Un
funcionario de Pekín contó esta historia que se hizo muy popular.
Cuando
trabajaba en la capital, volvía a mi pueblo natal a visitar a mis padres cada
dos o tres años. Era un viaje largo y penoso de un mes entero por el Gran
Canal, a través de casi dos mil kilómetros. En las reuniones con la familia, me
contaban muchas cosas interesantes del pueblo, de la prosperidad o decadencia
de las grandes familias, de los casamientos de mis amigos de infancia, del
cambio de costumbres y del mantenimiento de las tradiciones milenarias. Una
de las cosas que me maravillaron fue el caso de un niño superdotado.
Se
llamaba Zhong Yong y tenía siete años. Sus padres eran analfabetos sin ninguna
preparación cultural, como la mayoría de los campesinos. La pequeña parcela
de tierra que cultivaban les permitía una vida sencilla, sin mucha holgura.
Sucedió que cuando su hijo, que no había demostrado ningún prodigio, empezó a
pedirles que le enseñaran a leer cuando apenas tenía cuatro años, en su casa el
único libro que había era el Calendario Lunar, con las recomendaciones y
prohibiciones de cada uno de los días del año. Al principio pensaban que era un
capricho infantil pasajero. Pero como el niño les pedía llorando todos los
días que le enseñaran a leer, se vieron obligados a pedir auxilio a un hermano
suyo que vivía al lado para que le enseñara algo. Pidieron prestados unos
libros de poesía y otros de historia para salir del paso. No eran adecuados
para un niño de cuatro años, pero algo les servía para tranquilizar al
muchacho.
Para su
gran sorpresa, vieron cómo a fuerza de memoria el niño lo aprendía todo con
mucha facilidad. A los pocos meses dominaba ya una buena cantidad de
caracteres chinos y empezaba a escribir versos con una rítmica correcta. A los
cinco años podía recitar muchos poemas antiguos, incluso componía poemas cortos
él mismo. Asombrados por el prodigio del infante, lo llevaron a un señor
ilustrado, quien quedó totalmente sorprendido por la inteligencia precoz del
niño. Sugirió que lo llevaran a un buen colegio para desarrollar su capacidad
intelectual. Al despedirse les regaló una docena de libros y unas monedas de
plata. El padre guardó con gran alegría el inesperado regalo y regresaron muy
contentos a casa.
No
podían seguir el consejo del letrado, ya que la austeridad de su economía no
permitía tal lujo. Además, pensaba su padre, si el niño podía aprender
prácticamente solo con un resultado totalmente satisfactorio, ¿por qué
mandarlo a la escuela?
Alentado
por el buen resultado de la primera experiencia, el padre lo llevó a los
parientes y amigos para mostrar los prodigios del niño. El comportamiento del
muchacho no podía ser mejor. Podía componer un poema sobre cualquier tema que
le indicaran. Además, la rapidez con que lo hacía era sorprendente. Tanto la
imaginación y la rítmica, como el repertorio lingüístico del niño, dejaban
perplejos a los oyentes. Los recitales siempre terminaban en encendidos elogios
y generosa donación en especies o en metálico. El mismo alcalde del pueblo lo
recibió un día para premiarlo y alentarlo en el esfuerzo de ensalzar el
pueblo. El padre nunca había esperado que el talento de su hijo le pudiera
traer inesperadamente la fama y un notable ingreso, suficiente para mejorar
sustancialmente la economía familiar.
En
víspera de mi partida, pude admirar en un recital público la fantástica
memoria del niño recitando páginas enteras de los Anales de Primavera y Otoño, componiendo algunos poema espontánea-mente
con una inspiración poco usual en un joven de tan corta edad. Emocionado, me
fui del pueblo con la esperanza de encontrarlo a mi vuelta con progresos más
sorpren-dentes.
Dos años
más tarde, volví otra vez a mi pueblo. Una de mis primeras preguntas fue:
-¿Qué
tal marcha el niño prodigio? Contadme algo de él.
No se
animaron mucho por el tema, más bien se aburrían. Y para mi sorpresa me
dijeron:
-Su
padre lo está explotando. No lo ha enviado a la escuela. El pobre chico no ha
avanzado nada. Repite siempre lo mismo. Pero su padre no se cansa de llevarlo a
los parientes y amigos, que ya han perdido todo interés por el asunto. El
alcalde siempre ha rechazado recibirlos de nuevo. Ahora nadie le da nada. Los
recitales de la calle se convierten en monólogos de mendicidad sin ningún
espectador.
Una gran
desilusión me desolaba el corazón. Lamenté que el niño no pudiera ir al
colegio para recibir una preparación adecuada. El joven parecía como esas
estrellas que antes de alcanzar pleno esplendor han empezado a apagarse por falta
de una oportunidad para fomentar sus cualidades.
Al día
siguiente salí a la calle para dar una vuelta, y allí lo encontré dando un
recital con una ausencia total de público. Los versos que componía eran desgastados,
carentes de inspiración alguna. Repetía una y otra vez lo mismo de hacía dos
años. Le di una moneda de plata que su padre se apresuró a guardar ávidamente.
Probablemente hacía meses que no recibía nada. Sentí una profunda desolación
en el alma por la decadencia de un prodigio que podría haberse convertido en el
talento del imperio.
Esa vez
me fui del pueblo con el espíritu abatido. Cuando tres años más tarde volví a
encontrar la vida estática de la provincia sureña, ni siquiera oí hablar del
prodigio infantil. Ese niño que había mostrado dotes maravillosos a los cinco
o seis años, decayó totalmente. No se veía ni rastro suyo en las calles.
Ayudaba a su padre a cultivar la tierra de sol a sol. Por la tarde, cuando
volvía a casa muerto de cansancio, se acostaba enseguida tras engañar el estómago
con una cena somera. Nunca volvió a tocar libro alguno. Lo que aprendió en su
infancia lo olvidó casi por completo. Tampoco tenía inspiración alguna para
escribir poemas porque las labores del campo eran monótonas y muy poco
inspiradoras.
¡Ay,
cómo es la vida! Si naces con unas buenas dotes intelectuales, no desperdicies
tu condición privilegiada. Lucha por desarrollar tu inteligencia. De lo
contrario, te enterrará el polvo.
005. Anonimo (china),
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