En
tiempos de la dinastía Ming vivían en China dos muchachos que eran grandes
amigos. El uno se llamaba Tung-Po-Hua y el otro, Kuo. Este último era dueño de
un bonito pabellón de vinos. Ambos jóvenes pasaban largos ratos charlando
alegremente ante unas buenas tazas de vino caliente. Hacía ya bastante tiempo
que se habían conocido. Fue en el mercado precisamente; ambos solían ir allí a
comprar hígado y carne de cerdo para sus padres. Pronto de tanto verse siempre
ante la misma parada llegaron a considerarse como viejos conocidos: empezaron
a cruzarse algunas palabras entre ellos y acabaron trabando una buena amistad.
Al
principio, Tung iba sólo de vez en cuando al honorable pabellón de vinos de
Kuo, pero acabó yendo con tanta frecuencia que muchas veces ya no le llegaba
el dinero para pagarle, por lo que su buen amigo se tenía que contentar con
anotar todos los gastos de Tung en una libreta. Kuo pronto tuvo en su cajón más
libretas que sapeques, pero no se preocupaba ni poco ni mucho. Sabía que su
amigo Tung era excepcional: por complicada que fuera una situación siempre
sabía salir airoso de ella.
Un buen
día le dijo Tung a su amigo:
-Honorable
Kuo, me parece que tu negocio gracias a mí y a otros no va en camino de
prosperar precisamente. He de encontrar una solución, si no te veo en la ruina.
Tung se
pasó un buen rato pensando, luego levantó la cabeza y dijo:
-Kuo, lo
mejor que puedes hacer es tirar todo el vino que te queda en las ánforas y
llenar las tinajas de naranjas; es el mejor consejo que puedo darte.
Kuo no
se lo hizo decir dos veces. Al día siguiente descolgó el letrero que había en
la puerta del honorable pabellón de vinos y puso otro que decía: «Se venden
naranjas.»
La gente
no paraba de decir: «Este honorable Kuo se ha vuelto loco, tirar el vino y
comprar naranjas en un momento en que el negocio le iba mal precisamente. Hay
cosas que sólo un Inmortal sería capaz de entender.»
Aquellas
buenas gentes al decir lo de Inmortal no andaban desencaminadas del todo. La
extraña idea nadie sabía que había salido de la mente de Tung y nadie podía
llegar a saber tampoco que éste, a no tardar, se iba a convertir precisamente
en un Inmortal. El caso es que como todo el mundo ignoraba tales cosas, el
pobre Kuo andaba en lenguas de todos, y no salía precisamente muy bien
librado.
Pero Kuo
permanecía impasible, inmutable y sereno. Jamás desa-parecía de su cara su
simpática sonrisa. Cuando alguien se permitía insinuarle algo respecto a
aquella extraña decisión de vender naran-jas en lugar de vino, Kuo se limitaba
a sonreír un poco más y callaba. Nadie tenía por qué saber que estaba siguiendo
los consejos de su buen amigo Tung. «Tarde o temprano, Tung acabará teniendo
razón -pensaba Kuo-, a la larga nunca se equivoca.»
Kuo
estaba al borde de. la ruina total, pero seguía sonriendo y teniendo confianza
en su amigo. Tung se limitaba a decirle:
-Espera
y ten confianza; las naranjas tarde o temprano te serán útiles y...
Y así
fue. Se declaró una terrible epidemia en el distrito y la gente moría a
centenares. Pronto se descubrió que el único remedio para combatir aquella
terrible plaga era el zumo de naranja. Kuo tenía que tener abierto día y noche
su comercio; vendía tanto que hasta le dolían las manos de coger naranjas y
embolsar sapeques. Tantas vendió que de la noche a la mañana el buen Kuo se
hizo rico. El joven se decía a sí mismo que ya era cosa de esperar. Tung, su
gran amigo, ya sabía él que no era un ser normal y que todas sus sugerencias
tarde o temprano tenían que conducir a buen fin.
Los dos
amigos estaban tomando el té. Kuo seguía sonriendo, su sonrisa era
imperturbable, pasara lo que pasara a su alrededor; pero de pronto su querido
amigo Tung le dijo algo, que por primera vez en su vida le hizo cerrar la
boca:
-Mi
querido amigo -estaba diciendo Tung en aquellos momentos, he venido a tomar
el té contigo, porque tengo que despedirme de ti. Esta noche se me ha aparecido
en sueños un Inmortal y me ha ordenado que acuda a una cita. Tengo que reunirme
con él en un puente; luego debo acompañarle a la morada de,los Inmortales; pero
antes de partir deseo encomendarte a mi anciana madre; desearía que cuidaras
de ella lo mejor posible, ya que yo tengo que abandonar este mundo.
-Honorable
Tung, tus palabras me han apenado hondamente. Eres mi mejor amigo y siento
mucho tener que separarme de ti. Sobre lo que me dices de tu anciana madre, no
pases ninguna pena. Desde ahora la considero como si fuera la mía. Mañana mismo
la traeré a vivir a mi casa.
Las dos
amigos se separaron muy apenados, aunque aparente-mente trataron de
disimularlo lo mejor posible. Habría sido de muy mala educación demostrar de un
modo tan patente sus sentimientos.
Tung
estaba esperando en el puente la llegada del Inmortal. De pronto oyó a alguien
que le llamaba por detrás diciendo:
-Yo soy
aquel a quien esperabas. Échate inmediatamente a las aguas del río.
Tung,
reconociendo en la voz de aquel ser a un Inmortal, no lo dudó ni un momento.
Saltó por encima del puente y se echó en las heladas aguas, pero antes de que
hubiera podido llegar a tocar el húmedo elemento se halló sentado sobre un
maravilloso césped, rodeado de un paisaje resplandeciente de luz y color; el
Inmortal estaba ahora a su lado y le sonreía complacido. No habían caminado
aún ni cien pasos cuando de pronto apareció ante ellos un enorme tigre. Tung
oyó como el Inmortal le decía:
-Sigue
andando hacia él.
Tung así
lo hizo. La terrible fiera dio de pronto un prodigioso salto y se abalanzó
sobre él.
Pero
Tung sin que pudiera explicárselo se hallaba maravillosa-mente sano
disfrutando de las delicias de un espléndido bosque. El Inmortal seguía
andando a su lado y de nuevo le sonreía de un modo aprobatorio.
Ambos
personajes siguieron su camino. Pronto se.halló Tung ante la boca de un enorme
horno del que salían terribles llamas. El joven se detuvo, pero oyó que la voz
del Inmortal le decía:
-Métete
dentro.
Tung dio
un paso sin vacilar y se encontró en seguida entre las llamas, pero por
extraño que parezca las llamas parecían resbalar sobre sus vestidos como los
rayos del sol. Tung se encontraba deliciosamente bien; pronto se dio cuenta de
que acababa de penetrar en un país desconocido. Entonces comprendió que su
vida de polvo y aire había desaparecido; había penetrado en el país de la
Eterna Dicha. A Tung sin embargo en aquel momento se le ocurrió pensar que en
la Tierra también se estaba muy bien. Mientras estaba sumido en tales
pensamientos oyó de pronto una severa voz que le decía por la espalda:
-Tung,
todavía conservas el corazón de tu antigua vida de miserable polvo. ¡Vuelve a
la Tierra, aquí no puedes estar!
Tung no
habría podido decir cómo había sucedido, pero de pronto se halló de nuevo
andando por un camino, vestido con sus humildes ropas, y con las sandalias
llenas de polvo. Se disponía a descender por aquel sendero que ni siquiera
sabía a donde conducía, cuando de nuevo oyó la voz del Inmortal que le decía:
-Tung,
si quieres regresar al lugar de donde has venido, tienes que andar leguas y
leguas, siempre hacia el este sin torcer nunca tu camino. Para tan largo viaje
te hará falta contar con dinero. Toma esta piedra, con ella podrás ganarlo.
Cuando desees tener sapeques, acércate a un sitio donde veas gente y di con
voz potente «Quien quiera comprar truenos que se acerque. Vendo de todas
clases.» A los que se dedican a comprártelos tienes que hacerles estos signos
que te indico en la palma de la mano. Luego diles que mantengan la mano cerrada
hasta el momento en que quieran que se produzca el estruendo. Entonces tienen
que abrirla: cuanto más la abrían, más grande será el ruido que se oirá. Ten la
seguridad de que con este talismán nada te faltará en el camino.
Tras
decir estas palabras el Inmortal se esfumó en el aire. Tung no pudo descubrir
de ninguna manera cómo había llegado ni por donde se había ido.
El joven
Tung empezó a andar a buen paso, siempre hacia el este. Por la noche se quedó
duitiiiendo bajo un árbol y al día siguiente reemprendió el camino. Empezó a
sentir hambre; primero fue sólo un leve cosquilleo en el estómago, después ya
fue algo más agudo, al final era tan dolorosa aquella necesidad que temía
desvanecerse de un momento a otro. De pronto se dio cuenta con gran alegría de
que estaba llegando a una pequeña ciudad.
En cuanto
llegó a la población, Tung se colocó en el sitio más concurrido y empezó a vocear
diciendo:
-¡Quien
quiera comprar truenos que se acerque! ¡Vendo de todas clases!
Pronto
un enorme corro de chicos y mayores se había formado a su alrededor y todos
querían comprar. Tung apenas acertaba a poder hacer los signos debidos en las
manos. Por fin todos estuvieron servidos y nuestro hombre, muy satisfecho con
un buen puñado de dinero en el bolsillo, se dirigió a una casa de comidas,
donde pudo saciar su hambre con los más apetitosos manjares, desde las deliciosas
aletas de tiburón hasta los sabrosos huevos de golondrina.
Tung
seguía andando siempre hacia el este. Llevaba ya meses y meses de camino, pero
no podía quejarse. Nunca le faltaba buena comida y buen lecho gracias a su
fructífera «Venta de Truenos».
Aquella
mañana el corazón de Tung empezó a latir alocadamente. Sí, sus ojos no le
engañaban. Ante su vista aparecía un magnífico panorama en cuyo fondo se
destacaban airosamente los tejados de líneas graciosamente curvadas de los
templos de su ciudad natal. Tung dio allí mismo gracias a los dioses por el
inmenso favor que le habían dispensado y empezó a andar con nuevos bríos,
apoyándose con una mano en su bastón y sosteniendo firmemente con la otra su
maravilloso talismán.
La
anciana señora no cesaba de expresar su alegría por el regreso de su querido
hijo Tung. Continuamente le decía lo bien que se había comportado con ella el
bueno de Kuo. Tung daba las gracias a su amigo con grandes muestras de cortesía.
La
amistad de Tung y Kuo volvía a ser más firme que nunca. Kuo ostentaba ahora un
alto cargo en la ciudad, pero seguía siendo el gran amigo de Tung. £ste se
ganaba muy bien la vida vendiendo truenos en medio de la plaza de la ciudad.
Aquel
día la Audiencia iba a revestir especial importancia. Un alto magistrado iba a
entrar en la sala y presidiría personalmente la sesión. Pero los asistentes al
acto tuvieron la mala ocurrencia de ir antes a proveerse de truenos a la plaza
y en el momento más solemne del acto empezaron a oírse tremendos ruidos y
detonaciones por toda la sala. Todo el mundo abría las manos.
El alto
dignatario, tras haber comprobado que tales truenos no obedecían a ningún
fenómeno atmosférico, decidió averiguar por su cuenta qué era lo que había
ocurrido. Tras haber interrogado a unos y a otros pronto llegó a la conclusión
de que todo obedecía a los famosos truenos que vendía cierto personaje llamado
Tung en medio de la plaza. El magistrado no tardó en encontrar la manera de man-dar
a la cárcel a Tung: lo procesó por hechicero.
Desde el
fondo de su mazmorra Tung meditaba profundamente sobre la extraña suerte de los
humanos. De pronto oyó que alguien abría la puerta y oyó la voz de su querido
amigo Kuo que le decía:
-Sal de
aquí, honorable Tung. He podido lograr que te pusieran en libertad. Gracias a
mi alto cargo no me ha resultado excesivamente difícil. Estoy muy contento.
Los dos
amigos se saludaron con gran alegría y mientras se dirigían hacia la calle,
Kuo le estuvo contando a su amigo que muy pronto iba a tener que acompañar a
aquel magistrado en una gira por el distrito.
Tung se
puso entonces muy serio y mirando severamente a su amigo Kuo le dijo:
-Kuo,
bajo ningún concepto tienes que emprender ese viaje. Grandes desgracias
afligirán a ese magistrado; aléjate de él si no quieres que su terrible
desgracia te alcance también a ti. Te lo ruego.
-¡Oh
Tung! Mucho te agradezco tu consejo, pero esta vez me va a ser imposible seguir
tus indicaciones, porque debido a mi cargo me veo obligado forzosamente a
acompañarle. No puedo negarme, ni alegar ningún pretexto. Lo siento.
-Está
bien -dijo entonces Tung, en ese caso sólo puedo ayudarte dándote esa
píldora. ¡Tómatela ahora mismo! Con ella lograrás apartar de ti el peligro.
Todo el
mundo hablaba de la terrible enfermedad que había contraído el alto dignatario
Kuo. Éste empeoraba de día en día. El magistrado había tenido que salir en
visita de inspección sin poder llevarle en su compañía. En el mejor de los
casos, Kuo tardaría quince días en poder levantarse de la cama.
Todos
los habitantes de la ciudad hablaban consternados de aquel suceso. Acababan de
saber que no lejos de allí se había producido una insurrección. El encargado
de sofocarla había sido el alto magis-trado de la ciudad, pero aquel mismo día
había llegado un mensajero anunciando que el gran magistrado y todos sus
acompañantes habían muerto en el cumplimiento de su deber.
Sentado
al pie del lecho de su amigo, Tung escuchaba sonriente lo que éste le decía:
-Sí,
amigo Tung -decía Kuo en aquel momento; tardé bastante en compren-der que me
habías dado aquella píldora para hacerme enfermar con el fin de impedir que
acompañara al gran magistrado en su gira. De no haber sido así, yo ya no me
contaría entre el número de los vivos. Te doy las gracias; una vez más me has
demostrado que eres mi mejor amigo. Que los inmortales te proporcionen la
felicidad.
005. Anonimo (china),
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