltaba a una dama de belleza
indescrip-tible. Ts'oei era un hombre mundano, acostumbrado a ver extra-ordinarias
bellezas en la ciudad, pero doncella igual a aquélla jamás hubiera creído que
pudiera existir. El letrado quiso decirle algo a la joven cuando pasó por
delante de su puerta, pero su caballo pasó tan veloz que a Ts'oei no le dio
tiempo ni de abrir la boca.
Al día
siguiente, al alba, bajó de nuevo a su jardín. Tenía la secreta esperanza de
volver a ver aquella beldad, y así fue. Todo transcurrió como el día anterior:
se oyó el ruido de los caballos, apareció la nube de polvo a lo lejos, se fue
acercando el cortejo y de nuevo pasó por delante de la casa de Ts'oei la dama y
su séquito. El letrado empezó a reflexionar y se dijo que al día siguiente
prepararía las cosas de tal manera que la joven tendría que detenerse a la fuerza
ante su casa. Prepararía el té y dispondría todo el servicio en el jardín.
Luego se adelantaría a invitar a la doncella y a sus acompa-ñantes.
Aquel
día Ts'oei se levantó todavía más pronto de lo acostumbrado. Escogió las más
delicadas tazas y platos que tenía, lo dejó todo dispuesto en el jardín sobre
una estera y se dispuso a esperar... A la hora habitual, cuando el sol
empezaba a iluminar con sus tibios rayos el fragante jardín del letrado,
apareció el cortejo. Ts'oei se adelantó entonces presuroso y desde el borde del
camino saludó a la dama inclinándose profundamente:
-Señora,
os he visto pasar por aquí varios días seguidos cabal-gando y nada podía serme
más grato que ofreceros mi humilde morada para que descansarais en ella unos
momentos y tomarais el té de la amistad; luego tendría sumo placer en mostraros
mi florido jardín. Soy un apasionado floricultor y me gustaría que os
dignarais contemplar mis plantas.
La
doncella permaneció muda e indiferente a tan gentiles pala-bras. Apenas
parecía darse cuenta de que un joven se había inclinado profundamente al borde
del camino para dirigirle la palabra; la dama ni le contestó. Siguió hacia adelante.
Algunos de sus servidores echaron una burlona mirada a Ts'oei al pasar. Éste
permaneció un buen rato junto al camino, desilusionado y perplejo: jamás le
había ocurrido nada semejante.
El
letrado Ts'oei era un hombre tenaz, no era fácil hacerle desistir de una idea.
Inmediatamente su cerebro empezó a elaborar un plan para el día siguiente.
Tenía que conseguir que la bella desconocida detuviera su caballo ante su
puerta. Pronto creyó haber encontrado solución a su problema.
Al
despuntar el día ya estaba Ts'oei en su jardín con el té a punto como el día
anterior. El cortejo no tardó en aparecer; tan pronto como lo vio en lontananza,
el letrado cabalgó en aquella dirección, se unió al séquito de la dama y en
cuanto estuvieron ante su mansión descabalgó y se prosternó en medio del camino
antela cabalgadura de la doncella, que así se vio forzosamente obligada a
detenerse. Ts'oei le suplicó de nuevo con finas palabras que se detuviera ante
su casa y que se dignara probar el té de la amistad. La doncella tam-poco esta
vez parecía llevar trazas de contestarle ni una palabra, pero en aquel momento
intervino un viejo y bondadoso criado diciendo:
-Mi
señora, los jinetes están cansados y a los caballos tampoco les vendría mal
pacer un poco. Podríamos descansar, si os parece unos momentos aquí, en este
maravilloso jardín de tonalidades tan diversas como las del arco iris.
La
doncella sonrió entonces amablemente al anciano y asintió; descabalgó y
penetró en el jardín de Ts'oei. Nuestro letrado estaba tan embebido contemplando
la radiante belleza de aquella des-conocida de piel tan blanca como los rayos
de la luna, que -apenas pronunciaba palabra; pronto llegó la hora de marcharse.
Sólo entonces se dio cuenta el letrado de que aún no había hecho ni dicho nada
para retener a la honorable desconocida. En aquel momento el viejo criado,
como si adivinara los secretos pensamientos de su anfitrión, se acercó a
Ts'oei y en un aparte le dijo:
-Honorable
señor, veo que os habéis enamorado de mi ama. Si queréis os puedo servir de
intermediario, si es que pensáis casaros con ella. No creo que haya
dificultades para conseguir el permiso de la familia. Parecéis un hombre culto
y bueno, y vuestro aspecto es agradable. Ahora nos dirigimos precisamente (y
los otros días también íbamos al mismo lugar) a ver a la hermana de mi ama.
Está algo delicada de salud y por eso reside actualmente en este valle; en
cuanto lleguemos le notificaré vuestros deseos y como estoy seguro de que
accederá os ruego, señor, que empecéis a hacer ya todos los prepara-tivos necesarios
para la boda, pues no pasarán muchas lunas sin que os traiga a la que ha de ser
vuestra esposa.
Muy
agradecido quedó el letrado al buen sirviente. Al instante le prometió hacer
todo lo que le había dicho.
La dama
y su séquito se alejaron de nuevo. Ts'oei se despidió cortésmente de sus
huéspedes y desde aquel mismo instante empezó a hacer los preparativos para su
boda. Transcurridas dos semanas el letrado, una tarde que estaba en su jardín
pensando en su amada, vio acercarse un rico palanquín del que descendieron dos
damas. Eran su futura esposa y la hermana de ésta. Ts'oei salió a su encuentro
inmediatamente y las alojó en su casa.
El joven
Ts'oei era el más feliz de los mortales. Tenía la esposa más perfecta que
pudiera existir. No había flor que admitiera comparación con su belleza, ni
gorjeo de pájaro de trinos más suaves y puros que los de la voz de su amada.
Pero el letrado en su precipitación se había olvidado de cumplir con un deber
fundamental: no había notificado su enlace matrimonial a su honorable y
anciana madre. Decidió poner remedio a su descuido inmediatamente. Tan pronto
como le fue posible emprendió el viaje con su esposa hacia la ciudad donde
moraba la anciana.
Cuando a
la honorable señora le fue presentada su nuera quedó gratamente sorprendida; su
hijo no habría podido encontrar en toda la ciudad doncella más hermosa ni más
educada que la que había hallado en pleno valle de Lo.
La madre
de Ts'oei les rogó encarecidamente que no se marcharan, les suplicó que
permanecieran ambos a su lado y los jóvenes esposos así lo hicieron.
La vida
transcurría feliz en casa de Ts'oei. Una mañana llegaron unos servidores
procedentes de la casa de su cuñada. Eran portadores de delicadas golosinas
para el letrado y su parentela. Al probar aquellos manjares, Ts'oei y sus
familiares quedaron descon-certados. Aquellos dulces tenían un sabor
exquisito, lleno de suaves y delicados perfumes que no parecían de este mundo.
La vieja
señora admiraba cada día más a su nuera, pero en su admiración empezaba a
mezclarse cierta temerosa desconfianza que no acertaba a disimular totalmente.
Su hijo, que amaba tiernamente a su madre, pronto se dio cuenta de ello y
respetuosamente le preguntó cuál era la causa de su preocupación.
-Honorable
madre, os ruego que os dignéis revelarme el origen de vuestro pesar. Leo en
vuestro dulce rostro que algo os atormenta.
-Hijo
mío, no sabes cuánto siento tener que revelarte el motivo de mis temores.
Desconfío de tu esposa. No parece un ser de este mundo. Su voz es más
cristalina y más pura que los gorjeos del ruiseñor, sus manos tañen el laúd
mejor que el más consumado artista, su piel es más blanca que los rayos de la
luna, y la seda y el brocado de sus vestidos es más brillante y suave que los
pétalos de las flores de tu jardín; y aún hay otra cosa que me preocupa más: las
golosinas que nos envió tu cuñada no parecen alimentos de la tierra, sino
manjares celestes; hijo mío, creo..., creo que tu linda esposa es un espíritu
maligno que quiere posesionarse de ti para atormentarte; mejor será que la
devuelvas con los suyos.
Ts'oei
experimentó una aguda pena al oír aquellas palabras de su venerable madre, pero
como era un hijo bueno y respetuoso sabía que su deber era obedecer y callar.
Con
profundo pesar se dirigió al encuentro de su esposa para comunicarle la triste
noticia. Entró en sus habitaciones y la encontró llorando; estaba ya enterada
de lo que había dicho su suegra y de la terrible separación que les había sido
impuesta. Tristemente escuchó lo que le decía su marido, y de común acuerdo
decidieron emprender el viaje al día siguiente. Lo único que se atrevió a
decir la dulce esposa fue que su honorable suegra estaba equivocada al
juzgarla de aquel modo tan despiadado.
Tan
pronto como apareció el sol en cl horizonte traspusieron el umbral de la puerta
de su casa Ts'oei y su esposa; fuera los estaban esperando ya los servidores
de ésta. Se formó el cortejo y lentamente se encaminaron hacia el valle de Lo.
Tras varios días de fatigoso camino llegaron a una frondosa hondonada. Las
más variadas plantas crecían en aquella tierra ocultando apenas los curvados
techos de un suntuoso palacio. Ts'oei quedó maravillado al contemplarlo: ni
el palacio del emperador podía comparársele.
Al ver
llegar la caravana salieron a recibirles numerosos ser-vidores que miraron
despectivamente al letrado mientras ayudaban a descabalgar a su amo. Uno de los
criados hizo una profunda reve-rencia a su señora y otra muy ligera a Ts'oei y
les invitó a entrar en la casa. En una de las salas del palacio estaba
esperando a los esposos la cuñada del letrado. Ésta al verlos saludó ceremonio-samente
a ambos y dijo a Ts'oei:
-Eres un
buen hijo, pero eres también un hombre inconstante y tu honorable madre ha
sido una desconfiada. Las relaciones entre nuestras dos familias han
terminado, pero teniendo en cuenta que durante todo el tiempo que mi hermana ha
permanecido entre vosotros la habéis tratado con cariño quiero agasajarte y
despedirte con un banquete. Venid conmigo que ya lo tengo todo preparado.
Ts'oei
sentado cómodamente sobre esteras volvió a comer aquellos manjares, que habían
provocado la desconfianza de su madre, y bebió un aromático vino cuyo sabor,
tal como había dicho la honorable señora, no podía ser cosa de este mundo.
Mientras esta-ban comiendo, unas bellísimas doncellas empezaron a tocar el
laúd. Los sones de aquella música eran tan armoniosos que Ts'oei notó que un
dulce sueño le hacía cerrar los ojos. Tardó mucho en despertar. Cuando por fin
sus ojos volvieron a abrirse oyó como su cuñada le decía:
-Ha
llegado el momento de la despedida, hermana. Desea feliz viaje a tu esposo y
entrégale algo como recuerdo, si tal es tu deseo.
La
esposa de Ts'oei lloraba dulcemente; sin decir nada sacó de una de sus mangas
de brocado plateado «un cofrecito de jade blanco», de bellísima factura, y se
lo ofreció a su marido. Ts'oei lo cogió con gran emoción y también de sus ojos
brotaron lágrimas. Luego se inclinó más de cien veces; salió de palacio, montó
en su caballo y se alejó lentamente hacia su mansión. Al cabo de un rato,
acariciando dulcemente el cofrecillo con su mano, se volvió para ver por
última vez el lugar donde había dejado a su amada, pero no vio nada: sólo
abruptos roquedales y hondas simas quedaban atrás.
Fueron
pasando los días, los meses y los años. Ts'oei seguía yendo en verano a
cultivar su hermoso jardín del valle de Lo. Una tarde, cuando ya se disponía a
entrar en la casa, vio aparecer en el sendero a un bonzo. Iba peregrinando
por aquellas tierras y se dirigía directamente hacia él. Cuando se hallaron
frente a frente, el bonzo le saludó diciendo:
-Ilustre
letrado, vengo en tu busca desde muy lejos. Sé que guardas un preciado tesoro:
muéstramelo, por favor.
-¿Cómo
sabéis que tengo tal cosa en mi poder?
-En tu
cara lo veo escrito, hijo mío. Una persona muy importante te ofreció algo.
Enséñamelo, te lo ruego.
Ts'oei
estaba asombrado, pero decidió complacer al bonzo; le pareció ser alguien
lleno de bondad. Entró en la casa y salió llevando el precioso cofrecitó de
jade entre sus manos. El bonzo al ver aquel objeto quedó profundamente
emocionado; inmediatamente ofreció una enorme cantidad de sapeques al letrado
para comprárselo. Deseaba adquirirlo a toda costa. A Ts'oei su cuñada le había
llamado inconstante, pero además de inconstante era bastante avaricioso. Así
que decidió vendérselo al bonzo.
El
taoísta le dio las gracias con emoción, y se disponía a marcharse ya cuando
oyó que Ts'oei le decía:
-Señor
¿podríais revelarme quién era la que fue mi esposa?
-Serás
complacido, honorable letrado. Tuviste par esposa a la hija tercera de la
divinidad del Oeste. Su nombre es Ánfora de Jade. Fue una lástima que tu
anciana madre fuera tan desconfiada y tú tan inconstante y débil que no
supieras guardar a tu esposa contigo y justificarla ante los ojos de tu madre.
Si la hubieras hecho así tú y toda tu familia habríais vivido eternamente, pero
tu desconfianza, tu inconstancia y tu cobardía te perdieron.
005. Anonimo (china),
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