(siglo
XVII)
Durante
el período Ch’eng-Hua de nuestra dinastía, vivía en Shan-tung un joven llamado
Moral-en-flor, cuyos padres poseían una fortuna respetable. Justo acababa de
atarse los cabellos detrás de su bonete de hombre; su fresco y rosado cutis se
sumaba al delicado encanto de sus rasgos.
Un día,
yendo a visitar a un tío suyo en una aldea cercana, fue sorprendido en el
camino por un fuerte aguacero, y corrió a buscar abrigo en un templo
abandonado; y allí, sentada en el suelo y esperando que la lluvia cesara, había
una anciana. Moral-en-flor se sentó también, y como la lluvia aumentara en
intensidad, se resignó también a esperar.
Al
encontrarlo hermoso, la anciana empezó a conversar y congraciarse con él, hasta
que, por último, se le acercó hasta quedar pegada con él y, después, sus manos
empezaron a palpar suavemente el cuerpo del muchacho.
El joven
encontró que ésta era una manera agradable de pasar el tiempo, pero, al cabo de
un rato, dijo:
-¿Cómo es
que, a pesar de que eres mujer tienes voz de hombre?
-Hijo
mío, te diré la verdad pero no has de revelarla a nadie. En realidad no soy
mujer sino hombre. Cuando era chiquito solía disfrazarme e imitar el falsete de
las niñas; y hasta aprendí a coser tan bien como ellas. Solía ir a menudo a las
ferias y mercados de los pueblos vecinos fingiéndome muchacha y ofreciéndome
para trabajos de costura; y, muy pronto, mi habilidad fue admirada por todas
las moradoras de las casas donde trabajé. Solía ir a acostarme con las mujeres
-añadió- y, poco a poco, según fuera de licenciosa su mente, gozábamos de todo
nuestro placer. Muy pronto las mujeres descubrieron que no tenían que salir
para sus retozos; y hasta jóvenes de mente sobria se vieron envueltas en mi
juego. Tampoco ellas se atrevieron a decir nada, por temor al escándalo; y,
además, poseía yo una droga que, durante la noche, se la aplicaba al rostro
dejándolas atontadas, de manera que eso me permitía hacer lo que quisiera.
Cuando recobraban el conocimiento era ya demasiado tarde, y no osaban
protestar. Antes al contrario, solían cohecharme con oro y prendas de seda para
que guardara silencio y me marchara de su casa. Y nunca, desde entonces, y
ahora cuento ya cuarenta y siete años, he vuelto a ponerme ropas de hombre. He
viajado por las dos capitales y las nueve provincias y siempre que veo una
mujer hermosa logro combinar las cosas de manera que me sea posible entrar en
su casa. De esta manera acumulo riquezas sin gran fatiga; y nunca he sido
descubierto.
-¡Qué historia
tan asombrosa! -exclamó fascinado Moral-en-Flor-. No sé si yo podría hacer lo
mismo.
-Siendo
tan bello como eres -le contestó el otro- todos habrán de tomarte por una
mujer. Si quieres que yo sea tu maestro no tienes que hacer más que venir
conmigo. Te vendaré los pies y te enseñaré a coser; e iremos juntos por todas
las casas. Tú serás mi sobrina. Si encontramos alguna buena ocasión, te daré un
poco de mi droga y no tendrás ninguna dificultad en lograr tus fines.
El
corazón del joven estaba devorado por el deseo de poner a prueba semejante
aventura. Sin más vacilaciones, se postró cuatro veces y adoptó a la vieja como
su amo, sin pensar ni por un instante en sus padres ni en su honor. Así de
embriagador es el vicio.
Cuando
cesó de llover salió con la vieja; y, en cuanto estuvieron fuera ya de los
linderos de Shan-tung, compraron alfileres para el tocado y vestidos femeninos.
El disfraz fue perfecto y cualquiera hubiese jurado que Moral-en-Flor era una
mujer de veras. Cambió su primer nombre por el de Niang, “niña”, a pesar de
que, por espacio de unos cuantos días, se sintió tan turbado que no se atrevió
a hablar.
Pero su
amo no parecía ya ansioso por encontrar nuevas víctimas. Cada noche insistía en
que su sobrina compartiera el lecho con él; y hasta hora muy avanzada estaba
procurándole instrucciones, y éstas eran hasta en sus más nimios detalles.
No era
para eso que Moral-en-Flor se había disfrazado. Un día manifestó que, de
entonces en adelante, cada uno fuese por su camino, y el otro se vio obligado a
aceptarlo; pero, antes de separarse, le dio al joven algunos consejos más:
-En
nuestra profesión hay que observar dos reglas importan-tísimas. La primera es
no quedarse demasiado tiempo en una misma casa. Si te quedas en un mismo lugar
más de medio mes, seguramente serás descubierto. Por lo tanto, cambia a menudo
de distrito, de manera que de un mes a otro no haya tiempo para que las huellas
de tu paso puedan discernirse. La segunda regla es que no dejes que ningún
hombre se te acerque. Eres hermoso, joven y solo en la vida, y todos querrán
tener que ver contigo. Por lo tanto, rodéate siempre de mujeres. Y una última
palabra: no tengas nada que ver con niñas, porque gritan y lloran.
Y de esta
manera se separaron.
A la
primera aldea que llegó, Moral-en-Flor percibió al otro lado de una puerta la
silueta de la joven más graciosa que nunca hubiera visto, y fue a tocar a dicha
puerta sacudiendo el llamador de bronce. La joven fue a abrir y le miró con
ojos de llama. Justamente necesitaban una costurera.
Pero, por
la noche, el muchacho quedó decepcionado por la llegada del marido, cuyo
vigoroso aspecto le dejó muy pocas esperanzas para aquella noche.
Se vio
obligado a aguardar a que la joven señora quedara sola en su casa durante el
día y acudiera a trabajar en el cuarto en que él estaba. Entonces se arriesgó a
hacer una observación respecto al estado de los campos y después la felicitó
por el marido que tenía. La joven se sonrojó y su conversación se hizo más
íntima. Sin embargo, no fue sino hasta el día siguiente en que él se atrevió a
insinuarse un poco más. Esta actitud suya fue inmediatamente recompensada con
el éxito. Dos días después, se vio obligado a marcharse precipitada-mente, pues
el marido se había fijado en él y, aprovechando una ausencia momentánea de su
esposa, quiso acariciarlo.
A partir
de entonces Moral-en-Flor se dedicó a su extraño oficio. A los treinta y dos
años había recorrido más de medio imperio, y había seducido a varios miles de
mujeres. A menudo era tan osado como para atacar a más de ocho personas de una
vez, en una misma casa, y ni tan siquiera las pequeñas esclavas se libraban de
su atención. La dicha, de la que él era causante en esta forma, permanecía
oculta y nadie sufría por ella ya que nadie hubiese ni soñado en su existencia.
Moral-en-Flor recordaba siempre la regla que le señalara su maestro, y nunca se
arriesgaba a quedarse en un mismo lugar más que unos pocos días.
Por
último, llegó a la
provincia Al-Oeste -del-Río y allí fue recibido en una casa
importante, donde había más de quince mujeres, todas ellas jóvenes y hermosas.
Sus sentimientos por cada una de ellas eran de naturaleza tan ardiente que
pasaron veinte días; antes no pudo decidirse a partir. Ahora bien, el marido de
una de estas jóvenes lo vio, y, habiéndose enamorado de él, dispuso las cosas
de manera que su esposa lo hiciera acudir a su casa. Allí fue Moral-en-Flor sin
sospechar nada, y no hubo hecho más que llegar, cuando el marido entró en el
cuarto, la asió por la cintura y le pidió que compartiera su placer.
Naturalmente, él se negó y empezó a gritar; pero el marido no le hizo el menor
caso. Lo empujó hacia el lecho y le desató las vestiduras. Pero sus
desvergonzadas manos encontraron algo muy distinto de lo que esperaban. Y ahora
fue a él a quien le tocó poner el grito en el cielo; los esclavos acudieron,
ataron a Moral-en-Flor y lo llevaron ante el tribunal de justicia. Delante del
juez quiso alegar que había adoptado este disfraz para poder ganarse la vida. Pero el tormento
le arrancó su verdadero nombre y el verdadero motivo de su conducta, junto con
un relato de sus hazañas más recientes.
El
Gobernador envió un informe a las autoridades superiores, pues no le constaba
ningún precedente y no sabía a qué castigo podía condenarlo. El Virrey decidió
que el caso caía dentro de la ley de adulterio, y también que tenía que ver con
la propagación de la
inmoralidad. La pena fue la muerte lenta. No se reconoció
ninguna circunstancia atenuante. Y así acabó esta historia.
005. Anonimo (china),
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